Manuel Peña Muñoz o la amenidad del mundo. (1951)

por Juan Antonio Massone

Para algunos el mundo pequeño o vasto es asunto de estudio; para otros, motivo de narrar. Invitados a una fiesta de remembranzas, los lugares, costumbres, formas de sociabilidad y tipos humanos acuden en las crónicas de este autor con buen provecho de quien lee y siente la complacencia de una escritura que, si ofrece una manera de inmersión en otros tiempos, lo hace de un modo franco, emotivo y atrayente.

 

Escritor porteño. A las calidades de novelista y estudioso de literatura infantil, al de cuentista y antólogo, une las de viajero impenitente. En él esta faceta sea, acaso, la que mejor responda a sus intereses y a los buenos efectos que se derivan en la escritura. Como un argonauta o un marino, leva anclas y se atreve a largas singladuras, a la servidumbre de trámites y de vuelos, sin que falten los otros medios de traslado: el bus, el tren, el automóvil. Manuel Peña vive animado del entorno, así sea un rincón chileno de barrio, los decorados de una edificación,algún país americano,o una vetusta construcción europea, sea ésa un pueblo, un templo, las calles empedradas o un palacio de añosa estirpe.

Nacido en nuestro primer puerto, el 17 de mayo de 1951, estudió Pedagogía en castellano en la Universidad Católica de Valparaíso, y luego alcanzó el grado de Doctor en Filología hispánica, en la Universidad Complutense de Madrid, en donde conociera a la famosa escritora Carmen Bravo-Villasante, su maestra en literatura para infantes, y sobre quien publicara en España una copiosa bibliografía, en 1978. Antes había mantenido largos coloquios con María Luisa Bombal (1910-1980), en Viña del mar. Su bibliografía es apreciable, ya en número, ya en los derroteros explorados por él: narrativa, estudios, antologías, crónicas.

Siempre dispuesto al viaje, Manuel Peña gusta de los detalles, del paisaje en los que resta un hálito, una vibración del ayer. Coleccionista aventajado, nada le queda inadvertido, como si al mirar registrara los caracteres de cosas y de lugares con ansia evocadora. No es un turista de acumulaciones; sí un veedor interesado de recrear tiempos idos. Hedonista pausado. No le abotaga la vida, pero de ella otagle atragantr tiempos idos. conserva el sabor de las cosas con prolija delectación. Vivir es recrear, parece decir, con tal de oponerse a la desaparición de mundos que están dejando de ser en cada momento.

Durante años ha dictado cursos de perfeccionamiento a profesores, estudiantes de turismo y aficionados a las letras, además de la docencia ejercida en planteles universitarios. Pero el sedentarismo que suponen tales trabajos, los alterna con el nomadismo de sus desplazamientos. En cualquier momento uno se entera de que está lejos. Los motivos de itinerar se ofrecen variopintos: una invitación a dar conferencias, alguna reunión de jurado, los parientes que esperan su presencia, o el motivo de recibir algún premio literario. Desde luego, el carácter jovial, la buena disposición y su entusiasta conversación hacen el resto. Manuel Peña se encanta de los lugares y la gente que lo trata se agrada de él.

No se crea vive en juergas o en dispendios en los que tantos y tantas naufragan, quedando dueños sólo de proyectos irrealizados. Nuestro autor es persona ordenada y tiene muy claro los propósitos de la existencia que ha elegido. La literatura es la labor en la que explaya su modo de ser y sus más caros intereses. Me atrevería a afirmar que es persona amistosa sin resaca de trasnoche ni deserciones en actividades que pudieran alejarlo del ejercicio permanente de la palabra. No es antisocial, pero congenia más en la soledad de un buen retiro, especialmente en su departamento.

A los nueve años creyó entrever su destino: la literatura. Tímido, según confiesa haber sido en su niñez y adolescencia, antes de cumplir la primera década comenzó a escribir diarios personales. ¿Habrá sido un niño de lluvia? Como sea que fuese, los tiempos acentuaron ese gusto inicial y, a despecho de la opinión de sus progenitores, endilgó sus pasos en las sendas de las letras. Aunque estudió pedagogía, jamás se proyectó en aulas numerosas. Su docencia la ha realizado en tono de conversación, de confidencia, de exposiciones maravilladas. Cuando expone de literatura infantil suele hacerlo premunido de juguetes. Ese mismo tono es el que ha entregado en crónicas, la mayor de las veces firmadas con su nombre, y sólo en “La Nación” lo alternó con el seudónimo Antonio de la Fuente, algunas veces.

Contador nato, escucharlo es reírse de sus anécdotas y traspiés. Resalta con admirable naturalidad lo que a los más pasárales inadvertido o fuera motivo de pesadumbre. En él la palabra acoge el buen humor. Sabe dosificar los detalles y mucho más disponerlos en el relato central para que mejor resalten extrañezas, curiosidades y extravagancias. Narrador visual, registra lugares, objetos y personas con su máquina fotográfica, material que luego sirve de buena compañía a las crónicas. Sin temor de errar, puede decirse que calles y sitios, paisajes y evocaciones esperan de su palabra.

Esa visualidad la ha materializado en su propio departamento a través de colecciones de objetos antiguos, creando un ambiente de belle epoque en que trabaja y recrea lo mucho que ha visto. Diríase un nostálgico aquerenciado en los pequeños trofeos que salva de la transitoriedad inexorable. De allí su gusto por las ferias de antigüedades y los recintos de pasados esplendores.

En sus viajes se ha alojado en castillos, en conventos y en residencias cumplidas de azogues y brocados. Un día puede descubrir en el lejano Davos, lugar en donde Thomas Mann escribiera La montaña mágica, a una persona que viviera en Valparaíso; como también aspirar, en otro, la humedad fría en una celda conventual del siglo XVI. Y es que a Manuel Peña le sucede la curiosidad de las coincidencias, las sorpresas a quemarropa.

 

2. Crónicasde andar y ver

Muchos son los trabajos publicados por él en diarios nacionales: “El Mercurio”, suplemento “Artes y letras”, “Revista de Libros” y “La Segunda”. Aquí y allá trabajos suyos aparecen en revistas: “Mapocho”, de Biblioteca Nacional, y en la revista de la Fundación Lukas, de su ciudad natal. De ese ingente acopio de intereses y de pasos por Chile y el mundo, conocemos tres libros de recolecciones: Ayer soñé con Valparaíso (1999); Memorial de la tierra larga (2001) y Loscafés literarios en Chile (2002). Restan, cuando menos, tres más por publicarse: uno de América, otro con temas españoles y un volumen de Europa.

¿Cuándo viajará por el Asia, Äfrica u Oceanía, sin que olvidemos la Antártica? De seguro, en cualquier momento lo podremos imaginar premunido de albornoz, ataviado de vestimenta resistente a climas gélidos o vestido más ligeramente en alguna isla de cocoteros.

Manuel Peña ha publicado en orden cronológico: Dorada locura (1978), cuentos prologados por María Luisa Bombal; El niño del pasaje (1989), una suerte de memoria novelada, premiado por el Círculo de críticos de arte de Valparaíso; y Mágico sur (1998), novela galardonada con el premio Gran Angular, en España. Recientemente publicó Memorias de Valparaíso (1951-1971). Además de los ya mencionados, muchos son las obras narrativas dedicadas a los niños, sin olvidar sus estudios y antologías referidos a la así llamada literatura infantil.

Con todo, la crónica es la que mejor calza a su inclinación evocadora, cuando viaja. Y, sobre todo, al regreso de los periplos. Apuntes, fotografías y una buena memoria proporcionan el punto de partida; lectura e investigación, el resto. Lo importante es dar con la atmósfera apropiada en cada caso, porque es ella el secreto de la atracción y el equilibrio conformado a base de lo narrativo y de la nota resaltante bien ensamblada, los que invitan al lector desde esas piezas de recuperación espacial y temporal.

Manuel Peña goza con lo que hace. No es un postulador de asuntos escabrosos ni de remates sorprendentes; más bien, reconstruye un todo con los fragmentos recogidos y elabora relatos, sobre cosas de siempre, con carácter de tiempo suspendido, de tiempo recobrado, hubiera dicho Marcel Proust. Tampoco es un pensador ni un picapleitos, sí un entusiasta de lo que fue, de lo que aún continúa, de lo que pudo haber sido. En ese sentido, sin faltar a la verosimilitud del cronista, le acompaña el ficcionismo narrativo.

