Francisco Jorsiac

MALABARES

Prologo

Los textos de Francisco Jorsiac tienen el hálito de lo vivo. Los temas que aborda tienen la calidez de las cosas de cada día que acompañan al hombre: son malabares divididos en pequeñas prosas y poesía vibrante.

Habla de las grandes corduras, de puertos y pescadores toscos de oficio, habituados de desiertos, que cantan a la fuerza del hombre que sabe sacudirse la fatiga ante las inclemencias. Habla de lebreles con alas azules que suelen poblar el hastío, de las ventanas abiertas de Valparaíso. Bebe un último café entre presagios, ciertas mujeres y árboles, acumulando besos guardados en el bolsillo de la camisa. Se viste de desnudo alumbrado con luciérnagas encendidas, pletórico de ausencias siempre presentes enfrentando los ojos de la muerte.

Sus imágenes tienen un ritmo naturalmente logrado, instintivamente sabe transitar los climas y sabores. Su poesía alivia el cansado caminar de las horas por el circular sendero de los relojes de domingo.

Waldemar Verdugo

 

Pequeñas prosas

 

Al negro sol del silencio las palabras se doraban.

Alejandra Pizarnik


Pintura 

Érase una vez un puerto, con sus maderas taponadas, costaneras concurridas,barquitas péndulantes ancladas como en desuso y sus tristes y románticos pescadores toscos de oficio, arrodillado, quejumbroso y contrito ante una puerta que le miraba inquisidora de brazos cruzados y cariceñuda le decía: Esta constancia tuya es inadmisible. A lo que el pobre fondeadero sinceramente remordido respondía: Perdóname, mujer, la infidelidad de siempre, es que la mar ninfómana con su humedad persistente, con sus afrodisíacas fragancias y con sus brisas lascivas me seduce y me emboba perennemente ¿Cómo, dime tú, no caer siempre ante su ir y venir en mí, si me toco ser hombre viejo, fatigado y enmohecido?


Malabares

Cuando llego a casa por las tardes con la fatiga haciéndome zancadillas, en el preciso instante en que abro la puerta, rápidamente, por inercia, para que ninguno vaya a escaparse, se despiertan y comienzan a revolotear de contentos, de “bienvenido”. Como si fueran lebreles con alas alzan el vuelo, se persiguen la cola y empiezan a dar puñaladas al silencio con su insufrible canto medio magullado, ¡Ay esos traviesos pajarillos que abundan y repletan los vacíos de mi casa! De todos los lugares me asaltan la calma; desde la cocina hasta el baño. Cuando, luego de entrar, me dejo caer en el sillón cual desahuciado a la muerte mi paupérrimo espacio se repleta de múltiples aleteos de colores. ¡Contra mi paz aletean tan privada de matices! A veces cuando el tedio comienza a lapidarme no falta el pajarillo kamikaze que en un arranque de intrepidez y velocidad se me entra por la boca aprovechando algún bostezo y vía oral se va directo al pensamiento. ¡Que rabia mal disfrazada es el hastío!, cuando ello sucede, fijo que se me va la noche toda escribiendo como autómata sus poéticas elucubraciones ¡Pájaro que entra en mi cabeza se torna azul!

Otros días revolotean sobre mí como buitres a la carroña, inconscientes e inconmovibles de mi cansancio, algunos incluso me picotean las sienes, tiran de mi cabellera, me aletean las orejas hasta que consiguen su desquiciado cometido, hasta que de cansancio me vencen el cansancio y los hago formarse y seleccionarse por colores y tamaños en grupos de cinco. Con disciplina militar se agrupan con los pechos henchidos de triunfo, ávidos de que les llegue el turno. Saltan, aletean, me miran satisfechos. Y yo, cansado ya de ellos, de su infumable buen humor, de la sumisión a la que siempre me obligan, me sacudo la fatiga del pelo y las ropas y tomo al primer grupo; tres en la diestra dos en la siniestra, meneo un par de veces la cabeza, dejo escapar algún incomprendido suspiro y comienzo a hacer malabares con los cinco y estos, al unísono, de puro contentos y traviesos en el vertical ir y venir se ponen a trinar como en una orquesta circense mientras a los otros pequeños plumíferos, en la expectación, las ansias les van erizando las plumas.


