HOMOFOBIA (El viaje)
Ernesto Langer Moreno

 

La madrugada estaba fría y nublada. Cosa curiosa porque cuando está nublado la temperatura suele ser más bien agradable. Pero hacía frío y levantó la solapa de su chaqueta para abrigarse mejor el cuello. El vapor salía de su boca como una gran fumarola. Se mantuvo en movimiento para entrar en calor, hasta que llegó el bus que esperaba hacía ya, por lo menos, treinta y cinco minutos.
Este apareció de entre las sombras matutinas, alumbrando hacia la oscuridad con sus dos potentes focos amarillos. Lo detuvo. Subió por la puerta delantera como es habitual y pagó su boleto.
Venía vacío. Ni un alma ocupaba, a esa hora, aquellos rodantes y enormes fierros públicos. El chofer cerró la puerta, metió el cambio y aceleró para continuar su recorrido.
Las luces interiores iban encendidas y por eso no podía distinguirse lo de afuera a través de las ventanas.
Entonces se sentó justo en medio y así se fue como único pasajero, con las manos en los bolsillos, pensando en una y mil cosas domésticas.
De pronto, después de algunas cuadras, tomó el bus un segundo pasajero. Era una mujer delgada con un abrigo rojo quien, después de mirar hacia todos lados, se sentó en la otra columna de asientos, una fila más adelante.
Podía verla, acurrucada en el asiento, con signos de tener mucho frío. También podía observar los ojos del chofer en el espejo quien, de vez en cuando, echaba una mirada a sus dos únicos pasajeros.

Luego subieron dos jóvenes. Uno de ellos era bastante afeminado para su gusto, así que lo miró con desconfianza, pero intentó ser indiferente, actuar como si no lo hubiese visto. Después de todo, se dijo, un bus puede ir lleno de gente que no se mire nunca a los ojos, como desconocidos que comparten solamente un trayecto de sus vidas. Nada importante.
El bus se detuvo en una luz roja y escuchó a los jóvenes hablando en voz baja, casi susurrando. La mujer se mostró inquieta con estas voces que, aunque mínimas, llenaban casi todo el vehículo.
Cuando el bus volvió a moverse el murmullo quedó sepultado bajo el ruido del motor y de los metales desplazándose. El se acomodó en el asiento y miró su reloj como un acto mecánico. No iba apurado, tenía tiempo de sobra para llegar a su destino, para lo cual tenía que cruzar casi toda la ciudad.
Comenzó a amanecer y el conductor apagó las luces.
Una señora de más edad se les unió en la travesía. Ella echó también una mirada y se sentó junto a la mujer de la fila de adelante. Se acomodó en el asiento estirando su abrigo, sonrió condescendiente a la mujer que no le correspondió y siguió como si nada.

Curioso espectáculo, se dijo él, que había presenciado toda la escena como un espectador privilegiado.
Los jóvenes habían ido subiendo el tono de voz y disputaron su atención con una sirena de ambulancia que sonaba alejándose. Una voz afeminada le cobraba sentimientos a la otra. La otra se disculpaba, queriendo cambiar de tema o quedar en silencio.
Le cargaban los maricones. Nunca había podido entenderlos ni soportarlos. Los encontraba degenerados, contranatura. Y odiaba aún más verlos actuando en público sin ningún pudor.
Escuchó como la voz afeminada, casi sollozando, le decía a la otra que todo había terminado, que ese era el final, porque había perdido la confianza, que había sido traicionado. Quiso cambiar de sintonía, dejar de prestar atención, pero no pudo.

La señora, que había dado vueltas su cabeza, le sonrió amigablemente. Y él le respondió poniendo también una cara amigable. Luego siguió escuchando. Hubo algunos intervalos de silencio y, de pronto, vio pasar al afeminado hacia la parte delantera del bus y sentarse cerca del chofer. El chofer le echó un vistazo y después buscó en el espejo al compañero que se había quedado solo, en la parte posterior. También lo miró a él y sus miradas se cruzaron por un instante.
Subieron tres escolares, la señora de sonrisa amable se bajó en el mismo paradero. Los jóvenes pidieron permiso y dejaron atrás al afeminado que venía inmóvil desde hace un rato. Dos de ellos se sentaron y un tercero continuó de pie afirmado del respaldo de un asiento.
Entonces el sujeto que estaba en la parte posterior avanzó hasta sentarse junto a su pareja. Pero éste se levantó y haciendo un gesto despectivo volvió a cambiar de asiento.
No quiere nada, pensó él, seguro de asistir a una desavenencia de pervertidos. Hizo un movimiento de desagrado y otra vez intentó desentenderse pensando que no era su asunto.
La mujer de la fila anterior, que había reparado en el evento, no les quitaba desde entonces la vista de encima. Incluso se había vuelto hacía él para mostrar su sorpresa y buscar una especie de complicidad. No es asunto mío, volvió a repetirse. Y miró hacia los estudiantes que iban ocupados en otra cosa.
El sujeto se sentó de nuevo al lado de su pareja diciéndole algunas palabras, y éste volvió a cambiar de asiento.
A estas alturas él ya se sentía incómodo. Pensaba en que estas correrías de anormales se convertían en escándalo, los tres menores de edad muy pronto se darían cuenta del mal ejemplo. Cosas así no deberían permitirse.