Elude el énfasis del yo testigo para mejor atraer la atención hacia el objeto o el lugar soberano que pone de relieve. Puede, entonces, ser una calleja solitaria o un sitio concurrido; la vaharada de antiguas prosapias o el desdén del tiempo y de la incuria que se ha sobrepuesto a pasados resplandores, mas siempre gana el interés del viajero mental que es el lector, esa historia que desliza muy a propósito,. Porque historia es la crónica, aunque pequeña, sin respaldo de infolios ni de excesivos documentos. Historia al pasar, para que se quede en el sabor al ser recreada; historia de las personas anónimas, o de las que fueron grandes o famosas,que conocieron de cierta domesticidad y de reconocible paso al alcance de sus coetáneos.

Tal vez la crónica puede, mejor que el libro de severa y docta seriedad historiográfica, reconstruir los momentos vividos y la ausencia que dejan los seres humanos. Aquí una alusión al paso, más allá algún dato sabroso, el recuerdo anecdótico que encarama sobre el polvo rutinario, el vislumbre de lo que fue porvenir, los resabios de costumbres y el cúmulo de temores y expectativas en que se alistaba la atención de otrora, saben alimentar la imaginación y servir de nexo entre las épocas.

“Nada más triste que el cerro Alegre. Sobre todo un domingo de otoño, cuando en medio de la neblina, surge el organillero por la calle Munich, tocando “Violetas imperiales”. Entonces, pareciera que todo el barrio se tiñera de poesía agridulce, acaso de ese aroma azucarado de las papayas en almíbar que tiene gusto a nostalgia o a infancia de otro tiempo.” (1)

De inminencia y de asombro están preñadas las crónicas. Además de evocación, de color sepia, de resolanas, de muebles que conversan con un reloj de pared donde el tiempo parece más lento, o definitivamente dormido, como dormidos quedaron los de antes, aquellos que fueron palabra al pasar, sonoro ritmo de tranco, costumbrepersonal asomada a la calle de los días.

Y esa sobrevivencia del pasado actúa en el escritor como acicate poderoso. Pero aquel sobre-estar de lo pretérito sólo encuentra horma adecuada en un espíritu acorde al lenguaje soterrado que sepa modularlo para serle un legítimo intérprete. Bien mirado, el asunto espera a su vocero, mientras el escritor se aviene a acoger las materias primas que le son afines para después tramar la recuperación del tiempo.

Entusiasta de las obras de Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), de Azorín (1874-1967), reconoce una deuda mayor con Fernando Díaz Plaja, cuyos libros leyera durante su permanencia de estudiante universitario en España. También declara su deuda con Oreste Plath (1907-1996), devoto de Chile, y maestro en tantísimos asuntos, sobre todo en el entusiasmo generoso que diseminó por doquier.

Afortunado encuentro, en este caso. El viajero y el oriundo, no menos viandante éste que aquél, hacen de la mirada el gesto atenazador de lo más vivo alojado en los vestigios. Su escritura es hacer presente un convite recuperador de aquel fue, ese tiempo disperso y gemebundo en las cosas, los sitios y los rastros humanos que alguna vez estuvieron de priva y colmaron sucesivos lapsos, todo lo cual sale airoso con envergadura enteriza y nuevo desplante evocador.

 

3.El sueño de Valparaíso

En la presentación de Ayer soñé con Valparaíso, el año 2000, creí oportuno decir: “Historia e intrahistoria, olencias y figuras, personas y ritos de los días, así de la imaginación como de la afectividad, se suceden en el libro, apoyadas de material fotográfico ad hoc en que se detiene la fugacidad para mejor hallarse en la hospedería del tiempo conservado. El jirón evocador personal fúndese en la rediviva existencia de una ciudad contada y cantada muchísimas veces por nuestros literatos, pero que no se cansa de ofrecer a sus amadores la gracia esfumada de su niebla y de sus intrincadas callejas. Valparaíso se va, se está marchando al recuerdo, y, sin embargo, por eso mismo nunca muere, pues su condición de espacio abierto al océano y al viento, transforma los hábitos de sus costumbres en ritos de celebración que expresan tanto respeto como emotividad a su condición algo inerme en que le ha relegado lo moderno. (…)

A menudo sus crónicas dan noticias actualizadas de personas que otrora animaron viejas casonas, se acompañaron de linaje tan distinto en cosas y en oficios, de cortinas o de instrumentos, o animaron veladas y protagonizaron venturas y desventuras del afecto, lejanía, entusiasmos y tristezas, sólo que con ritmos y tonalidades distintas a las nuestras. Pero, al cabo, la misma humanidad de ensoñaciones y de afanes regresa intacta en este libro.

Mundo de dimensión humana y de vastas singladuras oceánicas el reconstruido por el autor. El cosmopolitismo de Valparaíso muestra riqueza y variedad de tradiciones. La época preferida de la nostalgia que lo hechiza corresponde a la primera mitad del siglo XX, aunque no se abandone la centuria previa, ni tampoco un largo episodio posterior como el dedicado a rememorar la amistad con María Luisa Bombal.

Podría afirmarse otro beneficio nada menor del compendio de gracejo que es esta obra: el enriquecimiento de la crónica histórica y pintoresca nacional iniciada hace mucho por Jotabeche, Manuel Concha, Javier Vial Solar, llevada a la cima, con las debidas singularidades, por Joaquín Edwards Bello, Enrique Bunster y Julio Arraigada Herrera, más conocido por el seudónimo de Archivero, por dar cabida aquí sólo a unos pocos aunque señeros representantes de este formato fronterizo de literatura y periodismo. Manuel Peña Muñoz aporta su visible calidad de recreador de ambientes, de espacios hogareños, de enredaderas y postigos, custodios de antiguas materialidades y también de sones o silencios en los que el tiempo pasó, explayó oportunidades para luego hospedarse en los repechos de entristecidas maderas y peldaños sucesivos, poniendo a prueba el vigor y la esperanza de transeúntes, en un horizonte de divagaciones y de lejanías, momento de evanescidas plenitudes, esplendores de formas en que lo humano apuntó huellas de sus afanes, entre los que no quiso se olvidara el amor, los ímpetus del progreso, ni tampoco quedase rezagada la confianza en lo divino.

Valparaíso, el de este libro, es latencia de un perseverante embrujo: el del tiempo, nuestra limitada oportunidad, los contados días que la selectiva memoria aquilata en extraños fervores, como una forma entrañable y nupcial de eternizar lo fugitivo. El sueño de ayer que dice el título resulta ser una circunstancia que no ceja en el entusiasmo de recuperar el ciclo de años pretéritos, recuperación que, como nadie ignora, significa poner otra vez en el corazón. Así es como la melancolía acude entrelazada al establecimiento de efigies reconstruidas que otorgan la jubilosa certeza de participar o de ser ejecutante de un acto reparador, acaso de conjuro para que el olvido retroceda y Valparaíso recupere antiguos impulsos, o regrese, como en este libro, a quedarse complacido e inolvidable.”(2)

 

4. Un café para todos

Semejante ahínco investigativo evidente en el libro acerca de Valparaíso, es el que dedica a la sociabilidad de los cafés literarios. Un recorrido por la presencia de estos recintos en el mundo sirve de antecedente a los nuestros, que tuvieron origen a fines del siglo XVIII, para después proliferar en la época republicana de la centuria siguiente.

Jamás falta el dato preciso y precioso al evocar la condición de encuentro y de disfrute que suponen los establecimientos donde, siempre, han tenido acogida personalidades de las artes y de la política, del pensamiento y de personas anónimas aunque representativas de un modo de sentir y de representar lo humano.

El autor se empeña en semblantear cada uno de los negocios del ramo. Fechas y mobiliarios, personas y especialidades de la casa sirven a urdir pequeñas historias de bienestar y de sabor. En torno de una taza de café cunde la amistad de muchos; se confían proyectos; suéñanse otros. Aquí o allá, una persona de incipiente expresión literaria, en su momento, se aquerencia en el lugar predilecto. Rubén Darío, por ejemplo.

Los cafés literarios varían sus ofertas. Un vaso de vino o el refresco disputa la hegemonía de la bebida amarga. Hombres y mujeres disfrutan de un lugar distinto de encuentro. Con el tiempo llegarán a compartir onces bailables, bautizos de libros, remates de pinturas y también espectáculos, según sea la evolución de los locales, a menudo sometidos al vaivén de la veleidosa riqueza y de las modas. Veloz sucesión de nombres, de dueños y contertulios, en el libro. Vida y muerte de locales; traslados, cambios en el alhajamiento, asiduos parroquianos y anécdotas. Pulso y latido del tiempo. El día a día, por meses, por años.