Un adiós con sabor a café y a vuelve pronto 

Ella le dijo luego del lento y último sorbo, luego del prologando silencio, tildando infortunios, no sin congoja en la voz: “Este es nuestro último café…”
A lo que Él respondió distantemente con la mirada hacia dentro: “No mi pobre querida, no y lo sabes, nuestros cafés tienen por destino siempre ser el penúltimo café…”

Con lo que Ella, apretando los labios en señal de sumisión, se levantó dejándole un beso cálido y un abrazo breve en la mesa y salió, se posó en el alféizar de la ventana del restoránt, inclino su cabeza sembrando sus ultimas esperanzas en la berma esperando primaveras menos baldías, abrió los brazos, se volvió para verlo una vez más y se marchó, en el mismo instante en que Él tomó el beso de la mesa, se lo guardo en el bolsillo de la camisa, dejó el abrazo de propina y encaminóse al baño andando más con el alma que con los miembros y llegado a destino, encendió un cigarrillo, se metió en el inodoro y se largó.


Dos fantasmas en una misma ciudad 

Nunca sigo un cadáver
sin quedarme a su lado.

Oliverio Girondo

Siempre que descanso mis pies en ésta ciudad de mar y jardines me resulta inevitable no ir a desandar tantos pasos invisibles y remotos como recuerdos incorpóreos a la concurrida Avenida Perú; Tan presente y temeroso de lo que me espera y voy buscando que el ensimismamiento comienza a alejarme tanto que si me descuido un poco al rato ya me voy siguiendo de lejos y debo alcanzarme con resuelta celeridad. Todos los obstáculos que debo surcar con mi figura famélica y fantasmal para llegar a esta avenida me parecen lejanos como iglesias de adobe en el desierto una vez posados mis pies en ella. Pues, ya en sus roqueríos la mar se presenta augusta y comienza a entonar en su vaivén aquella suave melodía antediluviana que es audible a los ojos. Y ante semejante cortesía uno sólo puede dejar caer los parpados en señal de sometimiento y permitirse acariciar por su frescor de invierno, por su olor a remembranza, por su húmeda y hedónica tristeza de mujer.

Cuando una vez esquivadas las gitanas de rigor que truecan sus promesas, augurios y profecías por inocentes billetes con sus hojitas de romero o lo que sea a incautos transeúntes ávidos de bienaventuranzas y jolgorios; Cuando una vez surcado el gentío que abruma con sus quehaceres llenos de carne, noche y vino; Cuando una vez ubicado el sacro lugar, frente al destellante edificio de los tahúres, en la luminosa y única piedra entre tantas rocas la veo por fin, después de tanto tiempo, después de tanta ausencia, ahí, sentada, espectral, apenas perceptible, burlándose de la noche con su sombra inasible, mirando con esos ojos de abismo, invitándome a su lado con su ademán de recuerdo.

Mi reticente búsqueda acaba su kilométrico andar y visualizó al fin el fantasma mórbido de aquella esbelta y entrañable mujer que siempre me espera en su imperecedera piedra con esas felices promesas que no serán. Y yo que hice del verdor de sus ojos mi patria finalmente me siento en casa, de vuelta, por hado piadoso, en algún lugar.

Al sentarme a su lado, en la venturosa roca esa mujer etérea me acaba y me comienza, me mata y me nace simultáneamente, saludándome posando en mis labios su beso fantasmal que sabe al recuerdo de cientos de besos idos, juega en mi espalda una aventura dactilar por la carretera de mi columna, de dedo en dedo su viaje hasta mi amor. Mientras me voy dejando recorrer advierto a la mar observándonos con sus inmensos ojos de azul, coral y perlas y voy perdiéndome en las visiones que se aventuran hasta a mi en su abrazo, de las vaporosas huellas de pescadores ya fenecidos que continúan buscando perennemente el sustento en la espalda inabarcable, en el pequeño universo azul con sus estrellas molusco que transforman las aguas en el fatuo espejo del cielo.

