Cuento
A MIRAR CANGUROS

por Guido Eytel

Una de las cosas que más me gustaba de Manuel era su manera de tocar el timbre. Dos timbrazos cortos, secos, y yo corría a abrirle la puerta. Claro que no desde el principio. La primera vez, me acuerdo, yo estaba friendo la cebolla para un pinito y justo sonó el timbre y tuve que apartar la sartén del fuego para que no se me quemara y partí a abrir la puerta. A mí siempre me da rabia que me molesten cuando estoy cocinando porque eso me corta la inspiración, así que debo haber salido con cara de enojada y a lo mejor hasta pasada a cebolla, pero al abrir la puerta me encontré con su sonrisa, primero con ella, que era como si hubiera salido el sol, y después con él, afirmado en la reja y estirando su mano con un par de sobres. Ni me acuerdo qué me dijo esa vez, pero seguro que me puse colorada porque siempre me pasa.

Después de ese día, y todos los días siguientes, el corazón se me empezaba a acelerar al mediodía y rogaba porque sonaran los dos timbrazos y la señora hubiera salido para poder quedarme un ratito en la puerta, dándole lado para que me conversara.

Así pasó como a las dos semanas y por suerte yo estaba bien adelantada con el almuerzo y no tenía ningún apuro, así que estuvimos más de diez minutos conversando. Él hacía como que me iba a pasar las cartas y no me las pasaba.”Si no me dice su nombre no se las paso”, me decía, hasta que tuve que decírselo y después, otro día, me empezó a tocar los dedos mientras seguía riéndose con esa risa que ya para mí era el sol y no podía vivir sin esa risa, por eso esperaba toda la mañana que llegara el mediodía y sonara el timbre con esos dos timbrazos cortos, secos, para mí tan queridos.

Al mes, más o menos, me invitó a salir y fuimos al cine y después a tomar una bebida a una fuente de soda. Después me fue a dejar, pero no hasta la misma casa, por suerte, porque yo no quería que la señora me viera acompañada. Me dejó a dos cuadras y desde ahí me fui sola, pensando que era muy caballero, quizás demasiado para mi gusto porque ni siquiera me había tomado la mano en el cine.

La señora me empezó a mirar medio raro y a decirme que yo andaba perdida, como en el aire, y cuando sonaba el timbre pegaba un salto. “¿No te estarás enamorando, chiquilla?”, me dijo un día y parece que las mujeres sabemos cuando otra está pasando por eso porque alguna vez lo hemos sentido o lo adivinamos no más, por algún don que llevamos dentro. “Ten cuidado”, me dijo, como si ella hubiera tenido cuidado al casarse dos veces y las dos veces tuvo que separarse porque los dos tipos le salieron más malos que Judas.

Al cine fuimos dos veces y una vez al parque. Ya la segunda vez en el cine me tomó la mano y empezó a jugar con mis dedos mientras yo hacía como que miraba fijo la película y se me empezaba a acelerar la respiración,creo que él se daba cuenta de eso y me apretaba un dedo y yo suspiraba tratando de contenerme, pero no había caso, era peor porque me iba quedando sin aire y al final casi me salía un quejido, pero por suerte pude aguantarme. Cuando fuimos al parque conversamos de todo y me contó que él quería irse a Australia porque aquí iba a seguir siendo un simple cartero y entonces le pregunté qué tenía de malo ser cartero, qué lindo era llevar un montón de cartas de amor en la bolsa, y me respondió riéndose que casi todas las cartas que él llevaba eran puras cobranzas y que ya casi nadie escribía cartas de amor.“ ¿Y qué vas a ir a hacer a Australia?, le dije, ¿a mirar a los canguros?”, medio sentida porque ni siquiera había insinuado que quería llevarme con él.

Ahí sí que me besó, en el parque, cuando comenzaba a atardecer y ya faltaba poco para que tuviera que volver a la casa. Por fin se atrevió, pensé, y le respondí con todas las ganas que se me habían ido juntando en ese tiempo y él me abrazó y dejé que el calorcitomío le rozara el brazo y después el pecho, cuando me apretó más firme y casi se me va la respiración en ese beso tan largo y tan rico.

Seguro que me puse colorada porque el corazón me latía a mil por hora y tuve que respirar profundo en ese par de cuadras, después que me dejó en la esquina, para que no se me notara la calentura como fiebre al llegar a la casa.Pasé derechito para mi pieza y me lavé la cara bien lavada con agua fría.Cuando volví a la cocina, ahí estaba la señora. Me miró no más, pero no me dijo nada, por suerte.

Yo sé que la señora tenía razón en prevenirme y que a lo mejor no lo hacía por envidia, pero a lo mejor sí. ¿ Y qué iba a hacer yo si Manuel me había robado el corazón enterito?Eso mismo, pues, entregarle todo lo que me quedaba , todo lo que todavía no se había llevado.

Fue un mes entero que yo anduve en el aire, volando durante el día, esperando los timbrazos pero esperando, por sobre todo, el día domingo para estar todo el día con él, abrazada a él, de él de él de él, repetía sólo para mí.

El último día de ese mes, recuerdo que le dije que yo quería dárselo todo: “quiero dártelo todo, Manuel, también un hijo quiero darte” y él me abrazó fuerte y esa vez fuela mejor que habíamos tenido.

Al día siguiente, lunes, no sonaron los timbrazos y no me preocupé porque había días en que no llegaban cartas y él no tenía tiempo para alcanzar a darse una vuelta por la casa. El martes tampoco me preocupé, pero sentí una inquietud como si me aleteara una mariposa en el corazón y ya después, cuando tampoco vino, el aleteo de mariposa se transformó en una bandada de tordos porque empezó a entrarme la seguridad de que a Manuel le había pasado algo.

El domingo fui a recorrer los lugares por donde habíamos pasado en ese tiempo, con la loca esperanza de encontrarlo pero por qué, por qué iba ir a esos lugares, pensaba después, pero era la única manera de sentirlo cerca, de decir esta vereda la pisó Manuel, en este banco nos sentamos, aquí me besó. Claro que no lo vi, qué iba a verlo.

Las desgracias nunca vienen solas, dice el dicho, y así fue. Esa semana tenía que llegarme y no me llegó, entonces supe que estaba esperando un hijo de Manuel, lo supe con seguridad, con absoluta seguridad. Decidí que tenía que encontrar a Manuel, tenía que encontrarlo. Le pedí permiso a la señora para el jueves, una hora no más, para hacer unos trámites y ni siquiera me acuerdo bien qué mentira le inventé. Me miró con sospecha, pero igual me dio el permiso.

El jueves me arreglé bien y partí para el Correo. Era la única parte donde podía saber algo de Manuel. Llegué hasta el edificio y traspasé las inmensas puertas de vidrio. Me acerqué a un mesón y al rato vino a atenderme un señor de unos cincuenta años.

- ¿Qué se le ofrece, señorita?

- Quiero hablar con Manuel Castro - le respondí.

Me miró con una cara medio rara y me dijo que esperara un minuto. Se fue para atrás y al rato salió. Detrás de él se asomaron dos cabezas que me mirarony cuchichearon y se rieron. El señor se acercó, conteniendo la risa, y me dijo:

- El señor Castro dejó de trabajar en la empresa, señorita. Nos dijo que viajaba a Australia.

Me quedé helada. Di media vuelta y cuando iba saliendo me desmayé. Desperté y vi las caras de varias personas que me estaban mirando hacia abajo. Ninguna era de Manuel.

 

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