Roberto Ampuero nació
en Valparaíso, en 1953, y actualmente vive
en Estados Unidos, donde realiza cursos de posgrado,
y enseña en la Universidad de Iowa y en el
Middlebury College. Estudió en el Colegio Alemán
de su ciudad y natal y, hasta el golpe de estado,
cursó antropología social y literatura
latinoamericana en la Universidad de Chile. En 1973
abandonó el país. Ha vivido en Cuba
(1973-79), donde estudió literatura, Alemania
del este (1980-83), Alemania Federal (1983-94), Suecia
(1997-2000) y desde el 2000 en Estados Unidos.
Es autor de la popular saga del detective privado
de origen cubano Cayetano Brulé, que en Chile
ha superado la barrera de los 100.000 ejemplares vendidos,
y que también ha sido editada en Francia, Italia,
Alemania, Portugal, España y otros países.
Sus novelas policiales comprenden “¿Quién
mató a Cristián Kustermann?”,
“Boleros en La Habana”, “El alemán
de Atacama” y “Cita en el Azul profundo”.
También ha generado gran impacto editorial
su novela autobiográfica “Nuestros años
verde olivo”, que narra la experiencia del exilio
chileno en Cuba. Sus cuentos fueron publicados en
“El hombre golondrina”, y una novela para
jóvenes en “La guerra de los duraznos”
(Editorial Andrés Bello), que relata la historia
de niños de Valparaíso durante la dictadura
de Pinochet.
Ampuero, columnista
dominical del diario La Tercera, es autor de la primera
serie policial de la tv chilena, “Brigada Escorpión”.
Ha participado en numerosas ferias internacionales
del libro en América Latina, Europa y Estados
Unidos. Su novela «¿Quién mató
a Cristián Kusterman?», con más
de 10 ediciones en Chile, lo hizo acreedor en 1993
del Premio de Novela de la Revista de Libros El Mercurio,
cuyo jurado lo integraron José Donoso, Jorge
Edwards y Ana María Larraín.
Su novela más
reciente, “Los amantes de Estocolmo”,
está anunciada por su sello Planeta para octubre
del 2003.
De nuestros años
verde olivo
Sabes, chico, quería
hablar contigo -me dijo Cienfuegos una tarde en que,
cumpliendo una breve gira por La Habana por razones
misteriosas, fumaba en un sillón de la amplia
y fresca sala de estar de la casona.
A través de las ventanas abiertas se filtraba
una luz bermeja que proyectaban los flamboyanes en
flor, mientras por el cielo surcaban nubarrones esponjosos
y sobre la mesa de centro, oliendo aún a tinta
fresca, yacía Confieso que he vivido, las memorias
de Pablo Neruda, que mi suegro había comprado
en Madrid y no circulaban en la isla por la velada
crítica del vate a la Revolución.
-Usted dirá.
Cienfuegos se arrellanó
en el sillón, aspiró profundamente de
su tabaco Lanceros, obsequio del Comandante en Jefe,
cruzó una pierna sobre la otra y me dijo con
cierta displicencia:
-Chico, he estado
averiguando sobre ti y sólo he escuchado cosas
positivas. Que eres estudiante ejemplar, trabajador
eficiente y de vida ordenada. Parece que no te gustan
los hierros, pero las cosas marchan y te "aplatanas"
adecuadamente.
-Pues las cosas no
marchan mal -repuse con una suerte de desconcierto,
pues no podía imaginar que Cienfuegos ignorase
la crisis familiar por la que atravesaba con su hija,
a menos que Margarita la manejase como algo muy íntimo.
-Al mismo tiempo he
estado estudiando la situación de tu país
-continuó mientras se pasaba la mano por la
cabellera blanca, que comenzaba a ralear- y veo que
allá las cosas están mal. Pinochet se
encuentra sólido en el poder, la oposición
no es capaz de quebrar un vidrio y la DINA política
sigue asestando golpes demoledores. Todo indica que
Pinochet va a seguir gobernando por muchos, muchos
años más en Chile.
Traté de rebatir
su visión pesimista sobre las perspectivas
del país empleando los argumentos aprendidos
en las sesiones de la Jota, cifrando esperanzas en
la nueva política militar del partido, pero
sólo esgrimí justificaciones pálidas
y vacilantes, para nada convincentes. Mientras él
se refería a datos y situaciones concretas,
yo citaba discursos de Luis Corvalán o elegantes
exposiciones de Volodia Teitelboim, o bien textos
de Lenin sobre el período pre-revolucionario
en la Rusia zarista. Cienfuegos hablaba de la realidad
de Chile, yo de una visión remota y voluntarista
de la misma.