Y así quédeme y así quedaríame hasta que la muerte quisiera desdibujarme las carnes y vestirme de desnudo. Si no fuera porqué tornando la vista hacia mi diestra el fantasma famélico de una mórbida mujer me hace señas desde el muelle Vergara de pie entre los pilares que sostienen su viejo paseo, tildando en cada movimiento de su brazo izquierdo tristezas y palabras de plomizos otoños, invitándome encarecidamente a su lado mientras en el horizonte, en esa línea que desdibuja un azul de otro, la mar va soltándose el cabello ante mi vista cual mujer frente a un espejo.


Encuentro sobre el alba

Iba la vida a comprar el pan muy temprano en la mañana. Tan acostumbrada ella a madrugar. Yo, amodorrado, entre bostezos que desayunaban aire y parpados tozudos, le vi cruzar, calma, la calle con luz roja. No se percató de mi presencia hasta pasado un buen rato, cuando al fin lo hizo me miro de pies a cabeza como buscando algo, rebuscándose en mi, me escudriño minuciosamente y no vio nada, la muy pobrecita…


Presagio

Se escucha la estridencia del incidente en todo el salón, todos los presentes voltean a mirar al pequeño homicida de cristales, menean la cabeza en señal de reprobación y siguen, como si nada, con sus miradas dolientes, pasmosas y fingiendo llantos,pendientes del muertito inerte en su camastro de madera.
¿Cómo es posible que en un velatorio, veamos a un niño quebrar un vaso, más de inocente que de accidente, y no nos demos cuenta que la vida es igual de frágil?


Hebdomadario

 Lunetizado

Martesimado

Miercolecido

Juevesinado

Viernesullido

Sabateztado

Dominguerido

Intensa y profundamente semanasido veo desfilar a los siete señores por el horrórendo y aterréroso puente de la tristeza que insisten en llamar calendario. Enumerándose y enumerándome los muy insufribles.


Ausencia siempre presente

Además te quiero y hace tiempo y frío.
Julio Cortázar

 

Esta noche su ausencia me hizo comprender que mi fomedad es endógena. Que siempre razón tuvo al llamarme poeta.

Encendí una vela que comenzó a lagrimear su esperma, y con su tenue y trémula luz empecé a hacer sombras chinescas. La pared aburrida ya de escuchar mis monólogos de segunda mano se pobló de movimientos sombríos; Unas veces sus ojos, otras su cabellera, dos veces su nariz, tres veces su cuerpo, mil veces las infinitas formas que tienen sus pequeños senos.

¿De dónde la maldita necesidad de poblar con sus imágenes mi soledad?

¿Por qué, si sembré luz en la tierra labrantía de su cuerpo debo cosechar sombras en arados tan baldíos?

¿Por qué insisto, si hay otros lugares donde no es necesario llegar huyendo?

¡Oh, Sabios!

¿Es esto el amor, una ausencia?

¡Oh, cuerpo perenne que me has de doler! ¡Oh, ausencia siempre presente! Desheredame, desheredame, por piedad, desheredame este desierto.

Un viento enfermo cansado de soplar su destierro entró, perdido, por la hendidura de la puerta buscando un médico. No lo halló y sopló con su aliento hediendo a soledad por última vez un hálito que gritaba basta, antes de dejarse caer, agónico y desahuciado en el sillón a mi siniestra. La llama de la vela, aunque intento defenderse, acabo extinguiéndose ante tanto espanto.

Tanto de Ella tuvieron mis ojos que quede a oscuras y no note la diferencia.

Basta, había rogado el moribundo viento.

