Patricio Navia
Es difícil pensar en dos novelistas chilenos más distintos en
personalidad y estilo que Arturo Fontaine y Alberto Fuguet. Y yo por
terco, decidí leer una novela de cada uno al mismo tiempo. Terminé la
de Fuguet primero, la de Fontaine todavía la estoy leyendo. De hecho,
la tengo aquí al lado mío, y el niñito de la portada me mira con cara
triste como reprochándome que escriba de la novela sin siquiera
haberla terminado.
Tinta Roja, de Fuguet, ya pasó a otras manos y de ahí quién sabe a
dónde más irá a parar. El Cuando éramos inmortales, de Fontaine, me
temo, me acompañará todavía mientras avance la primavera en New York.
¿Qué pasaría si Alfredo, el periodista de Tinta Roja se encuentra con
Emilio, el lacónico personaje central de Cuando éramos inmortales? La
polola del Alfredo, Nadia, que para mucho pesar del reportero, jamás
ha accedido a acostarse con él, seguro que se pone a coquetear con
Emilio. El Emilio de Fontaine se confunde y no sabe si se siente
atraído a ella o si es sólo su imaginación. El periodista de Fuguet
celoso tiene ganas de pegarle a Emilio, pero no se atreve y termina
pasándose rollos sobre las tórridas noches de romance y pasión que su
polola debe estar teniendo con el meditabundo Emilio. Tales noches
seguramente no existen, y si existieran, Fontaine, que inventó a
Emilio, no las narraría, por discreción. Y nosotros tendríamos que
contentarnos con la sangre, las gordas calentonas, los jefes hijos de
puta y puteros y los asesinatos que experimenta el periodista de
Fuguet mientras sueña con tirarse por fin a su frígida (para él, no
para otros) polola. Fuguet nos cuenta los detalles, la sangre, el
sexo, los excesos de kilos, los sueños y canchondez de las gordas.
Fontaine nos relata con sumo cuidado que el niño Emilio pensó en matar
al nuevo amante de su madre.
Pero volvamos a los encuentros casuales de los personajes de estos dos
mundos llamados novelas. Si la mina de Emilio conociera al periodista,
la historia sería diferente. Valga una aclaración. ¿Voy en la página
301 de 393 y todavía no tiene mina este Emilio, salvo una prima que
parece que lo calienta un poco, o que al menos algo me calentó a mí
cuando jugaba a la seducción con su primito. Pero de que habrá mina,
habrá mina. Esto se ve venir. La temática de la novela de Fontaine se
parece un poco a las noticias de El Mercurio. Uno ya sabe lo que van a
decir. Uno las lee sólo para ver cómo lo dicen.
En el caso de Cuando éramos inmortales, la historia debería ser más o
menos igual. Emilio tendrá que conocer a alguna mina. Allí se termina
la infancia. Ahí y sólo ahí, simbólicamente, dejamos de ser
inmortales. Ya lo dice la Biblia, y el Cura Hasbún, cuando entra la
mujer, nos llega la tentación, el pecado, la muerte. Ahí dejamos de
ser inmortales. Y por qué no decirlo, nace la necesidad de contar
nuestros crímenes. Cuando dejamos de ser inmortales, comenzamos a
necesitar la tinta roja.
Volviendo al encuentro de la mina de Emilio, el latero adolescente de
Fontaine, y Alfredo, el exitoso pero sexualmente reprimido periodista
de Fuguet, tampoco creo que pasaría mucho. Seguro que el abnegado,
talentoso e inseguro Alfredo, nuestro periodista estrella que termina
trabajando en un periódico tipo La Cuarta, reportando la sección de
crímenes y homicidios, pensaría en ella y trataría (más en su cabeza
que en la práctica) de seducirla. Pero al final la podría terminar
seduciendo el jefe, que es un hijo de puta, aprovechador, gordo
asqueroso, aunque después de todo más exitoso que Alfredo, el
periodista. Y si le creemos a Fuguet, el jodido jefe aquel es más
exitoso que la mayoría de los hombres de este planeta.