Fiel a un principio ordenador, Manuel Peña se somete a la evolución temporalde los cafés, desde las postrimerías coloniales a los más visitados por estos días, sin que falte una incursión en establecimientos de provincias. No quedan ausentes los cafés con piernas. Después de todo, propician una nueva forma de sociabilidad, aun cuando sea volandera, más lúbrica e inquietante, pero entre estos últimos los hay de diferentes clases y pelajes. No todos son más piernas que café. Cierto, no son literarios, pero quién sabe. En algunos también es posible la conversación.

“Quizás la manera en que nos comportamos en un café revela también mucho de nuestro carácter. Por eso es que nos pareció atrayente abordar el tema y escribir estas crónicas de la vida cotidiana en nuestros más representativos cafés de escritores, soñadores y viajeros a lo largo de nuestro país y de nuestra historia”.(3)

Ese mirar al viajero de cada día, a la persona cotidiana que demanda el estímulo de un buen café, como un inicio de jornada o al modo de intermedio necesario de reunirse con otros, en la velocidad creciente de la vida social, es lo que el cronista consigue presentar en su libro con la amenidad acostumbrada. Para el lector queda el placer que se sigue al recorrer los pormenores de generosas páginas con nimiedades y detalles en los que se aloja la permanente inquietud, el modo de ser de la gente, en las cambiantes costumbres quemuestran la necesidad renovada de ejercitar el trato cercano.

 

5. La tierra larga

De más dilatada variedad el volumen Memorial de la tierra larga (2001). Casi cuatrocientas páginas nos llevan a conocer un Chile más profundo: el del lugar urbano o rural, de los que se conoce a lo sumo nombre o fachada. Ochenta y ocho crónicas que disponen asuntos, de norte a sur, hacen las delicias del lector. Un país de ayer y otro de hoy quedan plasmados en el pespunte de un mirar con entusiasmo prolijo.

Algún ocasional contertulio durante el viaje, la consulta de documentos, el ojo avizor prendado de paisajes y de siluetas históricas recalan en las crónicas con simpatía querendona. Como siempre, las fotografías ambientan los pormenores referidos. Antes y ahora enlazan en la descripción vívida del escritor:

“Sorprende atravesar el desierto más desolado del mundo y encontrar allí, en medio de los plantíos de mangos, limones y naranjos, junto a la cocha---palabra aimará que significa poza de agua---un tambo para descansar feliz a la hora de la siesta, con un abanico de hélice girando en el techo. (…)

Pequeño refugio o lugar de paso, el tambo es una residencial que se inspira en una de las más genuinas tradiciones culturales del altiplano, ya que los chaskis, en su incansable recorrido por los caminos del Inca, trayendo y llevando noticias, descansaban en estos primitivos espacios para comer, beber agua y reposar de las largas caminatas, en medio de alpacas y vicuñas.

Con esta idea, don Andrés Jiménez, enamorado de la historia de la pampa del Tamarugal, creó el tambo, incorporando elementos decorativos románticos como retratos familiares en sepia, antiguos sillones enfundados en cretona y cortinas floreadas recogidas como en un teatro que confieren a su residencial un aire de casa de familia de la provincia durante el siglo XIX, cuando aquí paseaban alegremente los ingleses y cosechaban pomelos y mandarinas para el desayuno en medio del desierto”.(4)

La narración documentada jamás pierde la frescura de quien va de camino, interesado en conocer y en compartir cuanto mira. Y ese interés de sociabilidad letrada se nota en cada página. No hay que forzar la atención para que ésta sea cautiva de las historias postales que son las crónicas de Peña Muñoz. Es un servicio de difusión y de deleite a base de recovecos tan humildes como significativos de nuestro país, los queadquieren cuerpo y espíritu en las secciones del libro. Puede uno empezar por donde le dé tincada, que nada perderá del conjunto que leerá completo y solazándose en las ilimitadas relaciones de un dato con otros que se ofrecen primorososy risueños.

Diversidades sociales y evocaciones históricas, así como facetas de vida pública y privada son contundentes ejemplos de la amplitud de intereses que ganan a este contador de lo nuestro. Andares y ensoñaciones cunden lo mismo ante los horizontes y las cosas. Inesperadas anécdotas y costumbres acuden a ofrecer nuevas dimensiones del vivir de sitios y de personas. Todo un escenógrafo, el autor enhebra la mirada en contornos, en tanto muebles, artefactos, formas y colores sitúan el fue de un ya no será otra vez. Por eso, sus crónicas son remembranza, pero también elegía; recuperación y homenaje.

Pero Manuel Peña habla desde hoy. Si lo hace del pretérito, aunque no exclusivamente, es para nutrir la débil atención de estos días en aspectos más duraderos que la palabra gastada en cosas de urgencia utilitaria. Su pasión de cronista corresponde al de un vigía del patrimonio viviente como puede ser en un país y en el mundo, las creaciones y los creadores, los usos y costumbres, el ámbito natural y el cultural, las grandezas de los actos sostenidos a lo largo de generaciones como la irrupción de una insólita salida de madre con que sorprende la condición humana. De todo obtiene materiales valiosos, y en ellos deposita el contentamiento de sentirse afín con lo diverso y uno, para luego armonizar latidos y cromatismos en esmeradas crónicas que hablan y respiran mundos necesarios de ser conocidos.

 

EL HUIQUE, UNA HACIENDA CON HISTORIA(*)

Dicen que soy una de las más hermosas casas patronales de Chile, que por mis corredores olorosos a flor de la pluma y a jazmín de España, han caminado importantes figuras de la historia; que en mis salones deteriorados por el tiempo, se reunía el presidente Federico Errázuriz Echaurren con sus ministros y que después del almuerzo en el comedor de gala, salían a discutir de política bajo la sombra fresca del magnolio. Todo eso cuentan y yo sé bien que es cierto porque aún hoy, en las noches, cuando mis aposentos quedan vacíos y nadie duerme en las grandes camas con dosel, yo siento deambular en las sombras de los cuartos, a mis queridos fantasmas...

Son ellos que vienen otra vez, delicadamente, atravesando esferas impalpables, a susurrarme historias de tiempos viejos, cuentos verídicos que saben a penas y a días tristes. Pero también siento el crujido de las sedas en la tertulia musical o las carcajadas de los muchachos en los patios de la servidumbre. Entonces parece que todo vuelve a revivir y percibo risas en las habitaciones, escucho que alguien toca el arpa y después siento a la madre de misiá Elena Errázuriz, a doña Gertrudis Echeñique, conversar con doña Isidora Goyenechea...

Recuerdo que esa tarde estuvieron juntas bajo el parrón hablando de las minas de Lota, de aquel viejo palacio a orillas del mar, rodeado de araucarias, avellanos y hortensias azules... Casi al atardecer, antes de irse en el birlocho, doña Isidora le dejó de recuerdo a misiá Gertrudis su propio bastón de madera de cocobolo, cuyo mango tiene forma de pie...

Son tantos los recuerdos que ahora, al tratar de reconstruir mi pasado, sólo veo imágenes dispersas y sonidos aterciopelados por el tiempo. A misiá Elenita la distingo más, tal vez porque se dedicó tanto a cuidar personalmente de mis cicatrices. Ella misma restauraba con engrudo y papel mural de arabesco diseño, cada uno de los rasguños de las paredes. Ella mandaba reparar las balaustradas de cristal del comulgatorio de la capilla o bordaba en uno de los escaños del parque, los corderos pascuales de los manteles del altar... La querían tanto, tanto, que cuando llegaba desde la capital a pasar en mis habitaciones una temporada, la iban a buscar a la estación de trenes de Colchagua con banda de música...

Desde el campanario puedo ver la antigua estación de madera más allá del puente techado sobre el río Tinguiririca. En esos años pasaban las viejas locomotoras a carbón y de tarde en tarde, los hermosos vagones de pasajeros forrados en madera, con lamparillas de cobre y asientos de felpa roja. Los campesinos acudían a caballo a buscar a los familiares que venían de Santiago. Luego se venían en carretelas por el camino polvoriento bordeado de zarzamoras. Cuando venía misiá Elena, hacían una caravana de coches entoldados para escoltar a las visitas. Abajo se formaba una constelación de carruajes ante la verja del parque. Bajaban apresuradamente las maletas. Los muchachos entraban los baúles y todo este amplio atrio de tierra era un escenario donde bullían los inquilinos, los capataces, los administradores, los huasos con sus aperos, los talladores de estribos y los campesinos con sus ponchos y sus bonetes huicanos confeccionados en fieltro y bordados por las mujeres con los motivos del campo.