Basta de decir basta, me dije. A sabiendas de que con Ella jamás mis bastas aprendieron a ser nunca más. Tantas veces he dicho basta y tantas veces he vuelto a caer, y con su mismo rostro, la misma piedra y el mismo pie.

A oscuras, reconociendo todos los obstáculos de mi laberinto; muebles, recovecos, puertas, lágrimas, fantasmas, vasos y botellas. Me dirigí al dormitorio y el insomnio ya se había acostado en mi cama y dormía, apaciblemente, con sus parpados abiertos su sueño sin sueño. Comprendí, sumidamente comprendí que había que huir una vez más. Entre tanta oscuridad que más daba cerrar los ojos.

Me puse el saco y el sombrero, o mejor dicho, se vistieron ellos de mí. Antes de salir deje dos espejos mirándose de frente, reproduciendo ausencias ad infinitum escribiéndose mutuamente nombres invisibles. Odiando su triste oficio.

Salí.

Pronuncié su nombre una vez más y las luciérnagas en el jardín se encendieron he hicieron coro.

Respiré.

La noche me tomó del brazo y nos fuimos, decididos, a despertar al primer árbol que se nos cruzara.


Nunca al final, siempre detrás

Me importa poco que se haya llevado la pubertad y sus efímeros días, la breve y primaveral adolescencia, la juventud y sus plomizos y quejicosos otoños, la adultez larga, tan impúber y jactanciosa ella de sus cansadas rutinas y languideces de verano. Me importa poco que los inviernos durasen más para depositarme indefenso, huérfano, con el pellejo casi sin carnes, en la senectud que aglomera recuerdos en algún banco de plazoleta esperando, siempre esperando, que el reloj apure el tranco y venga, con sabor más a favor que a desgracia, a llevarse el todo y enviarme finalmente a la nada.

Me importa poco, en fin, que me haya ido desnucando los años con su guadaña.

Pero…

¿Por qué, muerte insensata, madre insensible, cruel e inconsciente muerte, debías asesinar al niño que fui? ¿No entraba acaso yo también en tu carroza aquella tarde escolar de noviembre si tan sólo llevabas a un pequeño pasajero?


Juicio

¡Lo mataste, lo mataste! –Gritaba energúmena– Lo mataste maldito homicida –Pregonaba entre lágrimas y yo, sentado, la miraba cansino mientras fumaba un par de recuerdos.

Todo el bar se estremeció ante sus palabras y no faltó el que me miró inquisidor con ojos de policía frustrado.

¿Cómo pudiste, cómo pudiste desgraciado? –Proseguía Ella interpelándome con animosidad– ¡Era un niño, vil infame!, era un pobre niño que acostumbrábamos dejar huérfano, era un indefenso niño, y ahora no es nada, ahora yace muerto, era un niño, tu amor, tu amor por mi era un niño y lo mataste maldito asesino…

 

Visita

Suelo recibir visitas en noches de insomnio.

Y esta noche no fue la excepción, entre el desvelo y la duermevela, con sus galas de rey el viejo tirano Dionisio II de Siracusa se aproximó a mi cuchitril, cabalgando en su alazán pomposamente acicalado, surcando el tiempo llegó sacudiéndose la lluvia de fechas y de números que traía encima. Conversamos un rato largo, de arte, política y otros menesteres. Luego, como buenos y viejos amigos nos despedimos, se marchó a su tiempo desandando sus siglos hasta mí.

Muy tarde advertí que el desmemoriado rey olvido su espada colgando de una crin sobre mi cabeza.

 

 

Valparaíso

Si caminamostodas las escaleras de Valparaíso

habremos dado la vuelta al mundo

Pablo Neruda

 

Mi estadía en Valparaíso fue una azul tarde que duro tres años.

Una tarde plomiza arribé venido desde la memoria en sus calles y todo parecióme nuevo y antiguo a la vez. La suave brisa de la mar fue esa invitación ineludible al sencillo misterio de sus escaleras de día y a la luz vivificante de sus calles de noche cuando la mar se viste de profundo oscuro y sólo irrumpe entonando viejos nombres empapados de silencios, viejos también.

