El retorno de Pablo Azócar o la aparición del poeta oculto
por Cristián Brito

 

Dicen que Pablo Azócar nació en un tren en las cercanías de San Fernando, en pleno verano del 59’. Dicen que Azócar, luego de escribir Natalia, el 89’, se dedicó a doblar el codo hasta adormecer la necesidad de escribir. Dicen que Azócar se perfilaba como una de las voces narrativas más atractivas de la llamada Nueva Narrativa Chilena. Sin ir más lejos, alguna vez escuché que Azócar había muerto. Sobre Azócar muchas cosas se dijeron. Y es que en su corta pero intensa trayectoria literaria, Pablo Azócar destacó con luces propias como un narrador promisorio, sin embrago su repentino alejamiento de las letras lo transformó en una suerte de Salinger criollo; en una especie de mito que creció con el tiempo. Hasta que llegó un momento en que casi nadie recordaba o decía algo sobre él.

Pablo Azócar, periodista y narrador conoció el éxito con su novela Natalia. Además logró notoriedad con su libro de reportajes/cuentos Pinochet. Epitafio para un tirano, cimentado en su profundo odio al dictador. A pesar de todo, después de la publicación la novela El señor que aparece de espaldas, la pluma de Azócar voló de la escena literaria. Ahora, cuando ha pasado ya una década, Azócar regresa de su autoimpuesto exilio literario con más fuerza que nunca y mostrando una veta oculta, debutando en la poesía con El placer de los demás, texto con el que obtuvo el Premio Consejo Nacional del Libro 2008 y el Premio Altazor 2010 en la categoría poesía .
Sobre Azócar muchas cosas se han comentado, como cuando se especulaba en el ambiente cultural de principios del 90’ sobre una supuesta polémica cena que compartió con Bolaño y Diamela Eltit, donde se supone dijo que ellos “se despidieron con abrazos y con besos” y que “el resto es literatura”.
En sus inicios como escritor, Pablo Azócar además adoptó una particular apariencia, luciendo una frondosa melena crespa al estilo de los futbolistas. Azócar también incursionó en la música. Sin ir más lejos era un gran intérprete de saxofón, era zurdo, no poseía tarjetas bancarias ni una residencia fija. Como muchos otros escritores, Azócar era un fumador compulsivo, tal vez para ocultar su timidez tras el velo del humo del cigarrillo. Por mucho tiempo Azócar se dedicó a viajar por el mundo sin destino fijo, siempre acompañado de una libreta y un lápiz. Inmortalizando todo cuanto le llamaba la atención. Fue en esos recorridos por Europa cuando Azócar, como un escritor errante, comenzó cimentar su hasta ahora desconocida veta de poeta.

Siempre se ha cuestionado la calidad de los escritores que se trasladan entre la lírica y narrativa. Sin embargo, este Azócar se asoma como un poeta lleno de lucidez. En su poesía se puede inferir que el tipo además es narrador. Cada verso que compone El placer de los demás está escrito con un estilo libre, sin caer en las ya conocidas reglas
poéticas que ha tantos autores a ahuyentado.

A pesar del desconocimiento editorial de esta desconocida faceta de Azócar, un dato esencial circula sobre él y que cuenta que en un arranque celoso y como por si las moscas, envío un manuscrito a un concurso de poesía en las Islas Canarias. Y ganó. Pero no alcanzó a brindar por el acontecimiento porque el premio le fue denegado al día siguiente. Había una razón técnica, vital: Pablo Azócar no era canario. Pero era poeta. Aunque en lo sucesivo le siguieron dos novelas, un par de textos de cuentos y una gran cantidad de artículos periodísticos que le tomaban el pulso al fin de siglo chileno, Azócar nunca se encerró en alguna rama literaria/narrativa específica.
Cuando hablamos del Azócar poeta, se debe tomar en cuenta Natalia, escrita veinte años atrás también se prestaba a ser leída como un extenso poema que iluminaba un instante generacional muchas veces oscuro.
El placer de los demás se construye sobre la conjunción de géneros, intercalando a ratos la narrativa con la rima, o simplemente estructurado como poesía con rasgos netamente narrativo; es decir poemas que son noticia, y al mismo tiempo relatos que son compases instantáneos, y con intervalos de pausas que funcionan como un descanso; como un respiro. Este texto está escrito tanto para el regocijo personal como para el potencial lector, lo que nos devela que su título no pudo ser el más apropiado. El Juego temporal que realiza Azócar es otra característica que resalta. Los saltos hacia el pasado y los viajes al futuro se cruzan esta vez en un presente que se eterniza. Un tiempo que estalla y se convierte en un aviso; en un exhorto. Inclusive puede ser interpretado como un enigma trascendental.