Fuguet es el Colo-Colo, más que por el fútbol, por la gente que va al
estadio. Fontaine es la Católica, por el fútbol y por la gente que va
al estadio en San Carlos de Apoquindo. Es El Mercurio contra La
Cuarta, con mina rica en la portada incluida. Y nótese que en su
momento Fuguet también trabajó en El Mercurio. No es la riqueza de la
prosa, que tanto Fontaine como Fuguet manejan muy bien. Es más bien la
temática y la forma de abordarla lo que pone a Fuguet más cerca de La
Cuarta y a Fontaine más cerca de El Mercurio.
Y eso es tanto un cumplido como una crítica a la vez. A ratos dan
ganas de decirle a Fontaine, get a grip! Hasta Borges se da licencias
para introducir ironías y bromas en su narrativa. Y por otro lado, dan
ganas de exigirle a Fuguet que nos regale más de esas sorpresas
narrativas geniales, como cuando Alfredo cuenta el encuentro con su
padre en la librería aquella. No sólo de sangre vivirá el hombre. Ni
de sexo, aunque sea imaginario con la polola que no lo suelta o la
gorda que nos calienta a todos. Aunque es tal vez el uso excesivo de
descripciones de bajos fondos lo que le permite a Fuguet sorprendernos
de a ratos con salidas de una complejidad psicológica que más bien
cabrían en El Túnel, en Rayuela o hasta en Fontaine, que se esmera en
hacer eso en cada página.
Fontaine es como Nicomedes Guzmán, le toca contar la vida de un sector
social chileno. No puede escaparse y ser irresponsable, como Fuguet, y
contar simplemente una historia que pueda entretener y cautivar al
lector. No, Fontaine tiene que contarnos lo que ha sido una
experiencia de clase. Pero a Fontaine, a diferencia de Nicomedes
Guzmán, le toca contar la vida de la clase alta. Guzmán nos contaba
los sufrimientos de los pobres. Y hay algo ahí que me hace sentirme
más identificado con el pobre huevón que un día llega a la casa para
darse cuenta que le robaron la ropa, que cuando al Emilio le pega
jugando rugby (¿o es fútbol?) algun compañero medio matón.
Fuguet es un enamorado de Chile y de lo bajos fondos, que tal vez
nunca conoció, pero que los narra haciéndolos creíbles, posibles. No
sé si existirán esos bares en alguna parte de Santiago, fuera de la
cabeza del chileno crecido en California. Pero bares como ese pueden
existir, y ciudades como la que él describe también. Y periódicos
rascas, pero de gran venta y llegada popular como La Cuarta o el New
York Post hay por todos lados y son siempre mal mirados, pero
envidiados. Lo mejor de Tinta Roja es que si no es porque a ratos
Fuguet se esmera en usar modismos chilenos, la historia podría haber
ocurrido en la Ciudad de Guatemala o Kuala Lumpur.
Y aunque son diferentes, Fuguet y Fontaine tienen también cosas en
común. Ninguno de los dos logra adentrarse en los personajes femeninos
y darles el nivel de complejidad que, digamos, tiene mi polola, o mi
mamá, o mi prima, o la minita que hoy en el metro me quedó mirando y
yo pensé que debía ser una bestia en la cama, pero que terminó sacando
un libro de Platón y se puso a leerlo (perdón, pero alguien que lee a
Platón no me da la impresión de que sea una bestia en la cama).