¿No era hermosa esa época? Ahora que la revivo, me parece que en ese tiempo no la valoraba. Me parecía tan natural aquella vida, que no me imaginaba siquiera un final así. Me daba la sensación que aquello iba a durar para siempre. Por eso hoy, al ver los cuartos vacíos, me acomete una impresión de desamparo... Pensar que misiá Elena viajó especialmente a España para averiguar el origen de mi estirpe. Porque de allá vinieron los Errázuriz que habitaron mis aposentos, de una generación a la otra...

Aunque mis verdaderas raíces son anteriores. Aún mucho antes de que pusieran mi primera piedra, estas praderas sembradas de espinos, pertenecían a los indios picunches. Eran hombres pacíficos y pacientes alfareros. Confeccionaban una delicada cerámica en tonos ahumados. Sabían cultivar el maíz y cantar himnos religiosos en castellano. Los sacerdotes mercedarios que venían de Trujillo, de Cáceres y de Alba de Tormes no tuvieron dificultades para enseñarles la señal de la cruz a esos indígenas que hablaban en mapudungún y que ayudaron a levantar la pequeña capillita de la hacienda fundada por doña Inés de Suárez y por su esposo, don Rodrigo de Quiroga. Nadie lo sabe, pero de esa sencilla ermita a la vera del camino, construída en adobe, teja y madera, con santos coloniales de pelo natural, queda solamente la llave de fierro de la puerta de entrada que ha resistido tres siglos y que yo guardo celosamente en una cajuela con incrustaciones de nácar en una gaveta de la sacristía.

El tiempo destruyó la capilla de la hacienda Colchagua, pero no la fe de las familias criollas que habitaron el valle en los tiempos de las procesiones con Cristos de túnicas moradas y coronas de espinas. Eran otros tiempos... Se creía fervientemente en Dios, se ayunaba y se acudía a las misiones. Diferentes españoles comenzaron a llegar de Castilla y de León. Eran los años de las familias vizcaínas, la época de los Echaurrem, de los Eyzaguirre, de los Larraín y de los Ossa. Eran hombres de temple que sucedieron a la vieja aristocracia de los conquistadores...

A estas tierras de maitenes y pataguas, llegó un día don Pedro de Grergorio de Echeñique, Caballero de la Orden de Santiago, que comenzó la construcción de mis dependencias a mediados del siglo XVIII.

Desde entonces, los Echeñique perfeccionaron mi estilo. Fui desde esa época, un modelo de arquitectura rural chilena. Desde diversos pueblos campesinos, desde Manantiales y Cunaco, desde Peralillo y San Fernando, venían a contemplar mis estancias embaldosadas y mi parque con estatuas, glorietas con madreselvas y aljibes. Ahora mis dependencias se iban ampliando. Contaba con bodegas, con establos, con cocheras... con una llavería, con huertos, gallineros y corrales. Todos querían verme y acudían a visitar a los Echeñique para así poder observar bien los detalles de mis rejas de estilo andaluz y de mis sueños de ladrillo con figuras de azulejos.

En 1875, doña Gertrudis Echeñiqie que vivía aquí - y que fue la madre de misiá Elenita -se casó con su vecino de la hacienda Los Maquis, don Federico Errázuriz Echaurren - hijo del presidente Errázuriz Zañartu - que también sería presidente de Chile en 1896. Fue entonces que, al venirse a vivir aquí don Federico, me empezaron a llamar “la hacienda de los Errázuriz”. Alguien me puso “El Huique” porque entre mi arboleda, revoloteaba un pájaro nativo con ese nombre y que hoy, junto con el huemul. el pudú, el lince o el choroy, parece encontrarse menos...¡El Huique! ¡El Huique!...Así cantaba el pájaro entre las ramas de los boldos centenarios...

Dueños de toda la explanada, los Errázuriz dieron vida a los campos...y dieron lujo a las habitaciones unidas por puertas de doble hoja. A la sobriedad espartana de los cuartos severamente decorados con nazarenos y escapularios, se agregaba ahora cierto refinamiento aristocrático traído de Paris. Los dormitorios que antes olían a espliego, a membrillo guardado en cómodas, a incienso y a sahumerio, se embellecían con lámparas de opalina turquesa con colgantes de uvas doradas. Las cujas de fierro tenían ahora colgaduras de brocato damasquinado. El dormitorio del presidente era - y sigue siendo -magnífico con su espejo Trumeaux de luna perfectas, sus lamparitas votivas, el salivero floreado, las bomboneras, los jarrones isabelinos, las cajuelas de piel de España y el álbum de tapas de madreperla con paisajes antiguos europeos: Cannes, Montecarlo, el Hotel Negresco... Paris...

En el salón, alguien está tocando el piano. Puedo escuchar las notas claramente revolotear por mis corredores. Es la esposa de un diplomático belga que interpreta el famoso vals “Mignonette”. Ahora alguien la releva. Una dama antigua de polisón y sonrisa estoica, se sienta en el taburete y ataca unas cuadrillas de don Guillermo Wetzer...Luego vienen pasacalles, mazurcas y lanceros...Varias parejas han salido a bailar sobre alfombras mullidas a la luz de los candelabros. Es de noche y al salón llega por las puertas abiertas de par en par, el perfume de los Don Diego de la Noche que se abren en el jardín. Ahora viene “El Temporal en el Cabo de Hornos”, el vals brillante que más agradaba a don Federico y a misiá Elenita...

En ese tiempo ¿qué edad tenía?...sí... unos diecisiete años apenas...Está en edad de bailar “El Angel de la Caridad”, el vals de Rodolfo Lucero que de dedicado a la filantrópica señora doña Juana Ross, casada con don Agustín Edwards Osandón, que era la dueña de la hacienda Nantagua y fundadora del balneario de Pichilemu...Allí veo a misiá Elenita en el salón encristalado, haciendo figuras en medio de las parejas, frente al cuadro de la “Dama con Palmatoria”...Baila bien misiá Elena...Tiene estilo. ¿Será que le viene de cuna? Al fin y al cabo, fue bautizada en la capilla de La Moneda, siendo presidente de Chile su abuelo...Hoy, lo es su padre, don Federico...Ahí está él, en la poltrona de cuero capitoné, junto al piano alemán Herz.Es que ahora, en el momento en que las damas cierran los abanicos o los mueven sigilosamente en la penumbra del salón, Antonia de Wallerstein, amiga de misiá Gertrudis, que viene de Iquique de visita, se ha sentado a tocar “Idilio de Luciérnagas”...

Noche de mazurcas en el gran salón de El Huique... Partituras de música representando a la emperatriz Eugenia, de perfil, con moño trenzado y collar de perlas... Don Federico ha mirado a los ojos a su querida hija Elenita... ¿Sabrá ella capturar esos instantes? Don Federico intuye que sí. Sabe que la niña, años más tarde, se preocupará de alhajar personalmente las salas con muebles de época y de viajar a España para investigar la historia de mis moradores... ¿No es acaso bello indagar acerca del origen de nuestras familias? ¿Pensar en nuestros antepasados?...Doña Elenita viajó al País vasco en 1918 y compró el escudo de armas de la familia Errázuriz que representa dos aves que sostienen una guirnalda...¡y dos corazones flechados! ¿No es un símbolo de una escuela familiar en la que el amor preside cada uno de los actos desde muy antiguo?

Allí, en el valle de Batzan, en el barrio de Pertalaz del villorrio de Arizcun, estaba la vieja casa de piedra donde estableció su solar hijosdalgo don Miguel de Errázuriz, el primer antepasado varón que en 1602 casóse con doña Graciana de Orgaycena...

A misiá Elenita se le caen las lágrimas. Está emocionada ante ese descubrimiento familiar. No sólo traen a Chile el escudo de piedra que hace sacar de la casa solariega y que ahora adorna uno de mis patios, sino que también averigua la historia de los descendientes de don Miguel de Errázuriz, para ver en qué momento esa línea familiar desemboca en Chile.

