Otra lección de Ernesto Livacic

por Juan Antonio Massone


Existen algunas personas de quienes podemos decir con entera franqueza que somos sus deudores. Pero esa misma familiaridad que les reconocemos en cuanto hemos realizado y, especialmente, en el ser que nos identifica mientras vamos de camino, lleva a sentirlos como un bien de humanidad que nos respalda en momentos impensados de adversidad y de admiración. Siempre serán más grandes que uno; se acrecentará el aprecio y mejor sabrá valorárseles en la medida en que uno desarrolle aquel ser que colaboraron en despertar.


El más reciente libro de libro de Ernesto Livacic Gazzano (1929)—que no el último, como suele decirse de alguien que nos acompaña en el tiempo--, nos advierte de fragmentos especulares de un fondo unificador: la memoria. Sí; la memoria de lo vivido y de lo pensado acerca de la existencia; memoria de lo hecho y de lo escrito, de las labores y de los afectos, de los propios formadores y de las compañías señeras que le cupo conocer y compartir y que, a su turno, ayudaron a forjar a quien ha sido y es.


¿Libro autobiográfico? A juzgar por lo dicho, no cabe más que afirmarlo. Pero se trata más bien de un texto de lecciones y de aprendizajes, en vez de acumuladas exaltaciones personales. No cabría concebir atención encomiástica de sí propio en alguien como Ernesto Livacic.


Del espejo de la memoria (Bravo y Allende, 2003) reúne un conjunto de textos que, en su momento, respondieron a intervenciones requeridas al autor en su calidad de escritor, de docente, de servidor público, de familiar y de persona mayor. Cada escrito—doce en total—integra alguna de las cuatro secciones del volumen: vivencias, ambientes, fanales en el camino, una estirpe prolongada, amén de ocho fotografías de momentos relevantes de su vida.


Especialmente interesantes sus observaciones reveladoras, frutos de labores y de momentos ignorados en los demás, del conocimiento de personas tanto como de la actitud ante la existencia que, sin énfasis ni poses adventicias, estampa en una escritura mesurada, reflexiva y de tonalidad muy positiva. No se tema grandilocuencia en este libro, sino el pensamiento completo de una idea cabal, un convencido sentir la existencia como don y como misión, y, de acuerdo a ello, la consciencia agradecida y la disposición a continuar en la brega de vivir. Las suyas son palabras de quien no está jubilado, sino jubiloso de haber realizado tareas múltiples, en beneficio de los demás, pero con la sana ausencia de cualquier vanidad. Por eso sabe decir: "el pasado no es un lastre muerto, sino el humus vivificante de nuevos crecimientos. Yo me siento una expresión dentro de ese fecundo proceso del tiempo en el seno de una colectividad".


Este libro se parece a su autor. Texto de linaje espiritual, porque es fruto de realizaciones y de convencimientos; antepone la referencia de la memoria y la cavilación, al brillo fugaz de lo público. Incluso olvida su condición de Premio Nacional de Educación, en 1993.


Más persona que personaje, Livacic es alguien confiable en lo que dice. No necesita de aclaraciones adjetivas, porque es claro en exponer cualquier asunto; tampoco blasona de complejidades artificiosas, pues al ser veraz resulta profundo, aunque familiar o cercano como en sala de clases. Siempre maestro. Se atreve a la confidencia y a lo fidedigno de los hechos. Toma en cuenta a los otros más que a sí, en cuanto escribe. Sabe detenerse en el momento preciso para no menoscabar ajenas memorias. Ese tino corresponde a un genuino respeto que profesa a todos y a todo lo creado.


"Llegar a una edad mayor sin desilusiones ni desencantos, con esperanza y acaso incluso con sueños, es porción muy importante de lo mucho que puedo agradecer a Dios y a ustedes", dijo al recibir el grado honorífico de Profesor Emérito de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Palabras asaz aleccionadoras y que uno quisiera suscribir, con gran decisión, llegado el momento.


Alguien que no conozca a Ernesto Livacic podría, tal vez, extrañar o imaginar postizas sus palabras. No es mi caso, ni el de muchos otros que le tuvieron de profesor, de guía académico, de colega o de amigo. En mí, él es todo lo anterior y siempre un gran ejemplo de humanidad.