EL DON Y EL LÁTIGO

Por Edmundo Moure

A mi amigo Antonio Estévez Martínez,
gallego de pro.


Truman Capote nos dejó dicho: “… Empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación”.

La palabra, entonces, es fuente de nuestra dicha y también pozo de zozobras. Para quienes pretendemos decir algo, más allá de la escueta comunicación o del resultado práctico del diario discurso, el verbo se alza como barrera creciente y enigmática, a menudo hostil… Nos enfrentamos así a la “dificultad de escribir” y cada texto será más arduo que el anterior, porque la escurridiza materia del lenguaje hará todo lo posible para escabullirse a nuestra pretendida lucidez, para hacernos extraviar en la busca desesperada de la elocuencia, para traicionarnos, como amada veleidosa… Cuántas cuartillas rotas, tachaduras y borrones sin cuento para lograr un fruto que puede saber amargo.

Algunos bisoños pendolistas creen haber descubierto la pólvora sólo con emplear modernos procesadores de texto, de esos que corrigen de manera automática y ofrecen sinónimos o antónimos con sólo pulsar una tecla. Craso error, pues el lenguaje tenderá a hacerse mecánico, una suerte de plantilla expresiva para decirlo todo igual, con engañosa pulcritud electrónica. Quizá funcione como herramienta para el cotidiano ejercicio profesional, en un mundo masificado hasta la náusea, donde lo apropiado es no disonar, cantando en el monótono coro globalizado de las ovejas planetarias.

El lenguaje, caro amigo lector, no ofrece concesiones ni fáciles atajos para acceder a su plenitud. Por eso, Capote afirma: “Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz”. La otra confusión, no menos grave, es la de pensar que nuestros sentimientos, emociones, pasiones y toda suerte de experiencias “vivenciales” son, de por sí, materia artística, una especie de arcilla moldeable de la que surgirá, con un poco de manipulación y amasijo, la obra sublime que todos tenemos derecho a pergeñar como cualquier creador que se precie…

En un bar cuya tertulia frecuento tres días a la semana, fui abordado por una mujer de espectaculares treinta años. –Hace tiempo que quería hablar con usted- me dijo, y luego de mi sorprendida aquiescencia, me espetó, de golpe y porrazo: -Quiero escribir mis memorias, un diario íntimo; no imagina usted las experiencias que he vivido-. Le pregunté si había escrito algo, si tenía un puñado de poemas, algún cuento o relato, tal vez un ensayo. –Nada- me dijo, pero con su ayuda podríamos escribir un best seller y ganar mucho dinero-… Movía los ojos con singular gracia y el cuerpo, sinuoso y esbelto, de suaves formas, no le iba en zaga.

Le dije no ser la persona que buscaba… -No escribo por encargo o dictado de terceros- le dije. –Si es asunto de dinero, puedo pagarle bien- insistió, con erótica vehemencia y encendida decisión… Pensé que, más que un látigo, ella ameritaba una particular flagelación, la que, a estas alturas, tampoco podría proporcionarle. Se hizo un largo silencio, en cuyas íntimas sombras recordé lo sugerido por Borges: no escribir diarios ni memorias antes de alcanzar los setenta años, pues ¿qué puede rememorar con la debida madurez un individuo treintañero?; ¿qué sería capaz de decantar en materia poética trascendente para transmitirla como legado?


Me despedí de ella todo lo cortés que pude. Mientras bebía el segundo coñac, recordé a José Ángel Valente, sus lúcidas palabras al describir la obra estéticamente válida como aquella donde podemos experimentar “el fulgor de la palabra”, ese destello único y maravilloso que se produce rara vez, que no se corresponde con perfecciones estilísticas ni sumas habilidades, sino que vibra y tiembla en el hallazgo genial. Esto es válido, por supuesto, para todas las expresiones artísticas, sean musicales, pictóricas o literarias. Su sello trascendente es la condición poética, aquello que nos conmueve más allá de lo racional y de lo técnico, que se torna evidente más por su ausencia que por la presencia inefable.

Mi amigo Antonio Estévez, de profesión psicólogo, galleguista de vocación y enamorado de las letras, me ha escrito: “…Qué designio más misterioso el tuyo, atrapado por las letras, esclavo del lenguaje…” En el telar de la existencia todo se torna difícil de descifrar y el misterio nos rodea con vaguedad atrayente y temible, y cuando develamos un enigma o parte de él, se nos abren nuevos acertijos, en progresión geométrica. Tal ocurre con el lenguaje, pues más allá del significado que atribuimos a las palabras emergen otros significantes; así, los vocablos encadenados poéticamente nos ofrecen respuestas asombrosas y aún conceptualmente contradictorias, en el fluir de metáforas, imágenes, aliteraciones…

Si yo pudiera, amigo Antonio, colgaría este látigo o silicio, si prefieren. Pero callar el don, por ahora, sería como fallecer. Prefiero, entonces, decir por la voz de mi compañeiro poeta, Xulio López Valcárcel: “Gracias pola beleza,/ que nos enche e acovarda… Gracias polo silencio e polo verso…” Gracias.