Cuento de Roberto Rivera
de su libro Santos de mi devoción

El castigo contable del señor Müller

—Señor Müller... —insistió.
Lo escuchó respirar azorado al otro lado de la línea.
—Una deuda... —susurró.
El hombre debía estar buscando en su memoria.
—Sí... —se atrevió a pronunciar al fin. —No recuerdo...
—Almacenes Montana...
—Los conozco, claro...
—Un equipo de música..., un refrigerador, en cuotas...
—Pagué todo.
—¿Seguro señor Müller? —preguntó. —Tengo un pagaré
con su firma.
El hombre volvió a callar.
—Con su firma señor Müller. —Insistió.
—Puede ser. No me preocupé que me devolvieran el documento,
pero pagué.
—Yo le creo señor Müller, pero mis mandantes... insisten.
Tendría que demostrarlo. ¿Guardó los comprobantes?
—¡¿De una compra de hace más de cinco años?! No me
dé risa.
—Todo hombre responsable lo hubiera hecho.
Volvió a quedar en silencio.
—¡¿Los tiene o no los tiene señor Müller?!
—¡Qué!
—Los comprobantes.
—No. Bueno... No. Definitivamente no. Los tiré, qué
sé yo.
—Dice que los arrojó a la basura... Escuché bien, a la
basura.
—No sé. Los tiré.
—¿Debo creerle señor Müller, con un arma tan poderosa
como un pagaré en mis manos?
—Este...
—Y si en realidad no los tiró, sino que a la mitad del
crédito encontró la cuota demasiado alta señor Müller, el
equipo pasado de moda, el refrigerador...
—Era una cuota alta —confirmó.
—Lo sé. Por eso dejó de pagar señor Müller y se cambió
de trabajo y de casa sin dejar rastros.
—¡Sin dejar rastros! —exclamó.
—Años que le seguíamos la pista cuando la Divina Providencia
nos lo puso al otro lado del teléfono.
—Sinvergüenzas —dijo.
—Creo que no nos estamos entendiendo señor Müller.
Un pagaré ejecutable dije, de su puño y letra.
El hombre volvió a callar. Le dio tiempo.
—¿Cuándo paso por el saldo? —consultó.
—¡Nunca! Antes tomaré abogado...
Debía estar transpirando, pasándose un pañuelo por la
frente. Conocía ese estado.
—Sume un cuarenta por ciento a su deuda —dijo entonces
— entre gastos y honorarios de abogado.
—No me importa, pero no me dejaré...
—No sea terco señor Müller —lo interrumpió— usted
tiene una linda casa, bien ubicada, electrodomésticos y buenos
muebles.
Lo esperó. En este punto el ánimo se les venía al suelo y
había que ayudarlos.
—Podríamos arreglarlo en cuotas —sugirió—. Piense.
Mis mandantes estarían encantados de no recurrir a un embargo.
—¿Cuotas dijo? ¿Es posible pagar en cuotas? Pero no
—rectificó de inmediato—. No se haga ilusiones.
Este era el punto clave. Había que saber esperar. Darles
tiempo a que en el proceso interior de la culpa, traduzcan a
constante y sonante la gravedad de su falta.
—¿Qué me dice? —consultó luego de dar un sano respiro
para sumas y restas.
—Doce.
—Ocho cuotas y cerramos.
—Bueno. Ocho —accedió liberado.
—Lo felicito señor Müller. Usted es un negociador de
los duros. Mañana paso por la primera. Encantado.
Lo escuchó poner suave, diríase aliviado el auricular en
el descanso.