Sylvia
Vergara vive desde adolescente en Venezuela. Su padre,
el investigador y criminólogo chileno René
Vergara, fue contratado por el gobierno venezolano para
democratizar y formar a la policía científica
del país.
Notable periodista y guionista de televisión
en Caracas, mantuvo el pulso de lo estrictamente literario
en el cajón de su escritorio.
Su libro Diario de un caracol- basado en un caso real–
trata sobre la comprensión torcida de los valores
sociales, la imposición de la autoridad basada
en esos valores a costa de todo, la persistencia de
la identidad y la búsqueda de la libertad a través
de los años.
Un segundo texto –éste en colaboración
con el también magallánico residente en
Argentina Jorge Alejandro Lagos– es un curioso
Diccionario del habla popular.
(Fragmento del capítulo
I)
La habitación
con vista al mar estaba lista y acogedora para recibir
a Graciela; era casi mediodía y la temperatura
no llegaba a cero grado; la luz entraba por las ventanas
y teñía de violeta la blanca ropa de
cama. Sor María abrió el baúl,
para ver si las frazadas eran suficientes, encendió
el calentador y revisó cada detalle: Las hermanas,
se habían esmerado, en desmanchar y barnizar
las tablas del piso, entusiasmadas siguieron con la
pintura y le dieron a las paredes un tono verde seco,
en contraste con el blanco de puertas, muebles, y
ventanas.
—- ¡son los colores usados en hospitales
y clínicas, aplacan las terminaciones nerviosas
asociadas a la retina y contribuyen a la paz interiorî
—le dijeron .
Sor María, en cambio, empezó a sentirse
eufórica, agitada y con ganas de bailar. En
el rincón cercano a la ventana, sobre un pequeño
escritorio, el computador mostraba la pantalla de
descanso, en fondo azul helado, semejante al cielo
sureño, en la cual se deslizaba flotando como
nube la frase de bienvenida: “Que todo aquí
sea vivible, hermana”. Cerca, un plato de cristal
lleno de calafates, ofreciéndose en perfume
y color.
Sor María acomodó el último detalle
en el velador al lado de la lámpara: una fotografía
en la cual el negro devenía en marrón
y el blanco avejentado, recordaba el tono lechoso
de las magnolias; colocada en un marco de madera también
pintado de blanco. La foto mostraba una monja vital,
joven y sonriente, con el viejo hábito de esclavina,
modestino y crucifijo, de pie entre dos niñas
con guardapolvos negros. La felicidad estaba en el
conjunto, las miradas, la postura de los pies, la
gracia alada de las manos, el velo de la monja inflado
por la brisa. Esta flotante dicha de las tres se debía
a las vistosas escarapelas con cintas y medallones
prendidos en los hombros de las niñas, a la
presencia de la responsable cerca de ellas; o simplemente
a que ese momento poseÌa la absoluta certeza
de que nada bajo sus pies, o dentro de sus emociones
y sentimientos se movería un solo milímetro.
Miró detalladamente a la niña de la
derecha, la de la escarapela blanca, obtenida por
buena conducta, sin terminar de reconocerse, salvo
en las mejillas regordetas y los ojitos picarones.
—¡Diablos! —Exclamó Sor María,
tapando la palabra prohibida con un gesto de ambas
manos—. ¿Así era yo?
Graciela a la izquierda, delgada y con trenzas, lucía
el preciado galardón rojo, colocado por la
propia directora, en mérito por las mejores
notas del semestre. La foto tenÌa más
de 40 años.
Se acercó a la ventana: el mar picado y gris,
las aves en las rocas batiendo las alas al viento
y a la precaria luz solar. Al frente, más allá,
a veces cercanas, otras invisibles, las montañas
nevadas.
Apoyó la frente en el vidrio sin soltar la
foto, recordando las horas pasadas en los archivos
polvorientos del sótano del colegio de Santiago
buscándola hasta encontrarla, de rodillas ante
las cajas, hurgando nerviosa los paquetes correspondientes
a ese año, y cuando la tuvo frente a sus ojos,
sintió en el rostro la misma frescura del momento
en que fue tomada, el mismo aire contenido en el pecho,
como si volviera a escuchar el clic del obturador.
Sus dedos ahora temblaron sobre el marco, mientras
rozaban el vidrio. Era la foto de tres espÌritus
parlanchines, la única fotografÌa del
mundo que contenía el minuto preciso, de ese
también único y especial día;
mágica cartulina, casi viva, palpitante, entre
las miles que fueron exhibidas en el Locutorio durante
todos esos años, testimonios de graduaciones,
premiaciones, primeras comuniones, actos culturales
en el Auditorio, resultados de concursos o eventos
deportivos en el patio grande, desde la fundación
del colegio empezando el siglo, equivalente a muchas
anÈcdotas, a miles de niñas, algunas
no vistas nunca más, luego de las fiestas de
despedidas de los sextos años. Rostros de maestras
y profesoras, saturadas de archivar en sus memorias
programas anuales cambiantes según las políticas
educativas de las antagónicas tendencias de
los distintos gobiernos. Profesoras y maestras, compañeras
del seminario o del pedagógico, encapulladas
en el limbo de la casa de reposo de la Gran Avenida;
y las otras, idas para siempre a pulir sus almas y
huesos al Cementerio Católico, entre ellas
la más sentida y llorada por dos generaciones,
Sor Rosalía, menuda y fuerte, como se veía
en la foto, esa dinámica profesora de literatura,
latín y filosofía, con la manía
de entrometerse de tú a tú con sus alumnas,
inculcándoles las materias, obligándolas
a pensar a defenderse hasta de ellas mismas, aniquilándoles
el miedo basándose siempre en que la justicia
no era un privilegio de los poderosos, sino de todos
los capaces en sacar la voz si el razonamiento, el
conocimiento y la intuición les daban las palabras
aptas para argumentar y defenderse. Con ese concepto
algo platónico recorrió aulas y corredores
de muchos de los colegios a lo largo del país,
haciendo sonar su pequeña campanilla; “recordatorio”
la llamaba. Tan atrás se le fue la mente-visión
a ese vital minuto de 40 y tantos años supuestamente
pasados que, volvió a ver el gesto de la mano
de su profesora, al guardársela en el bolsillo,
mientras las tres se alistaban para la foto.
Ese día, Sor María con las rodillas
pesadas —ni en la capilla había estado
nunca tanto rato hincada— sujetándose
de un mueble, esperó que las piernas la sostuvieran,
mientras guardaba la foto en su maletÌn de
viaje, para salir corriendo con el tiempo justo de
llegar al aeropuerto y alcanzar el avión.
Habían pasado casi dos meses desde entonces,
desde ese último viaje a la casa matriz. Y
por fin estaba viviendo el día para el que
todo había sido preparado.
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