Sí. Don Francisco Javier de Errázuriz y Larraín, nacido en Aranaz y pariente en línea directa de don Miguel de Errázuriz, vino a Chile en 1733 y se radicó en Santiago. Una vez aquí, se casó en la Catedral con doña María Loreto de Madariaga Lecuona y Jáuregui, rica dama santiaguina también de origen vasco. Esas son las raíces, en Chile, de la familia que por tantos años habitó mis aposentos...

Un bisnieto de este matrimonio, dijo misa en mi capilla...Fue don Crescente Errázuriz y Valdivieso, quien había estudiado en el Seminario Conciliar de los Santos Angeles Custodios...Yo lo quise mucho y aún hoy, conservo colgado en uno de mis muros, un retrato al óleo del querido arzobispo dominico, cuyo padre, don Francisco Javier Errázuriz y Aldunate fue Guardia de Corps de Fernando VII.

Fue entonces que misiá Elenita, empapada de esas historias heráldicas familiares, al volver, dio a la casa todo el sabor español de mi rancia estirpe. Arregló uno de mis comedores en estilo vasco, con lámparas de pantallas de género a cuadros rojos y estampas de costumbres vizcaínas.

Una de las salas decoradas con mejor gusto es la de billar. Eran los años 20 y España estaba de moda. Era la época del pintor Julio Romero de Torres. Por todas partes se colgaron cuadros andaluces con serranas vendiendo alfajores y majos en un día de romería. Las paredes de la sala de billar, la primera al entrar a mi primer patio, está prácticamente tapizada de carteles de corridas de toros. Pocos lo notan...Sólo el visitante observador y curioso advierte que junto a la ventana, en medio de castañuelas y panderetas, tengo colgado un cartel histórico: el que se pegó en las paredes de las casas de Bayona el 23 de agosto de 1925, el día de la muerte en la arena del torero Ignacio Sánchez Mejía:

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,

que no quiero ver la sangre

de Ignacio sobre la arena...

En el sillón de cuero cordobés, alguien lee un libro de poemas de Federico García Lorca. En el dormitorio, una prima de misiá Elenita, ordena su colección de “santitos” antiguos con reborde de encaje...Las empleadas bruñen los candelabros y limpian con esmero el cristal de los fanales de Niños Dios sobre las cómodas. Don Tomás Contreras, el mayordomo, revisa las pesebreras. Los muchachos dejan como espejos los faroles de bronce de los birlochos. Otros barren mi capilla o reparan el púlpito con pintura dorada...

Pero... ¿qué pasa?... El tiempo es un torbellino que desordena mis pensamientos. Ahora que sobreviene la vejez, los recuerdos se tornan confusos. ¿Será que no quiero acercarme a este tiempo presente? Evado mi época desesperadamente y temo enfrentarla. No me gusta. No quiero aceptar que el río una vez se desbordó y llenó de lodo mis alfombras turcas...que carcomió de humedad mis muros de adobe y que me envejeció sin remedio...No quiero aceptar que...¡No! Prefiero retroceder en el tiempo y volver a esa época en que el niño Federico pintó mi frontis en una bandeja y se la regaló a misiá Elenita el 18 de agosto de 1948: “A mamá, con todo el cariño de su hijo”... ¿Dónde está hoy el niño? ¿Por qué no ha venido a verme? ¿No se acuerda acaso de cuando jugaba en el patio de la ramada o cuando en las tardes de febrero se sentaba aquí, en el corredor, a mirar los animalitos de loza? Un día se fue el niño Federico y no regresó más. Al cruzar en el automóvil el puente tapado, ni siquiera se volvió para despedirse... ¡Y sin embargo, aquí fue tan feliz! Yo me quedé inmóvil, con el viento en las palmeras, hasta que lo perdí de vista. ¿Volverá el niño a verme? Dicen que hoy vive en la calle Ismael Valdés Vergara, en la capital, rodeado de objetos bellos...¿Y cuántos años tendrá? ¿Cuántos recuerdos de sus viajes a Europa?...

Ahora vuelve una tromba por mis patios sembrados de azucenas. Misiá Elenita ha regresado de Santiago... Me parece verla más acabada, con el pelo más blanco...¿Qué está haciendo? Se ha sentado en la cómoda-escritorio y con una impecable caligrafía se ha puesto a escribir unas diminutas cartulinas indicando la pequeña historia de cada objeto de la casa. “Este botiquín perteneció a don Diego Portales”...”En esta cama con incrustaciones de marfil durmió el Presidente José Manuel Balmaceda”...”Esta campana se salvó del incendio de la Iglesia de la Compañía el 8 de diciembre de 1863”...

Su pasión por la historia de Chile es tan grande que en un viaje a Mendoza compró la puerta por donde cruzaron por última vez los hermanos Carrera antes de ser fusilados... Hermosamente labrada en fierro, hoy se encuentra en uno de mis patios del fondo, junto a la acequia...

Misiá Elenita va y viene... Organiza la actividad en la hacienda, recibe la visita de la revista National Geographic que quiere realizar un documental filmado acerca de la vida campesina en una hacienda patronal chilena. ¡Hasta un cine instalaron en una de las bodegas! El 6 de marzo de 1949 exhibieron “Joven, viuda y estanciera” con Meche Ortiz y en la matinée femenina, “El hombre que habló demasiado” con Virginia Bruce... Aún conservo los carteles pegados en una de mis paredes...

¡Ah, sí! ¡Y las propagandas de las paqueterías de Santa Cruz! “La Femme Chic”: desde el calcetín hasta el sombrero para hombres”.

Pero... ¿por qué misiá Elenita viene cada vez menos? ¿Es que ha oído murmuraciones? Algunos campesinos no están conformes...Dicen que van a cambiar la manera de vivir aquí en el campo...¿Será posible? Pensar que ella traía piezas de género desde la capital a precio de costo para enseñarles a las mujeres a confeccionar su propia ropa... Y son ellas y sus maridos los que hablan de revolución. Yo algo oí por la radio. Unas empleadas estaban en la cocina sentadas junto a una R.C.A. Victor con expresión temerosa. En 1966 murió misiá Elenita Errázuriz de Sánchez, escuchando los rumores de una Reforma Agraria...

Ese mismo año, la hacienda fue expropiada. Quedó la reserva y algunas hectáreas. Esa noche, estaban sacando las cosas personales don Renato Sánchez, hijo de misiá Elenita, con la señora Bebé, cuando tocaron la campanilla. La portera fue a abrir y dijeron que eran unos dirigentes políticos que venían aquí a pasar el fin de semana. Por suerte no les abrieron. Pasaron a ver la capilla y se fueron en sus automóviles.

Después de eso, ha sido el abandono aquí en el campo. Vinieron las inundaciones y los terremotos y mis paredes se fueron agrietando cada vez más... Ya casi nadie viene a verme...

En 1976, los últimos herederos de El Huique, don Renatito, don Federico y doña Teresa, los tres hermanos Sánchez Errázuriz, decidieron donarlo todo al Ejército...Ya no deseaban seguir viniendo en tales circunstancias...Hoy, los fieles inquilinos custodian las habitaciones vacías ¡vestidos de soldados! ...Añoran, yo creo, el estilo de vida que se llevaba antes aquí y por eso tienen nostalgia por un viejo tiempo ido. No quieren irse...Las bodegas están vacías...En algunas, han puesto a secar semillas se girasol...No hay nadie en el patio de los hornos, no en el patio de los naranjos. Ya nadie usa la vajilla de Limoges, ni los ventiladores a hélice ni los espanta moscas a cuerda que se ponían en las mesas de los banquetes.

La mantelería de encaje de Bruselas está guardada. Hay un candado en la gran despensa donde sólo entraba misiá Elenita. La iglesia también está cerrada. A veces, viene el párroco de Palmilla a decir misa y entonces, los mismos criados de antes, ayudan. Hay uno, incluso, que hasta sabe tocar el viejo armonio...Es el que enciende una a una las velas de cera de abeja de la gran lámpara de lágrimas. Hoy, al descenderla sobre el altar para prender los cirios, ha encontrado un picaflor que ha caído muerto, enceguecido con el brillo de las cuentas de vidrio multicolor...

Sí. Me gusta detenerme en la capilla. Aquí yacen los restos de los niños Luis y José Errázuriz Vial; los de don Renato, que amó entrañablemente esta casa y que conservó las virtudes de sus antepasados; los de su hermana Teresa; y los de mamá Elenita, la última dueña de esta hacienda, que fue una mujer bondadosa y recta, humilde y fuerte, y que como sus antecesores, amó estas tierras y este palacio campestre con gran cariño, dejando el ejemplo de una vida consagrada al servicio de todos sus habitantes...