Y así fueron pasando los días todos en una misma tarde que no encontró nunca un crepúsculo donde dormir.

Una noche, anclado, cual alguna de sus barcas finalizada la jornada, en mi casa escribiendo o leyendo en mi pobreza marina. Entendí que el mejor cuadro de una casa en Valparaíso es una ventana abierta y aferrarónse, estas, a las paredes con sus manos de cristal y jamás quisieron volverse a cerrar.

Otra; al borde de sus orillas comprendí que sólo dos hay que amar pueden –Como es debido– a la mar cual a mujer querida, con el alma y la añoranza salina; estos son el poeta y el marino.

Hoy en la lejanía, en ésta tosca alfombra que llaman ciudad, dejando caer los parpados en mi tozudez de seguir buscando un lugar, vuelve ese olor a brisa, ese suave recuerdo sabor a viento y color otoño que invita al sueño de saberse detenido en aquel viejo puerto una vez más. Hermanándote con él en su porfía de poseer a la mar ufana que viene, le besa y se va.

Hoy en la lejanía, encumbrado en las alas del sueño observo de noche su bahía y su trémula quietud y me parece un dormitorio de luciérnagas distraídas que olvidaron apagar sus luces.

Antes de partir del puerto, porque de todos los lugares siempre emprendo vuelo, con mis recuerdos y mi maleta en los bolsillos, poblado de palabras y habitado de desiertos, escribí con melancólica pena en una de sus tornasoladas casitas; Cuando Dios escribió el mundo Valparaíso fue su mejor poema.

Mujeres

Hay una mujer que cuando la observo detenida y minuciosamente me hace creer, privándome toda duda, en la existencia de un Dios, no como receptor de petitorios, oyente de lamentos, médico de rodillas ensangrentadas o misericordioso ejecutor de socorros, sino, más bien, como artista con sus miles de erratas y aciertos.

Hay mujeres que hacen que uno crea en el solitario, sordo y desquiciado gran escultor… Al igual que ciertos árboles.

La suerte echada está

La primera en acudir aterrada fue Soledad, sentía que era la más afectada con mi decisión. Luego, sin mayor demora, llegaron raudamente las otras dos; Las inclementes hermanas Tristeza y Melancolía. Acusaron lo mismo y con el mismo verso. Al unísono intentaban persuadirme con su voz metálica, con su voz implacable y demoledora; “No tiene sentido”, me decían. A lo que yo respondía con profundo tedio en la voz que el sinsentido era mi mejor argumento.

Taponé mis oídos con un puñado de palabras añejas que hurte al viento que pasaba y no les hice más caso. Lo primero en dejar caer al piso fue la palangana de arena, luego con parsimonia y sin mirarlas ni un sólo momento volqué el balde con cemento. Lo último fue el agua. Cuando comencé a mezclar los ingredientes alce la vista hacia donde estaban. Tenían las tres una cara de no-lo-puedo-creer insufrible y lastimosa. Sonreí, el material ya estaba a punto, en punto su consistencia, el color gris era perfecto como el del gorrión.

Te arrepentirás –Amenazaron las tres y luego apelaron a sus aspectos más cognoscitivos, argumentando a su favor glorias y sabidurías que descansan tras el espanto de tenerlas siempre cerca. Mas no les preste mayor atención.

Me senté con la vista clavada en la mistura, encendí un cigarrillo con una luciérnaga que pasaba distraída. Lo fumé lentamente. La noche estaba fresca como frescas son las noches de abril. Cuando hube acabado hasta el último suspiro del azul humo y sin darle más vueltas al asunto cerré los ojos, abrí mi camisa decididamente, no sin sentir la exclamación de espanto de mis espectadoras, e hice la hendidura en mi pecho izquierdo con determinación, hundí el filo hasta que sentí que lo rozaba levemente, luego, con ambas manos separé las carnes hasta que asomó con su enfermo palpitar, cansado de labor, agónico borboteaba un nombre de mujer entre su sangre. Ellas le miraron con ternura de madre, mi corazón se estremeció.