El bus dio algunos brincos que lo obligaron a sujetarse afirmándose del fierro del asiento delantero. Los escolares se bajaron y subió una pareja con una guagua en los brazos. Pagaron su boleto, se acomodaron entre el afeminado y la mujer que ya había dejado de tiritar y miraba ahora por la ventana hacia fuera.
El recién nacido lloraba y el afeminado se volvió para sonreírles con cara de ternura.
La pareja se limitó, por lo que él podía ver desde donde estaba, a hacer callar la criatura. Supuso que ellos tampoco simpatizaban con desviados y consintió en silencio moviendo de arriba abajo su cabeza.
El afeminado se dio por aludido y parándose, víctima de lo que debió parecerle un desprecio, fue a sentarse junto a su pareja. Este último, desinhibido y feliz, descaradamente lo abrazó y lo beso en la boca a vista de todo el mundo.
Lo único que falta es que se peguen un polvo, pensó él. Y eso le habría sido insoportable.
Miró por la ventana hacia fuera y vio que aún le quedaba camino por recorrer para llegar a su destino. O se habría bajado del bus de inmediato. La pareja con la guagua se bajó unas cuadras más allá por la puerta trasera y al cruzar frente a él el hombre murmuró algo así como: "Maricones de mierda".

A la cuadra siguiente subieron tres cabezas rapadas con su típica vestimenta: chaqueta de cuero, botas militares, guantes, una cadena colgada en la cintura, un aro en cada oreja y uno en la boca. Apenas subieron y miraron se dieron cuenta de la pareja de desviados que aún jugueteaban desinhibidos. Se les sentaron delante y no aguantaron mucho antes de comenzar a insultarlos.
El afeminado y el otro se pararon sin decir nada y fueron a sentarse en los últimos asientos. Los cabezas rapadas los siguieron, burlándose.
Un poco más tarde la cosa se puso espesa y el tono de las voces de los cabezas rapadas amentó mientras pronunciaban los insultos.

De pronto, la voz afeminada irrumpió gritando más fuerte: ¿Es que nadie va a hacer nada? ¿Nadie va a hacer nada?, repitió. La mujer tomó su cartera que llevaba en el asiento del lado y rápidamente hizo parar el bus para bajarse. El también decidió dejar la máquina y una vez abajo, cuando ésta volvió a ponerse en marcha, vio al afeminado pidiendo auxilio con una cara descompuesta por el miedo, pegada al parabrisas posterior.
Maricones -dijo él. Nunca pensé que me daría tanto gusto encontrarme con estos pelados tan violentos.

Como aún le quedaba camino, caminó. Aún hacía frío, el vapor salía de su boca en grandes bocanadas. Apuró el paso, para entrar en calor. En el trayecto fue testigo de la apertura de los kioscos de diario y de la subida de cortina de algunas panaderías. Se cruzó con uno que otro peatón a quienes ni siquiera miró, salvo a una rubia de cabellera atrayente y tacones altos.
Esperó la luz roja para cruzar la calle y entonces los vio. Estaban sentados en la vereda, quejándose. Eran el afeminado y el otro tratando de reponerse después de una verdadera pateadura.
No tuvo compasión, de nuevo más bien se alegró, pensando en que lo tenían merecido. El afeminado, que lo reconoció, se le quedó mirando. El otro se lamentaba cabizbajo, de las heridas inflingidas. Tenía sangre en el labio y la chaqueta desgarrada. Lloraba.
El afeminado le gritó que lo denunciaría por no prestar asistencia a personas en peligro, que los cabezas rapadas eran unos degenerados de mierda. Luego se cubrió la cabeza con los dos brazos y se puso en cuclillas mirando hacia el suelo.
Alguien, un buen samaritano, se les acercó para tenderles la mano. En un rato eran tres y cuatro preocupados de su suerte.
El se arrimó a una pared para presenciar lo que ocurría, porque de pronto una curiosidad morbosa lo atrapaba. Los pervertidos eran entonces consolados por varias personas. Entre ellos algunos escolares que habían sido atraídos por el tumulto.
Un hombre se los llevó en su auto, seguramente a un centro de primeros auxilios. Pero tres cuadras después de nuevo los encontró tirados en el suelo, sin fuerzas siquiera para arrodillarse o sentarse.

El espectáculo era lamentable. Sobre todo porque cruzando la calle se aproximaban los mismos cabezas rapadas que venían en el bus. No quiso imaginar lo que pasaría.
Eso les pasa por exhibir sus cochinadas en público, pensó. La humanidad no los echará de menos para asegurar la supervivencia de la especie. No son necesarios. No califican. Y siguió caminando.Después de tanto alboroto ahora sí que se le había hecho un poco tarde.