Tal vez en otros ámbitos más puros, mis queridos moradores me vean y protejan. Por eso, a pesar del olvido - y de un anacrónico televisor que alguien insensible ha encendido a todo volumen en una consola estilo Imperio - a pesar de ello y de la lluvia, a pesar del tiempo y la tristeza, yo pienso que un día voy a volver a mis raíces y que alguien, como ocurre en España con los castillos históricos, va a decidir restaurarme. Tal vez sea hermoso que en el futuro me convierta en un auténtico museo de costumbres campesinas como quería misiá Elenita, y que al pasear por mis habitaciones empapeladas como en aquellos tiempos, los chilenos sepan cómo se vivía antes en el campo.

Comprendo que se viven otros años y que hay que saber aceptar las nuevas formas de vida. Y yo, prefiero adaptarme antes que morir abandonada...No quiero el olvido. Quiero que se abran otra vez mis rejas como antes y que se reparen mis viejas heridas...¿No hay alguien que pueda hacer algo? ¿Alguien que comprenda mi historia y ame mis secretos? ¿Alguien que se pasee con agrado entre las estatuas del parque y que desee conservarme como testimonio de tres siglos de historia de Chile? Si ese alguien existe...¡que consiga ayuda! ¡que venga!...Aquí, en medio de la llanura, al otro lado del río, bajo las palmas despeinadas, yo estaré aguardando...

 

ASCENSORES DE SOL Y VIENTO(*)

En muchos aspectos, Valparaíso es una ciudad absurda: escaleras que no conducen a ninguna parte, palacios de lata y cartón construidos sobre la nada, un Cristo de la Colonia que no ha querido nunca salir de la Iglesia de la Matriz.

En Navidad, pasean una llama del altiplano con un letrero colgante que dice: "El Viejo Pascuero se llama Chaín". La Droguería del Doctor Knopp todavía vende escamas de ballena, té de burro y humo de pez. En la antigua tienda de don Nicolás Ross (reino intacto del siglo pasado) aún es posible encontrar esponjas griegas de árboles marinos. Por la calle Victoria circulan gigantes en zancos y bajo la marquesina del Teatro Rívoli - que ahora es un Mercado Persa con palcos dorados al pan de oro - hay una adivina vestida de hada que anuncia con un megáfono lo que venden las paqueterías de turcos. Y si se divisa la Silla del Gobernador, se entran desmoralizadas: "Va a llover otra vez".

En las vitrinas de la tienda La Rambla, hay una colección de espejos para que los clientes se vean deformes entre popelinas y tafetanes. En otro escaparate de la calle Yungay hay cien cabezas de negros con distintos sombreros. Siempre los miraba Oscar Kirby, la Ocarina Humana, del brazo de su mujer, Flor del Lago. En esos años, un temporal arrasó con un circo en la avenida Argentina. Los cauces se desbordaron. A la mañana siguiente amaneció un león ahogado en la playa de El Barón. En otra ocasión, a raíz de un terremoto, se abrieron varios mausoleos en el cementerio del Cerro Panteón. Esa noche terrible, llovieron huesos humanos sobre los techos de la Subida Cumming. Una señora declaró al día siguiente, que había hallado sobre unas matas de fucsias, un esqueleto vestido con el traje de soldado de la Guerra del Pacífico.

La historia de Valparaíso linda con lo "real maravilloso" y todo aquel que quiera entender o amar esta ciudad, deberá hacerlo con la lógica de los sueños. No hay que sorprenderse si vemos anclado un bote en lo alto de un cerro, al pie de un eucaliptus, o si caminando por la Antigua Calle de la Tubildad nos sale al paso una osamenta de toro. En el pasaje Gálvez número 45 hay un antiguo convento de varios pisos, con mansardas, galerías y corredores, cuya columna vertebral es una victoriana escalera de caracol. Hoy día es una romántica mansión pintada de verde que guarda secretos y suspiros de una familia de apellido inglés.

En Valparaíso, todo está envuelto en poesía, pero desde luego, los ascensores constituyen lo más enigmático y asombroso del puerto. Benjamín Subercaseaux decía: "No he visto nada más absurdo y atrayente".

Las playanchinas bajan al "plan" por el ascensor Artillería y luego se movilizan a la Plaza Victoria en "trole". (Ya no quedan en Chile ciudades con “troles”). Allí compran en La Joven Italia, en El Palacio del Calzado, en El Negro y el Globo o en Las Dos Campanas. Si son del Almendral, bajan por el ascensor Los Lecheros y van a comprar agujas ElAhorro de Familia a la Paquetería La Noria del Campo o un vanityde fiesta a la Fábrica de Carteras La Chatelet, en un edificio de color amarillo rabioso que hace "punta de diamante". Otros bajan por el ascensor Larraín, detrás de la Iglesia del Espíritu Santo, y van de compras al Pasaje Quillota. En la calle Victoria todavía está abierta la Librería El Peneca, el Almacén El Triunfo del señor Solórzano, El Olivar y la Botillería de Los Lobos Marinos. De niño, me sugestionaban los nombres de las tiendas de Valparaíso, pero el que más me impresionaba era el de la "Colchonería la Sultana".

 

"La ciudad de pie"

Así llamó a Valparaíso Gabriela Mistral. Fue muy gráfica. Salvador Reyes la llamó "puerto de nostalgia". Hay quienes la han llamado "la ciudad del viento" o "Valparaviento". Antiguamente se la llamaba "la ciudad de las estatuas viajeras". Poco tiempo permanecían en un lugar fijo. Lo que también ocurre en la actualidad. La estatua que más ha viajado ha sido la del Bombero. (¡Hay tantos bomberos en Valparaíso!). Le sigue la de Lord Cochrane que fue la primera estatua porteña, inaugurada en 1873. Yo la llamaría "la ciudad de las cúpulas plateadas". Hay algunas bellísimas. La de La Europea, por ejemplo. La de ciertas boticas y almacenes de abarrotes del Almendral. La torre de la iglesia del Corazón de María es una extraña aguja de tejuela plateada.

Aunque también podría llamarse a Valparaíso "la ciudad de los ascensores". Viajar en ellos es una experiencia fuera de época. Y para remontarse al pasado, no hay más que entrar por un oscuro pasadizo que es como el túnel del tiempo. Al final, nos recibe "un hombre pálido, un misterioso ángel de sombra, marchito por las perpetuas tinieblas del lugar".

Debemos pasar por un torno de bronce que contabiliza diariamente el número de pasajeros, produciendo un sonido metálico característico. Son antiquísimos. Tienen exactamente un siglo y han sido traídos de Inglaterra y de Alemania. Cuando hay pocos pasajeros - y es lo habitual - una anciana arropada en un chal, bruñe con Brasso el bajo relieve del torno que dice: "Schiersteiner Metallwerk. Gesellsch mit beschr. Haitung. Berlin".

En el ascensor del cerro Larraín leemos: "Se prohíbe estrictamente saltar por arriba del torno". Al otro lado, en una especie de antesala del ascensor, hay avisos con informaciones locales. En el ascensor Monjas, el resultado de una rifa. En el Florida, "Permanentes Eliana. Se ponen pestañas, una en una". En el Villaseca, "Pedagoga diplomada da clases de solfeo y piano". En el Artillería, un cartel desteñido anuncia una Academia de Bailes Españoles de Matilde Peón. En todos, se avisa: "Gran Baile de los Ascensores Gran. En el Salón de los Artesanos. Regia Orquesta. Ambiente Familiar. Precios Módicos. Espléndido Buffet".

 

Recorrido nostálgico

Primero un tirón y luego el carro comienza a ascender por rieles engrasados entre matas de alcayota, higueras polvorientas, arbustos de anís, espuelas de galán y dedalitos de oro. El ascensor Florida roza las ramas de un caqui. Los pasajeros van sentados en silencio. Ni siquiera se asoman por las ventanillas a mirar los barcos. El ascensor se eleva por encima de los techos, penetra a veces en la intimidad de las casas, ascendiendo por estrechos pasajes como hendiduras en la tierra, abriéndose paso por entre tiestos de cardenales (la flor del pobre) y jaulas de pájaros.