¡No lo hagas insensato, por favor no lo hagas! –Exclamó Soledad suplicante mientras las otras dos se dejaron caer impulsivamente y cubrieron sus rostros con ambas manos dando chillidos de infante.

Con una mueca resuelta de alivio tome una cantidad prominente del material gris y la vertí en la fisura. Una, dos, tres veces la misma cantidad. Frío se sintió al entrar. Luego, cerré la que seria la última herida y sin permitir más palabras caminé al dormitorio y me dormí satisfecho esperando que endureciera pronto.

Alea jacta est.

Cuando desperté al fin pude respirar. Sentí un poco pesado el pecho, mas pronto me acostumbraría. Di dos golpecitos y estaba sólido. Sonreí con una mueca indecisa. Me levanté a mi nueva vida. Mis inseparables, hasta ahora, tenían preparadas las maletas, repletas de papelitos amarillos, cerca de la puerta de salida. Cuando me vieron asomar las tomaron con encono y me miraron con inquina. La más fornida, Tristeza, abrió la puerta furiosa y juntas, cabizbajas y compungidas las vi salir, las vi marcharse sin volver la vista.

Sin temor a equívoco me atrevería a decir que a Melancolía le observe asomar una lágrima.

Lo social

Al perrito lo llamaban frinfli y todas las mañanas solía ir de paseo colgado de su cadenita al pescuezo con el mentón en alto llevado de una de esas mujeres que gustan de las compañías lisonjeras de estos alegres, estratégicos y sonrosados lebreles. Era un perrito de alta ralea excelentemente bien amaestrado y útil en muchos quehaceres; Sabía, verbigracia, limpiar sus propias heces, hacer café, menear la cola cuando le era provechoso y atar cordones de zapatos, entre otras varias utilidades que lo hacían digno de toda su aristocracia. Era un perrito que merecía, que se ganaba, con el pecho lleno de orgullo el paseo diario.

Todas esas mañanas lo miraba del otro lado de la berma uno de esos perros de suerte errabunda que ninguna literatura se atrevería a llamar perrito, de barbas largas y sucias de tanto rigor, de pelaje indecente y enmarañado. De esos perros que saben de patadas, de pulgas, de lluvias, de balas, de noches; De esos perros que saben mostrar los dientes sólo cuando se va a morder mientras se les va cayendo el pelaje a la par con la vida en alguna olvidada carretera.

Entre una berma y otra había un abismo insalvable.

Miraba el miserable can al perrito del otro lado con decidida envidia, amarillos los ojos, aunque no sabía bien que envidiaba, pues, aunque condenara su vientre a semanas de inactividad, él nunca había aprendido a prostituirse por un plato de comida.

Cupido

Niñito Amor, angelito en pañales, pequeño y sonrosado querubín, no sabes que desquiciadas ganas me corroen de atarte firmemente a la corteza de un árbol, ponerte una manzana rojiza y llena de culpas en la cabeza, tomar en préstamo tu arco, carcaj y torpe puntería y con tus propias saetas jugar a que soy Guillermo Tell.

 

Coloquio inmemorial

¿Por qué Don Quijote la historia insistirá en ilustrarme de talle paupérrimo y paticorto? –Preguntó cariacontecido Sancho Panza desde la merecida posteridad.

No os preocupéis, mi leal escudero,que no os aflija la injusticia que se hace a los de las grandes corduras –Contestóle el de la Triste Figura– Es la historia semejante a ese sádico Procustos que vivía en el camino de Megara a Atenas, que no contento con hurtar, acostumbraba, acostando a sus victimas en sus dos camastros, uno pequeño y otra extenso, cortar a los de talla alta las piernas en el catre pequeño y a los de baja estatura los estiraba con cuerdas hasta lograr la medida del lecho mayor.

