EL CASTELLANO DE CHILE

por Edmundo Moure Rojas


“Qué buen idioma el mío;
qué buena lengua heredamos
de los conquistadores torvos...”
Pablo Neruda

El nuestro es uno de los pocos países de la América Hispana donde se enseña el idioma castellano y las cátedras llevan el gentilicio de Castilla. Esto, inferimos, como democrática y respetuosa actitud frente a los otros tres idiomas peninsulares: gallego, catalán y vascuense. Con ocasión de la reciente visita a Chile del periodista y profesor, amigo Xosé María Palmeiro, mi hija Sol, desde sus ocho años de edad, le comentó: “tú hablas gallego y también español, pero no hablas castellano...” Claro, no le sonaba como la lengua de Neruda, Huidobro y la Mistral, suavizada aquí por vientos australes, al punto que en la prosodia cotidiana no podemos distinguir la zeta de la ese o de la ce; todas suenan igual, con un seseo quizá de origen andaluz que dulcifica el habla.


Leopoldo Sáez Godoy, prestigioso y sagaz lingüista chileno, nacido en la lluviosa ciudad de Valdivia, acaba de publicar, a través del sello editorial del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, el interesante libro “La creatividad lingüística de los chilenos”, donde se incluye siete artículos que ofrecen aspectos significativos de la dinámica actividad lingüística de los chilenos en las últimas tres décadas. Esta obra es la continuación de otros notables trabajos suyos, tal su anterior publicación “Cómo hablamos en Chile”, LOM Ediciones, año 2000. Sáez ha centrado gran parte de su actividad de investigación académica en el fascinante ámbito del lenguaje hablado, esa materia coloquial que constituye el “habla de la tribu”. Así, el autor se pregunta: ¿Por qué razón aparecen nuevas palabras en el léxico de una lengua? Y se responde: “Porque las sociedades evolucionan, los hablantes piensan y hacen cosas nuevas o miran de otro modo el mundo. Para manejar estos pensamientos, objetos y perspectivas nuevas necesitan palabras nuevas”.


La actual revolución tecnológica que hoy conocemos con esa fea y vulgar palabra globalización –susceptible de ser pinchada por un alfiler, según el poeta Armando Uribe- conlleva acelerados y masivos cambios en el lenguaje, dejando en el camino muchas palabras y creando nuevas denominaciones y conceptos de modo vertiginoso. Nuestro castellano pareciera en clara desventaja respecto al inglés, cuyos mecanismos de creación lingüística son muchísimo más ágiles y adaptables a nuevas realidades, sin el lastre del academicismo hispánico, aferrado habitualmente a la “letra muerta”, a una gramática inmovilista, cada día más alejada de la oralidad tribal. Así lo entiende Leopoldo Sáez, cuando nos dice:
“El hombre va creando constantemente objetos nuevos, referentes que para entrar en el intercambio comunicativo necesitan de un nombre que los identifique y represente el conjunto de sus características. Fax, teléfono celular, tarjeta de crédito, buscapersonas, correo electrónico son objetos nuevos del mundo global; en nuestro pequeño mundo (chileno) creamos cuchuflí, lomito, caluga (núcleo de una extensa familia léxica: calugón, calugazo, caluguear, calugueo, caluguera, caluguiento, tirarse a las calugas ).”


Para el profesor Sáez “el español tiene variados recursos de composición para crear elementos léxicos con formas nuevas”, a través de combinaciones de variados elementos por medio de los cuales el chileno exhibe su particular visión del mundo y los seres, nominándolos y transformándolos bajo su mirada caracterológica, con los matices ese humor incipiente que llamamos “picardía criolla”. El propio Leopoldo Sáez, al modo de los grandes ensayistas, hace gala de fina ironía que le sirve como eficaz herramienta para develar los misterios del lenguaje cotidiano y sus artilugios creativos, en los diferentes estratos sociales que componen la polifacética sociedad lingüística chilena.


Discrepo con mi amigo lingüista en la denominación “El español de Chile”. El idioma nuestro es el Castellano, en su variante chilensis; también lo son el mexicano, el argentino, el colombiano, etc. No quiero, por ningún motivo ni manifiesta omisión, dejar fuera a las otras tres lenguas vernáculas de las Españas, una de las cuales constituye mi preocupación lírica y filológica. Tampoco me atrevo polemizar con el profesor Sáez, ni menos recibir sus ya temibles emails que hacen temblar al más pintado de los catedráticos o académicos de esta casa de estudios, al punto que debe uno recurrir al diccionario para no caer en abstrusas interpretaciones y devolver sarcasmos como obuses, o granadas, o misiles, como suele decirse en la nueva jerga bélica del siglo XXI...