No solamente vuela sobre las calles. El ascensor Mariposas pasa por debajo de la avenida Alemania en juegos de luz y sombra. Ruidos chirriantes. Roldanas y poleas. Una vez arriba, los pasajeros salen ordenadamente. A veces hay que cruzar un puente de madera. Otras, se atraviesa una galería oscura con pequeños "puestos varios". Antiguamente, se podía tomar el té a la salida del ascensor Artillería. Hoy permanecen los frisos de madera terciada y mesones con superficie de vidrio donde antes exhibían empolvados. En las paredes hay restos de un letrero de polvos de hornear. En otro, se lee claramente: "Cocoa Peptononizada Raff".

Afuera, hay paseos del siglo pasado con miradores y jardines. El ascensor Artillería sale al Paseo Veintiuno de Mayo donde antes había grandes carnavales. En primavera, la gente hacía cola en la Plaza Weelwright para tomar el ascensor. En ese entonces, había dos líneas, es decir, cuatro carros que transportaban a los enamorados a la avenida de los pitosporos. Una vez arriba, era posible mezclarse entre los cadetes de la Escuela Naval o asomarse a contemplar la luna menguante reflejada en la bahía desde la glorieta victoriana con piso de madera y balcones de latón en arabesco.

El ascensor Concepción va a dar al Paseo Gervasoni, con olor a flor de la pluma y ecos de romanzas al piano. Todavía se pasean señoras alemanas de pelo blanco o viejos almirantes en retiro. El ascensor El Peral sale al Paseo Yugoeslavo donde está el Palacio Baburizza con decoraciones Art Nouveau. El ascensor Esmeralda iba a dar al Paseo Atkinson, uno de los más hermosos y bien conservados del Valparaíso antiguo, sobre la Plaza Aníbal Pinto. El ascensor Reina Victoria salía al Paseo Dimallow. A la salida, los vecinos avanzaban sobre una peligrosa pasarela suspendida sobre la pendiente. La vista desde allí es hermosa, como de otra época, traspasada de poesía. Al fondo, se divisa el Colegio Alemán, la iglesia luterana y los escaños de la Plazoleta de los Catorce Asientos (que siempre fueron siete). Las casonas con palmeras y terrazas en declive, los jardines con bugambilias y estatuas, dan a los cerros una apariencia sugestiva, como de tarjeta postal. Algo de Génova con el pintoresquismo de Lisboa.

En otros cerros, los ascensores han quedado paralizados, como detenidos en el tiempo. El del cerro Santo Domingo conserva los dos carros dramáticamente inmovilizados en medio de los rieles. El Arrayán también está detenido. El del cerro Toro ya no existe. Quedó vacío el caserón de lata con la enorme rueda giratoria. El del cerro Los Placeres está cubierto por la hiedra. A los antiguos carros del ascensor Artillería se los comió la madreselva. Ya no quedan ni los esqueletos. Y los carros del ascensor Las Cañas quedaron olvidados en la caseta inferior, como absurdos testigos de una época.

 

El primer viaje en ascensor

El primer ascensor de Valparaíso fue el del cerro de la Concepción, en la Cruz de Reyes, frente al reloj Turri. Fue "ruidosamente inaugurado" con helados y champagne el 1 de diciembre de 1883. El Orfeón Municipal interpretó "Ondas del Danubio" y el alcalde de la ciudad, junto al escritor don Liborio Brieba, el inventor de tan espectacular prodigio, montaron al carro inferior, mientras otras temerosas autoridades subían al superior. Pronto, los carros de madera rústica fueron accionados por un sistema hidráulico que funcionaba mediante estanques de agua ubicados en ambos extremos del recorrido. En la mitad, los carros se detuvieron y las autoridades brindaron, intercambiándose las copas por las ventanillas. Pronto, prosiguieron viaje, en medio de los aplausos, "vivas", serpentinas y guirnaldas.

Pero los porteños no se atrevían a subir. Consideraban peligrosa tan diabólica invención, y suspicaces, las señoras de polisón y los caballeros de sombrero de copa, contemplaban desde los balcones de la Fotografía Garreaud cómo subía un carro mientras bajaba el otro.

No pasó demasiado tiempo. Poco a poco se fueron disipando los temores y las damas porteñas, encoloniadas con agua de tocador Corylopsis del Japón y empolvadas con polvos de arroz La Veloutine, se subieron a los ascensores "tan alegres y confiadas como si tan sólo se tratase de dar algunas vueltas en un carrusel".

Los dos primeros días ya habían viajado 1.842 personas, debiendo suspenderse el servicio por falta de carbón. A los diez días, ya habían subido y bajado más de 10.000 personas y don Liborio Brieba - que además era autor de las novelas "Las Camisas de Lucifer" y "Los Anteojos de Satanás" - publicó satisfecho un artículo que decía: "Queda, pues, probado, que el público les ha perdido el miedo".

Pero no faltaron los temerosos que - conociendo la obra literaria de don Liborio Brieba - atribuyeron al mismo demonio la invención del ascensor, ya que el espectáculo en la noche, con los carros subiendo y bajando en medio de las chispas rojizas y el humo de las calderas, les parecía algo verdaderamente infernal.

De día era otra cosa. El domingo, las señoras del plan subían a tomar el sol al Paseo Gervasoni y sentadas en los escaños, leían la página de modas en "El Ferrocarril" firmada por la Vizcondesa de Castefildo que recomendaba usar guindas de terciopelo en los sombreros. Los caballeros, en cambio, preocupados de asuntos más trascendentales, se ajustaban los monóculos y observaban desde lo alto el vapor Aconcagua que acababa de atracar procedente de El Callao, o el Navas de Tolosa que zarpaba para Liverpool con un cargamento de charqui y coquitos de palma.

Cuenta de este ambiente lo da Alfredo Helsby en su pintura "Niña en el Paseo Atkinson" en la que vemos a una niña jugando al aro, y al fondo, se divisa la empalizada del ascensor Esmeralda, hoy desaparecido.

En 1884 se construyó el ascensor Cordillera y pronto, proliferaron los ascensores de Valparaíso, abriendo sus rieles en los cerros como las varillas de un abanico: Placeres, Barón, Lecheros, Larraín, Polanco, Las Cañas, La Cruz, Monjas, Mariposas, Florida, Espíritu Santo, Concepción, El Peral, San Agustín, Perdices, Cordillera, Toro, Santo Domingo, Arrayán, Artillería, Villa Seca...

Los primeros fueron a carbón, aunque hubo otros que funcionaban mediante el sistema de las "balanzas de agua" como el ascensor Panteón. En 1948 todavía funcionaba este ascensor con este rudimentario procedimiento, elevando a los que iban a visitar a los difuntos. El 1 de noviembre se apiñaban en estas jaulas minísculas portando crisantemos y ramilletes de ilusión polaca.

El primer ascensor eléctrico fue el del cerro El Barón, que por este motivo todavía se le conoce con el nombre de "el eléctrico". En la actualidad, es posible visitar la sala de máquinas y un pequeño museo fotográfico de ascensores.

Los primeros recorridos eran muy populares. Funcionaban desde las 6 de la mañana hasta las 10 de la noche. Un pito a vapor indicaba todos los días la hora exacta en que el ascensor comenzaba a trabajar y con un cuarto de hora de anticipación el momento en que cesaba de funcionar.

Actualmente, cuando uno de los carros está lleno, se da el aviso al maquinista con un timbre o con una luz roja, pero antes de la electricidad, tocaban una campana o bien "la señora de abajo" se asomaba por una ventanilla y gritaba hacia arriba: "Listoooo"...

Los pasajeros subían con sus cargamentos. Venían del plan, de comprar en los almacenes del puerto. Eran grandes bazares cosmopolitas con aromas de tiendas extranjeras donde vendían azúcar de Paris, café de Guayaquil, almendras españolas, papel de hilo para cigarrillos, yerba-mate, pasas de Huasco, cueros de cabrito, aceitunas sevillanas en barriles, cebada cervecera, dulces en almíbar, cueros de chinchilla, semilla de alfalfa o "azufre sublimado para viñas". Circulaban por Clave o por Serrano, los marineros de barba rojiza y bebían cerveza en el Bar Roland estampando su rúbrica después en la bitácora que el capitán manejaba sobre el mostrador.