Amar

Amar, amar, amar, amarlo todo.

Amar so pena de acabar con las carnes despedazadas y el alma hecha mil trizas en la cruz de la necedad. Amar desde el alba hasta la última luminosidad de la estrella que anteceda al alba siguiente. Amar como contrito, amar como abandonado, amar con rabia, amar con odio, amar la ausencia y la espera. Amar hasta la burla, hasta que los ojos derramen sal a caudales. Amar con igual fervor y devoción a la puta y la beata. Amar con alevosía la lluvia que precede al lodo como alegoría de la vida.Amar la nada que hay tras la marmórea puerta de la muerte. Amar desde la imberbe sonrisa de un alelado hasta el último suspiro de un desahuciado.

Amar con terquedad de revolucionario.

Amar, amar, amar, amarlo todo, hasta que te hunda, gozoso en absurda e invisible gloría, la estúpida manía de hiperbolizarlo todo.


La redentora cortesía de un cigarrillo

Éramos cinco contertulios en la mesa de siempre, en el bar de siempre y en la siempre noche. Fui el último en llegar como siempre y como a todo. Me arrimé en silencio y me até, litúrgicamente, las piernas a las patas de la silla como los demás y con mi escueto saludo y mi sonrisa de cementerio sin estrenar recibí el vaso de cortesía. Era un sábado más en el bar. Nada importante se decía, sólo se observaba en derredor mientras duraba el augusto silencio entre nosotros que permitía oír la estridencia del lugar. De cuando en cuando las miradas se cruzaban hasta que alguno, porque siempre alguien lo hace como si un deber fuera, comete el protervo crimen y dispara a quemarropa a todos los comensales alguna pregunta retórica con respuesta a priori, alguna reflexión filosófica de perro callejero o algún fragmento de calendario de beneficencia, y asesina con su deber el más leve propósito de recreo y nos introduce, polifonía tras polifonía, en esos coloquios que distancian nuestra mesa de las demás hasta hacerla inalcanzable hasta para los que andan perdidos.

¡Ora pro nobis, los verborrágicos literatosos!

Esta noche el carirredondo y barbilargo de mi derecha fue quien disparó su tema. En un comienzo me resistí cual gato de espaldas de no caer en el juego. Mas mi voluntad regocijándose andaba en alguna cabellera de mujer esa noche y a la primera palabra que deje escapar, más por costumbre que por necesidad, sentí como el reloj comenzaba a bostezar sus minutos escuchándonos. Al percatarme de ello me silencié de inmediato, me limité sólo a escuchar a los demás conciliábulos. Se oían poco entre si, ninguno perdía la oportunidad de escucharse más a si mismo. Encendí un cigarrillo y me distancié, me fui perdiendo en el humo azul que expelía formas infinitas y finalizándolo casi, sucedió el milagro. En un acto de piedad el cigarrillo que se encontraba en las últimas con un rápido movimiento tomó con firmeza mis dedos índice y pulgar y me arrojó, con destreza marcial, al cenicero poniéndose él en mi asiento. Se cruzo de brazos, puso cara de atento introvertido y me guiño un ojo. Al instante comprendí el favor. Era una colilla más del recinto. No me importaba tener que esquivar las brazas ni condolerme de mis agónicos y fortuitos compañeros que caían unos tras otros, mal que mal, o bien que bien, era yo el intruso.

¡¿Cómo relatarlo?!

Todo se veía de otro modo a través de las paredes de cristal. Apenas escuchaba a los señores, sólo les veía masajearse las barbas mientras esperaban su turno para hablar y mover las manos incesantemente al que tenia agarrado con firmeza los oídos de los demás. Me divertía que ninguno se percatara de mi nueva objetividad de colilla.

Sentí el alivio que brinda la breve paz.

