El Duende Serafín, de Estela Socías

por Juan Antonio Massone

Doble motivo de alegría me depara esta feliz circunstancia de presentar El duendeSerafín, de Estela Socías. De un lado, la autora es mi amiga de tantas conversaciones y de tantos libros con los que me ha enriquecido humanamente; del otro, en éste que ahora festejamos, incluyó de personaje a Oreste Plath, quien me fuera compañía generosa y aliento acogedor inclaudicable durante casi veinte años.

Enfrento, pues, bajo tan auspiciosa experiencia de afecto la prueba que significa toda presentación de libros.

Estela Socías ha obtenido, por propios méritos, un puesto en las letras chilenas, sobre todo, en la así llamada “literatura para niños”. Como se sabe, escribir historias al alcance de la humanidad naciente está lejos de ser tarea fácil. Porque no es cosa de abundar en diminutivos ni en distribuir raciones de almíbar en cada página a propósito de un personaje. La narración, como en este caso, debe ser cautivadora, avanzar en pormenores y apuntar a ese infinito de la mirada infantil, en la que todo es posible, o merece existir en estatuto de realidad deseada.

Pocos años le han bastado a nuestra escritora para exhibir un elenco importante de libros de la materia infantil. Sus rótulos son: Aventuras de Carmelita; Aventuras del ClubHilario; Anastasio, el mago olvidadizo; Carmelita en el País de los corazones; Onailmixam; El dragón de las siete cabezas.

La historia narrativa para infantes debe sobrepasar el apunte del natural, la trascripción lógica y los arreos idiomáticos deterapeutas. Al contrario, se aviene mejor a una puerta que deja paso a la trasparencia de una casa, o a los amplios salones de la imaginación. Porque vivir, en páginas como El duende Serafín, regala otro mundo, acaso el que se nos queda rengo o tartamudo al crecer de tantos afanes; quizás porque bastaría un silbo de arroyuelo para despertarlo del desabrido letargo en que le arrojamos al desván cuando nuestra historia regatea momentos alados.

Y ese otro mundo, o parte de su animada posibilidad, corresponde a la ventura de compartir con seres de carne y alma, con personajes de trapo, con aquel elenco de la tradición maravillosa: duendes, magos, animales hablantines, brujas y brujitas—nunca faltan—los hechizos; y, además, con alguien como Oreste Plath, quien hiciera de sus días una rica aventura de pesquisar la cultura popular chilena. Y ese poblamiento de una historia sencilla tieneasiento y concierto en Trapolandia, aquel espacio mágico que aporta Estela para maravillar nuestro mundo categórico y arisco.

No cederé a la tentación de resumir esta historia. Para conocerla existe este libro cuidadosamente ilustrado por Marco Antonio Villar y cuyo diseño se debe a Glenda Jiménez. Y es que la ilustración y el formato complementan el tono de las palabras. Un libro de esta naturaleza no podría esparcir sus beneficios fantasiosos si no contara con el trazo, el color y el formato adecuados.

Nadie ignora que imaginar o soñar significa elevar vuelo. No existe valla ni porfía de costra terrestre que se avenga al instinto migratorio que todos llevamos impreso, porque sueño e imaginación son viajes, desplazamientos en los que la fuerza de gravedad queda vencida a base de fascinación que es siempre derrotero dedicha, o de alivio, o de podría ser mejor. El mundo de lo maravilloso no queda lejos si el alma es alentada por la sencillez y naturalidad de formas y de cuerpos bien dotados de habla, de propiedades insólitas o de secretos por revelar.

Pegaso, aquel corcel alado, es capaz de surcar espacios; Icaro no deja de pretender ámbito celeste; nuestro Alsino, de Pedro Prado, está provisto de alas que lo enrarecen las torvas miradas del entorno tan agreste como desapacible en el que debe vivir. Y hasta el mismísimo Clavileño de Nuestro Señor don Quijote ablanda su madera en la imaginación del caballero.

Necesitamos encontrarnos con la porción de humanidad que clama como una oquedad traspasada de nostalgia ululante. Para ello, emprendemos alguna forma de viaje. O, cuando menos, disponemos de un ejemplar volandero para que lleve y traiga desde más allá, a quien nos gustaría conocer, tratar y sentir la gracia de su personalidad especial, cuando nosotros alcanzamos la ribera de un mundo, sito en el prodigio de la imaginación.

Si la literatura es capaz de reordenar los factores más decisivos de nuestra vida, El duende Serafín lo consigue en unas cuantas páginas. Pero, ya lo dijimos, es preciso ir a Trapolandia. Quienes deseen viajar hasta allí nada más fácil: sujetarse firme de las alas extendidas del cóndor Kalín y en unos momentos alcanzarán feliz destino. Entonces, conoceremos a los personajes de Estela en sus charlas entusiastas; nos alcanzará la bonhomía de Oreste Plath, ese autor de naturalidades y de fortalezas, devoto del Pueblo y un queredor sempiterno, como gustaba definirse. No me asiste duda alguna de que reirá al verse incorporado en páginas literarias de la infancia. Y mucho más, por deberse a la iniciativa de una mujer.

De sueños despiertos y de la ingenua tanto como de radical condición humana estamos dotados, aunque vivamos de resquemores y desabrimientos. Estela Socías sabe recordarnos la faceta postergada de nuestra niñez aquerenciada con la lombriz y con la estrella. ¿Necesito más argumento para reconocer la bondad de sus páginas?