 

Los ascensores en el arte

Numerosos fotógrafos y acuarelistas se detienen a rescatar en imágenes la poesía de unos carromatos hechos de luz y de sueño. Los ascensores de Valparaíso son ideal de pintores y dibujantes. Recientemente se inauguró en el Palacio Lyon de Valparaíso una muestra fotográfica de nuestros ascensores. También son inspiración de poetas. Pablo Neruda subía en ascensor cuando vivía en La Sebastiana junto al Teatro Mauri. Sarita Vial subía en ascensor cuando vivía en la calle Abtao del cerro Alegre y visitaba casas donde había pianos Pleyel y damas extranjeras que tocaban "Cairo Oriental" e "Idilio de Luciérnagas". Julio Flores tomaba ascensor cuando vivía en su Bettina, su casa-navío anclada en uno de los cerros, junto a la avenida Alemania. Benjamín Subercaseaux, Augusto d'Halmar, Salvador Reyes, Joaquín Edwards Bello, Carlos León, Alfonso Larrahona, Carlos Hermosillas, Ennio Moltedo, subieron y bajaron en ascensor. Y cómo no, el genial Lukas, que ha sabido extraer a los ascensores, en pinceladas furtivas, toda su magia del ayer.

Cuando los artistas extranjeros llegan a Valparaíso, se enamoran de los ascensores. Vicente Blasco Ibáñez, el autor de "Sangre y Arena" montó en ascensor y al llegar arriba, escribió en una tarjeta descolorida: "Nunca he recibido una impresión más hermosa y poética que la de esta bahía poblada de luces". Rubén Darío en 1888 subió por el ascensor Concepción y admiró las "ondeantes cortinas de enredadera" y ventanas de guillotina. En ascensor redacto notas para su "Album Porteño" que está incluido en "Azul"×. Jorge Luis Borges vino en 1977 a Valparaíso a presentar el libro de María Luisa Bombal "La Historia de María Griselda". Después de la ceremonia en el Club Naval, se retrataron juntos en la Escalera de la Muerte, a los pies del ascensor Cordillera.

Un holandés, Joris Ivens, subió por el ascensor Delicias, también llamado El Hogar. En 1962 filmó "En Valparaíso", una película que ha dado la vuelta al mundo mostrando con mirada extranjera la magia poética de los ascensores. En la última escena, una novia sube al ascensor y su larguísimo velo flamea al viento desde la ventanilla, mientras el carro asciende vertical hasta el cielo.

En Valparaíso, novias y ataúdes han subido y bajado en ascensor. El médico y director de cine Aldo Francia los filmó en su película "Valparaíso, mi amor". Y siguen aún dando tema a los poetas.

 

Misterioso pasaje Simpson

Al abrir una verja, después de subir unas empinadas escaleras al final de la calle Simpson,el visitante curioso penetra a un escondido pasaje que ahora en otoño huele a pitosporos y a rosas color té.

Allí está, al final de una larga escalinata, en medio de un ambiente vegetal con jaulas y helechos colgantes. En otros tiempos vivieron allí familias españolas, inglesas e italianas que penetraron también por el recóndito pasaje y supieron de ese inefable silencio por las tardes. Era el tiempo de ese Valparaíso eterno, cuando a los pies de las casas estaban las lecherías, las huertas y el convento de Santa Marta. Tocando el piano en una de los grandes salones - en la época de Estrellita Labarca - se podía sentir la campana llamando a oración y ver incluso desde los ventanales del segundo piso a las religiosas entrando en ordenada fila a la capilla.

Hoy día vive allí la familia Castro Forti y en el corredor de la casa, donde crecen las copihueras, queda el telescopio de un doctor, como testimonio de esa época en que salía a mirar la Luna.

Más allá hay casas que recuerdan un pasado glorioso, con escaleras, mansardas y medusas de mampostería. Todas en calles con nombres sonoros, como la de Ruperto Chapí, que recuerda al autor de la zarzuela "La Revoltosa" que todo Valparaíso cantaba a fines de siglo.

De pronto, el viajero encuentra un interminable túnel horadado en la piedra. Parece la entrada a una mina de carbón o a una cueva de tesoros. Pero da acceso a uno de los más curiosos y pintorescos ascensores de Valparaíso que asciende verticalmente hasta un mirador que tiene algo de palomar y de ausencia.

 

Un ascensor atípico

El ascensor Polanco es el "fuera de serie". No sube oblicuamente por el cerro. Hay que ingresar por un oscuro túnel horadado en la roca granítica y subir después vereticalmente por un socavón perforado en el cerro. Las leyendas dicen que esas perforaciones en la tierra corresponden a una antigua mina de plata, pero la historia no deja de ser producto de la fantasía natural de los habitantes del puerto.

El sistema de subir y bajar verticalmente llamó la atención en 1912, fecha de la inauguración de este curioso ascensor, pero en realidad, el principio mecánico se remonta a muchos siglos atrás. Eso que ya Arquímides, unos 200 años A.C. construyó un rudimentario ascensor que subía verticalmente portando carga con un sistema de palancas y poleas. Por otra parte, antiguas ruinas romanas presentan también vestigios de huecos donde se hallaba instalada alguna plataforma móvil para subir y bajar carga.

Pero en Valparaíso, todo esto era novedad. El mismo Liborio Brieba, que ya a esas alturas tenía fama de brujo, arengó a los porteños diciendo: "No es interesante que hagan juicios temerarios. En todos los países que en el mundo necesitan de estos artefactos, los usan. No existe el peligro. Por lo demás, el que lo probaré seré yo y nada importa que me pase algo. No olviden que la misma guerra que ustedes me hacen - no a mí, sino al ascensor que será muy útil - se la hicieron antes al ferrocarril. Yo subiré a este ascensor con los mismos trabajadores que en él laboraron, con las autoridades que tienen plena fe y con los que deseen acompañarme".

El ascensor Polanco fue uno de los primeros de este tipo establecidos en Chile. Posteriormente, el sistema fue aplicado para los edificios, utilizando para entrar o salir, el mecanismo de la puerta corredera. También causaron temor los primeros, pero luego los pasajeros fueron confiando cada vez más en la seguridad y comodidad que proporcionaban.

Los constructores comenzaron a decorar también el interior de los ascensores con maderas de calidad, fieltros, terciopelos, lámparas y espejos. Hasta plantas (palmas). Todo a la manera europea, mejor dicho, norteamericana, porque el primer "ascensor de personas" se inauguró en los grandes almacenes de E.V.Hangwong & Company en New York en 1857, causando revuelo entre los compradores que podían subir y bajar varios pisos, sin necesidad de usar las escaleras.

Pero en Valparaíso, tanto los ascensores que van por dentro del cerro, como los que van por fuera, están desapareciendo. Pertenecen a otra época: extraña, absurda y romántica.

Cuando todos querían ver los fuegos artificiales en la bahía desde el mirador del ascensor Polanco y la precaria - aunque victoriana - construcción, amenazaba como la torre de Pisa con precipitarse al vacío.

Junto con los helados Hayskrimm, las galletitas Fraymann, las calugas Cara Mu, los confites Calaf, el álbum de Astros y Estrellas de Ambrosoli, la revista Para Tí o la orquesta vespertina del Café Vienés de la calle Esmeralda del puerto, los ascensores se terminan. Cualquier día hacemos el último viaje en ascensor. Será hermoso y triste al mismo tiempo, como suelen ser las despedidas.

Subamos por última vez como en los sueños, por Villaseca o por Mariposas, por San Agustín o por Lecheros, por Espíritu Santo o por El Peral. Tal vez, al salir, nos encontremos con un organillero tocando un viejo vals de amor. No nos sorprendamos si a su lado, veamos a una señorita vestida de rosa que, leyendo el papelillo de la suerte - y comiendo caramelos Sueño Dorado - nos diga extrañada: "Lo que se va, no vuelve". Quien sabe si todo aquello no sea el anticipo del olvido. O, quién puede decirlo, el comienzo de la imaginación.

 

(1)“Ascensor a la nostalgia” en Ayer soñé con Valparaíso. Santiago. Biblioteca Nacional/ RIL editores, 1999: 101.

(2)Mapocho n.49, DIBAM, primer semestre, 2001: 448-450.

(3)Los cafés literarios. Santiago de Chile. RIL editores, 2002: 14.

(4) “Descanso en el tambo de Pica” en: Memorial de la tierra larga. Santiago. RIL editores, 2001: 75.

(*)Memorial de la tierra larga. Santiago. RIL editores/ Biblioteca Nacional, 2001: 302-311.

(*)Ayer soñé con Valparaíso. Santiago. RIL editores/ Biblioteca Nacional, 1999: 34-42.