Fontaine abandona temprano el intento, Fuguet lo intenta a través de
diferentes personajes, pero al final nos quedamos con algunas minas
medio cachondonas, otras abiertamente putas, algunas que bien pudieran
ser frígidas, y luego están las mamás y las tías idealizadas. La madre
de Fontaine es una santa. Tiene un amante, pero es una santa. Yo,
aunque reconozco complejidad, tampoco entiendo a las minas, así que
bien pudiera ser que o Fontaine o Fuguet si entiendan a la mujer y soy
yo el que anda perdido. Después de leer a Rosa Montero, Diamela Eltit,
Marcela Serrano, Laura Esquivel y Madeleine Albright en días
recientes, no sé si las mujeres se entienden a sí mismas. Aunque ellas
si parecieran entendernos a nosotros, los hombres.
De todos modos, la narrativa en ambos casos es rica, pulcra,
cuidadosa, bien lograda. No hay páginas de más y los libros leen bien,
fluyen. Sólo que Emilio resulta ser terriblemente latero (no lo
quisiera de amigo) y Alfredo a ratos empelota por huevón (me calienta
profundamente la mina de Alfredo, de poder, se la levantaría y al
final no me sentiría mal, porque el gil es huevón por no tirarse en la
dura con ella).
Los inmortales (Cuando éramos inmortales) es la segunda novela de
Fontaine, un ingeniero, abogado, qué se yo, un intelectual liberal de
derecha, ¡vamos! El último de los mohicanos. La primera, Oir su voz,
recibió buena crítica, justificadamente. Es también la vida de la
clase alta, pero en otro momento y desde otra visión. Digamos que es
Emilio cuando crece y se encuentra en la crisis económica de 1982.
Fontaine también tiene algunos poemas (Fuguet no escribiría jamás
poemas). De hecho, Fontaine tiene un poema largo sobre New York,
ciudad donde estudió, que no es malo. Panfletario y de a ratos
excesivamente cursi, pero me gustó.
Claro, ni Fointaine es poeta, ni yo crítico literario.
Tinta Roja es la tercera novela de Fuguet. Tenía antes Mala Onda, y un
libro de cuentos, Sobredosis, que en realidad lo catapultó a la fama.
Después sacó el amplia e injustamente criticado McOndo, una antología
de cuentos no-real maravillosos contemporáneos de puros hombres
latinoamericanos. Su segunda novela fue Por favor, Rebobinar. Y aunque
también se puede identificar en la narrativa de Fuguet al muchacho
joven, rebelde, medianamente ganador y perdedor en ocasiones, al
huevón normal, por alguna razón que me cuesta identificar claramente,
los personajes de Fuguet los encuentro más creíbles que los de
Fontaine.
A lo mejor hay algo generacional allí también. Fontaine nació el 52,
Fuguet el 64. Fontaine me lleva 18 años, Fuguet sólo 6. Fontaine se
esfuerza en adentrarnos al mundo de la oligarquía chilena. Thanks, but
no thanks. Fuguet juega más bien con la juventud, con los muchachos
rebeldes, los jóvenes profesionales, algunos del barrio alto, otros
más normales, no pocos marginales.
Con los personajes de Fuguet puedo salir a carretear. Con los de
Fontaine seguro que me encuentro en el aeropuerto internacional de
Santiago, cuando todos hacemos fila para subirnos a los aviones que
nos traen a Nueva York. Y no hablo con ellos en el aeropuerto ni me
pueden caer bien en las novelas de Fontaine.
Y a lo mejor los personajes de Fontaine, esos aburridos, propensos a
pasarse innumerables rollos y meditar en los parques y las esquinas,
se parecen un poco a mí. Después de todo, aunque quisiera, no
aguantaría mucho los carretes con los personajes de Fuguet. Evidencia
de eso es este sábado de tarde, frente a Washington Square Park, que
me he detenido a terminar esta respuesta a las dos novelas y en vez de
irme a sentar en la fuente de agua que las oficia de anfiteatro, me
dedicaré a terminar, o intentar terminar de leer Cuando éramos
inmortales, en circunstancias que podría andar tratando de engrupirme
a la mina del periodista de Tinta Roja, que queda claro, no le da ni
bola y que bien pudiera andar aquí en New York de corresponsal de
espectáculos de algún periódico amarillista.