Blanca Luz Brum o esa vida de tantas vidas

Por Juan Antonio Massone del C.


Existen biografías que trasuntan dolorosas plenitudes, desvelos abisales y júbilos de aluvión. Son, si cabe, vidas que rebasan toda medida, salvo la de las horas contadas que penden sobre todos. Parecen, aquellas existencias, impulsadas de vigorosos designios, como si les cumpliera hartarse en zonas de fronteras inasibles, acaso en relación a horizontes que se desplazan al momento de suponer alivio al desasosiego, a la congoja y al cumplimiento de los renovados anhelos.

Blanca Luz Brum, musa de América como se la conociera, perdura en la trémula memoria de quienes la sintieron con ese no sé qué de sortilegio y de renovada sorpresa, como alguien intenso a quien le correspondiera una ración mayor de esplendores y de injuriosos quebrantos.

Vivió 80 años en este mundo, entre 1905 y 1985. Uruguaya de origen, sucesivamente peruana, mexicana, argentina y chilena por adopción, amor y domicilio. Espíritu vehemente, conoció en sí convites de lucha y de fervor, así de amores premiosos y de laboriosas entregas a causas que, me parece, no lograron armonizar en ella el deseo de amar, de servir y de confiar en lo trascendente. Con todo, ha quedado un semblante muy fiel de su persona en el libro recién aparecido.

“Mi vida: cartas de amor a Siquieros” (2004), de la Editorial Mare Nostrum responde a dos necesidades en relación a su autora: presentarla a quienes somos tiempo ulterior a su presencia, y, además, responder a las memorias apócrifas que hace algún tiempo circularon con inmoderada profusión.

La vida de Blanca Luz—nombre sugerido a sus padres por el escritor Zorrilla de San Martín--, corresponde a un compendio de tramos, ahítos de enconadas adversidades y de sentido aventurero. Cualquier cosa podría decirse de ella, discrepar de sus posiciones políticas, recelar de sus virajes sentimentales o sentir reservas de sus textos. Pero no podrá negársele que fue una persona que existió en el más decidido estado de vivacidad. Estuvo y se fue viva. Sublimidad y abandono flamearon en sus días; encuentros y despedidas signaron la figuración pública y el fuero íntimo que conoció de teatralidad y de entrega.

En su conocimiento intervienen muy a propósito los trabajos de María Pía López, de Juan Carlos Castagino y de Maura Brescia de Val, quienes nos la presentan en diversas facetas y auténticos testimonios.

Cada uno de los capítulos de sus memorias es una estación de esta peregrina que, así como refiere episodios importantes en los que resaltan circunstancias que la tuvieron de figura especial, lo hace también, en otros, como quien se dispensara lugar de testigo calificado, cediéndole la palabra y el escenario a los demás. Así, a un movimiento de presencia dominante le sigue alguno de discreta postergación, alternándola en oleadas de mar adentro y de quien llega al transitorio abrigo de puertos. Transitorios, porque lo suyo era continuar, incesante, en marejadas turbulentas como el amor, como la historia, como las disputas que pasaban en su interior.

El ordenamiento cronológico no disminuye interés ni amilana franquezas. Cierto, el formato epistolar referido a Siquieros alcanza arrebato de tempestad mayor, ese decirse como en estado de alucinación cuando la vigilia desgarradora de estar privada del amado, o al tener que sobrellevar la orfandad y la penuria material, no menos que la experiencia de percibir la huida de otra vida—la de él--, pues el mandato del destino es contundente y desaprueba los beneficios del escoger.

La mujer musa lo fue también sufriente amadora, capaz de postergación propia en el entendido de que la existencia sólo presta, en tramos, una inestable plenitud. En el hecho, se halló amando a un hombre intenso, pero con quien no podía compartir del todo la visión vital. Y sin embargo, allí esa voz, con algo de mujer de tragedia helénica y de heroína del Antiguo Testamento, escribió: “Camino sobre mi sien, sobre mi corazón, sobre mi vida, y me quedo parada de pronto...” ( pág 81)

Y en esa calidad de protagonista en fronteras de exacerbación entusiasta y de tribulaciones renovadas, confiesa, argumenta, analiza venturas y desventuras. Siempre alerta y por siempre cautiva de un ensueño que conociera envergadura de armonía esquiva. Cuanto escribiese correspondía al sabor de almíbar y de vinagre allegados en dosis rebosantes. No pretendió imaginerías, al menos en estas memorias, sino testificar el cociente de vivir.

Más allá de los datos que, desde luego, acuden prestos y en número suficiente, estas memorias lo son en palabras que pulsaron sienes y cogieron del pecho el retumbar de una constante cita delante de sí, pues la existencia no le fue un por si acaso ni una distracción. No perteneció ella a la turbamulta en estado de aburrimiento. Por eso mismo no fue buscadora de dudosas culturas entretenidas. La suya quedó demostrada en verbos mayores: amar, luchar, sufrir, implorar y crear. Y, aunque pudo no alcanzar altas realizaciones artísticas, poseyó una clave de habla tan dispuesta a la expresión como a la lucha cívica, no menos a la pasión que a la consagración de sus jornadas en vistas de esa plenitud que, en sus postrimerías, creyó encontrar en la apartada insularidad de Robinson Crusoe.

Si toda palabra concluye por abrazar el silencio de su propia medida, este libro de Blanca Luz Brum deja impresos el nombre de alguien que fue persona, sobre todo persona contradictoria y, en su calidad de tal, debe reconocérsele en sus grandezas y en sus debilidades. Ahora, hace falta que unas y otras dilaten su propio idioma en el lector, y también en su comprensivo silencio.