-No te llames a engaño,
chico -advirtió reposado-. La oportunidad que
desperdició la Unidad Popular significará
un retroceso de veinte años en el movimiento
popular chileno. La actual generación de tus
dirigentes revolucionarios es una generación
que fracasó, que ya debería procurarse
su jubilación en París o Moscú,
mejor en París.
Guardé silencio
pensando en los incesantes viajes y reuniones que
realizaban nuestros dirigentes en el exilio para articular
un movimiento opositor internacional: a Roma o Ciudad
de México, Estocolmo o Caracas, París
o Budapest, en fin, giras que a veces se confundían
con periplos turísticos. Pensé en las
limosinas oscuras, con cortinillas y escoltas, que
los aguardaban en los aeropuertos y los conducían
a exclusivos hoteles que ponían a su disposición
los partidos hermanos en el poder.
-Por todo esto, chico,
creo que lo más conveniente es que admitas
que siendo un hombre joven, revolucionario e integrado,
con hijo y mujer cubanos, tu destino no se halla en
Chile, sino en Cuba.
Sus ojos grises de
fulgor metálico, que me habían impresionado
durante nuestro encuentro en Leipzig invernal, ojos
guarnecidos por cejas tupidas, me contemplaban ahora
con cierto aire de complicidad, como aquella tarde
en que acudió a buscarme al hotelito de Berlín
occidental. A los cuarenta y cinco años, Cienfuegos
todavía era un hombre atractivo y de aspecto
juvenil, que usaba mocasines franceses y trajes que
compraba, al igual que su difunto y menospreciado
suegro, en exclusivas tiendas españolas, y
disfrutaba a plenitud los privilegios que le acarreaba
el poder.
-Te voy a proponer
derechamente algo nuevo -continuó.
De afuera llegaba
el croar de las ranas y el canto de grillos, y los
mosquitos iniciaban su asedio diario.
-Se trata de una alternativa
verdaderamente honrosa.
-¿De qué
se trata?
-Deberías adoptar la nacionalidad cubana. Te
la conseguiremos en poco tiempo -afirmó escrutándome,
tratando de descubrir algún indicio de mis
sentimientos ante sus palabras-. Te haces cubano y
puedes acceder a trabajos que, por razones de seguridad,
sólo están reservados a cubanos.
-¿Y mi lucha
contra Pinochet?
-¡Guanajerías! ¡Olvídate
de Chile por muchos años! -Es mi patria.
-A tu patria la puedes
servir mejor integrándote a la Revolución
cubana. Como van las cosas, es probable que a Chile
lo libre sólo una nueva generación de
líderes. Los viejos políticos de izquierda,
instalados en Europa, seguirán aferrados al
inmovilismo. Nunca, óyelo bien, nunca conquistarán
el poder, a lo más terminarán por cerrar
una alianza con los militares para disfrutar las migajas
del poder político. Hazte cubano, chico, te
lo está ofreciendo el comandante Ulises Cienfuegos.
Aquella oferta sólo
podía provenir de Margarita, de un intento
suyo por salvar el matrimonio, enderezar mi destino
y proyectar un futuro común, que me costaba
aceptar, sumergido, como estaba, en dudas y vacilaciones.
La vida en conjunto ya era un asunto inimaginable
para mí, primero, porque Margarita había
sobrepasado el límite de lo tolerable en su
identificación acrítica con la Revolución;
luego, pues ya no confiaba en ella como para confesarle
el peligroso almacenamiento de libros, y por último,
porque tenía la percepción de que mis
sentimientos hacia ella se basaban a esas alturas
ya más bien sólo en el recuerdo de lo
que había sido nuestro amor. No me cabía
duda alguna, el matrimonio estaba condenado a sucumbir
bajo las penurias de la isla, a las cuales jamás
me acostumbraría. La única esperanza,
aunque remota, consistía en hallar un sendero
que nos permitiera dejar Cuba y vivir en un sitio
próximo a las librerías de viejo y cafés
con mesas al aire libre, donde pudiéramos escapar
para siempre del asedio de Cienfuegos. Los dominios
de la política, como lo demostraban el golpe
de Estado, la Revolución, el reclutamiento
y la guerra de Angola, no eran los terrenos románticos
imaginados por mí en Valparaíso.