¿Habíamos perdido el don del gesto preciso en el momento exacto, o simplemente la inocencia?, se cuestiona el narrador/poeta, como una suerte de zombie que permanece esperando algo que ya ocurrió y que jamás volverá a suceder. Todo parece pertenecer a terceros, incluso la muerte que parece resultarle ajena y que únicamente alcanza a los demás; a todos nosotros.
Es posible y muy probable que éste sea el libro más personal de Pablo Azócar. El más colmado de información ajena, en apariencia, pero el más arrojadamente propio. Azócar no sólo ha escrito estos poemas. También los ha padecido y escuchado y al final los ha compuesto siguiendo el murmullo de un saxofón, el silbido metálico de un clarinete, la música que durante treinta años o más estuvo tarareando en su cabeza. Si en el inicio, en el meollo del placer de los demás, figura un tal Cuturrufo “mordiendo increíble la trompeta en el Thelonious”, hacia las páginas finales la música dominará los versos y llegará nítida, como una epifanía, hasta la aparición de aquel Instante:


“Ese cabrón le sacaba una cosa que no era música
a la trompeta.
Lo que salía por ese boquete
era una fuerza bestial, algo que no era de aquí
ni de ninguna parte. No existe humanidad
para decir lo que el cabrón hizo esa noche
cuando de pronto se colgó de una nota
sencillamente
y empezó a levitar.
El tipo se secó el sudor con la manga,
achinó los ojos,
hizo un dibujo con el brazo
y quedó suspendido en el aire.
Durante un instante todos
estuvimos
suspendidos en el aire,
mientras la trompeta sonaba
y sonaba
y seguía sonando”.


La música se infiltra acá como una segunda lengua. Una ruta paralela a esas vidas suspendidas. Pablo Azócar convoca a los personajes de un elenco numeroso, que juega a ser privado, casi íntimo. La mujer de apellido Mercado que acuchilla con saña al amante; el ajedrecista Bobby Fischer en su última jugada, a punto de volverse lobo; el sonido absoluto alcanzado por un Art Pepper ya en el abismo, con kilómetros de exceso acumulado; la dulce y temible Josie Bliss de un Neruda disuelto; Roberto Rossellini, Virna Lisi, Julio Verne, Redolés, Gaete, Millán agonizando en Santiago de Chile a pocos pasos del futuro, ya en el siglo XXI. Las noticias salteadas o los poemas noticiados. Una y otra vez las vidas explosivas que Pablo Azócar reinventa, echando mano al dato crudo, a la ley del más es menos, al tacto, al insomnio, al testimonio enmascarado, a una vertiente propia de la hagiografía, al swing, al blues, al tartamudeo, al camino del medio, a los trenes del origen, al quilombo y a la guaracha. Y el resultado (se podría decir el saldo) es “El placer de los demás”, este libro premiado que viene a zanjar, ya era hora, la primitiva deuda canaria del poeta Pablo Azócar.
Yo soy un poeta fracasado. Tal vez todos los novelistas quieren primero escribir poesía, y después descubren que no pueden y prueban con el cuento, que es la forma más exigente después de la poesía. Y después de fracasar en el cuento, sólo entonces un autor se dedica a escribir novelas", confesó William Faulkner en la célebre entrevista que dio a la revista Paris Review. Se trata de una reflexión tajante y para el bronce, y de una experiencia común a muchos narradores. Basta revisar casos tan disímiles como el de Joyce, Aragon, Carver, Bukowski y Bolaño para quedar convencido de lo que asevera Faulkner.

Sin embargo, el principio expuesto por Faulkner es parcial. No todos los escritores comienzan de la misma forma. Existen los prosistas innatos: Stendhal, Henry James, Proust y Kafka sólo se remitieron al espectro narrativo.
De cualquier manera, parece natural considerar que la poesía es por lo menos un tipo de lectura crucial para cualquier novelista. Así me lo señaló José Donoso, la única vez que lo vi, en una aciaga tarde, hace más de dos décadas, en su casa en Galvarino Gallardo. Para él habían sido fundamentales las lecturas de T.S. Eliot y Ezra Pound. Le habían abierto la cabeza, lo habían conmovido con el lenguaje que desplegaban, en donde lo lírico y lo prosaico se fundían como en los pasajes más oscuros y radiantes de El obsceno pájaro de la noche. No es casual la mención de Donoso, quien escribió Poemas de un novelista, un libro mal recibido en su momento y que habría que volver a leer para deliberar sobre su valor, si es que lo tiene.

Lo cierto es que unos pocos escritores tienen el don de manejarse con habilidad en géneros como la prosa y el verso. Entre los poetas que llegaron a convertirse en narradores asombrosos habría que mencionar al norteamericano E.E. Cummings, que tiene obras de ficción basadas en sus experiencias en la guerra, y al cubano José Lezama Lima, cuya poética de corte onírico tiene directa relación con su espesa novela Paradiso.
En cambio, es bastante más inaudito que un narrador devenga en un poeta estimable. Los poemas de Thomas Bernhard son diminutos al lado de sus ficciones; y los de Malcolm Lowry no alcanzan la fuerza alucinada que late en la prosa de Bajo el volcán. Pienso en Quevedo, Thomas Hardy y Robert Graves como parte de los pocos autores que son capaces de tener obras poéticas y narrativas de igual envergadura.
Todas estas disquisiciones asomaron en mi mente luego de leer con delectación y sorpresa el conjunto de poemas El placer de los demás, de Pablo Azócar. En este libro no encontramos el zumbido quejoso tan propio de los poetas debutantes. Azócar, por el contrario, muestra una madurez tal que no esconde sus influencias: es un abierto discípulo de Parra y un continuador de Bertoni. Trabaja con lo que se escucha en la calle y no peca de ingenioso ni le sobran palabras. Escribe con la absoluta seguridad de que los límites entre un buen verso y una frase exacta son difusos e innecesarios.
La poesía, como bien lo demuestra este libro, radica justamente en la condensación máxima de elementos prosaicos, no en su eliminación. Por eso los poemas de El placer de los demás se leen con placer; son graciosos, leves y desvergonzados. Parecen escritos sin esfuerzo, lo que es una demostración de la libertad que irradian. Con este libro, Azócar vuelve al ruedo literario con un desparpajo digno de celebrar.