Siendo honesto conmigo
mismo debía reconocer, no obstante, que el
motivo principal para desestimar la oferta de mi suegro
radicaba en el temor a que las puertas de Chile se
me cerraran definitivamente en mi condición
de cubano castrista. Por años no obtendría
visado de ingreso a Chile. Por unos instantes vi morir
a mis padres sin poder asistir a su entierro, vi los
cerros ventosos de mi ciudad como espejismo remoto,
vi al país reducido a un esquema de mapas.
Tan sólo imaginar el trueque de mi pasaporte
chileno por uno cubano me abrumaba. El documento chileno,
pese a Pinochet, significaba en última instancia
la libertad de desplazamiento, la posibilidad de viajar
sin cortapisas por el mundo, sueño supremo
de los cubanos y de todos quienes habitaban detrás
del Muro de Berlín. Si bien el pasaporte cubano
me habría perspectivas en Cuba, me obligaba
a renunciar a lo demás. Sólo podría
viajar en misiones oficiales, pero en el caso de que
nunca llegara a integrar una, permanecería
anclado en la isla sin poder abandonarla, compartiendo
el amargo sino de mis compañeros, que sólo
viajarían el día en que el poder se
los permitiera.
-Hay gente que te
aceptaría gustosa en el servicio -agregó
Cienfuegos, como si pudiese intuir mis temores. Aspiró
con gesto voluptuoso una bocanada de humo mientras
se miraba la punta de sus mocasines negros lustrados.
Siempre llevaba los zapatos bruñidos-. Hablas
varios idiomas, conoces el mundo y estás conectado
con mi familia. Hallarás lugar en el servicio
sin problemas.
-Gracias, gracias
-atiné a repetir.
Estábamos solos
en la casona. Mi mujer y su madre visitaban con Iván
y Caridad del Rosario el pent house de la bisabuela
en El Vedado, desde cuya terraza blanca se dominaba
la ciudad con sus colinas y el mar, y que Angeles
Rey Bazán había facilitado en los sesenta
para que filmaran escenas de una película basada
en la novela Memorias del subdesarrollo, del escritor
cubano Edmundo Desnoes, imposible de encontrar ya
en las librerías o bibliotecas cubanas, probablemente
por cuanto reflejaba de algún modo la belleza
y la modernidad de La Habana de los primeros años
de la Revolución, heredadas del capitalismo.
Extraña suerte corrían en Cuba las memorias
reales de Neruda y las ficticias de Desnoes, pensé
por un rato contemplando con indisimulada curiosidad
la portada blanca de Confieso que he vivido. Las otras
dos criadas debían estar haciendo cola en La
Copa, pues se rumoreaba que en cualquier momento arribaría
un camión cargado con plátanos machos,
papas y malanga.
-¿Qué
opinas, chico? -me preguntó Cienfuegos y sopló
la ceniza que acababa de desplomarse sobre la cubierta
del libro de Neruda y luego se incorporó para
comenzar a cerrar los postigos de la sala, sumiéndola
en la penumbra.
-En verdad es un gran
honor y lo agradezco, comandante, pero tengo un compromiso
con mi propio pueblo -dije al tiempo que percibía
que mis palabras pecaban de grandilocuencia frente
al pragmatismo del revolucionario de mocasines bruñidos-.
Déme tiempo para reflexionar. Nada más
grato para mí que volverme cubano y servir
a la Revolución. Pero, ¿con qué
cara miraría yo después a mi pueblo?
-¿Y crees que tu cara le importa a alguien
en Chile? -preguntó insolente.
-Por lo menos a mis
camaradas de la Jota.
Cerró el último
postigo con estrépito, desaprobando así
mi respuesta, y echó a andar el aire acondicionado.
-Pues, piénsalo
-sugirió al rato, cuando ya salía a
dar un paseo por Miramar con un Lanceros en la mano.
Aprovechaba los momentos más insospechados
para pasear solo, aunque siempre lo hacía cargando
un arma, temeroso, quizás, de que alguien -el
pariente de algún fusilado o condenado a cadena
perpetua- intentara ajusticiarlo. No debes decidirlo
ahora, pero piénsalo y recuerda que Margarita
e Iván tendrían motivo más que
suficiente para sentirse dichosos y orgullosos por
ti.
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