Observé al de los anteojos como tenia la necesidad de secarlos de cuando en cuando porque la transpiración de su pensar se los empañaba, al de la frente que le llegaba hasta la espalda darse golpes sobre las cejas cada vez que en su discurso se contrargumentaba y al pelilargo e imberbe enmarañarse el cabello cuando una palabra se le ocultaba, traviesa, en su nebulosa memoria.

Y así me estuve, divertido cual estudiante del ocio, por varias horas hasta que el de mi diestra, el carirredondo, miróme inquisidor y preguntó con leve sorna y sumamente adusto: ¿Y usted, Jorsiac, que opina al respecto? Todo se disipó de súbito, me vi nuevamente en mi asiento a la izquierda de todos con los parpados cabizbajos, desprevenido, profundamente descolocado, con mi amigo entre los dedos exhalando humo, tosiendo su eterno azul, y ante la pregunta, yo que no sé, ni he sabido nunca, si soy el que salió de la caverna de Platón o el único imbecil que se quedo dentro, me limite a asentir con una sonrisa entre estúpida y sombría, mientras pensaba para mis adentros en lo fastidiosa e insufrible que resulta la sordera de los ciegos que teniendo vista no quieren ver.

Metáfora

 Gusto, a veces, de quedarme a oscuras un rato, lo que dura un cigarrillo con vida y luego prender una vela sólo con el afán y sin ninguna otra motivación de ver como se calcinan las polillas, ávidas de luz, en su titilante llama.

Pobre suerte la de estas mariposas desteñidas, son la mejor metáfora de mi mismo.


Morir y no

Para todos tiene la muerte una mirada.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como dejar un vicio,

como ver en el espejo

asomar un rostro muerto,

como escuchar un labio ya cerrado.

Mudos descenderemos al abismo.

Cesare Pavese

 

Todo comenzó con el capitulo siete de Rayuela. La escuché detenidamente recitar los versos hijos de Cortázar y los cristianizó, sólo con su voluntad los convirtió en un asunto profundamente nuevo, parecieron bíblicos, augustos, cuando trinaron esos versos en su voz. Yo ya presentía y esperaba esa última cita con la muerte pronta, esa perdida e inmediata hora. Veía ya, los ojos inmortales fijos mirándome en el reloj que colgaba detenido en la pared del hospital. Todo había estado sombrío hasta entonces, que más daba cualquier esfuerzo. Todas las ventanas de mis hogares daban al pasado y al olvido. El silencio y sus hórridas estridencias ya tenían los cantaros de mis oídos en ese insufrible limbo que envía todo a la nada que antecede lo baldío. La enfermedad había alcanzado su nivel crónico; Los huesos cetrinos, las carnes rugosas y el alma gangrenada. Terminal e inerte estaba cuando Ella, rebosante de vida enunciaba al borde de mi camilla: “Toco tuboca, con un dedo toco el borde de tu boca…” Y me sentía a kilómetros de distancia de esos labios que hacían surcos en el aire mientras cantaban. Y, no obstante, estaba ahí, siempre estuve ahí, postrado en la espera ante su silueta, atento y temeroso de sus magias y medicinas.

Vestía Ella el blanco hospital ineludible y el libro en sus manos parecía un mapamundi, una cartografía que brillaba cual estrella en el claroscuro universo de sus palmas. ¡Su voz me inyectaba salud en las venas!; “Hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara…” proseguía y veía en su silueta a contra luz a mi propia Venus de Milo con su cabeza inclinada y la mirada clavada en el escrito, cantando y abrazándome en vano con su voz. “y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja…” y llegó la pausa, la leve bocanada de aire que obsequian los puntos aparte, y en la urgencia de su voz parecióme larga como el cansado caminar de las horas por el circular sendero de los relojes del Domingo.

“Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope…” continuó, y sentía que la distancia entre Ella y yo estorbaba, que debíamos sacudírnosla de alguna forma. Inamovible y pesada como un manojo de toneladas estaba la sabana de mi camilla que separaba mi salud de la enfermedad que me llevaba mientras sus labios versaban.Mirarla y escucharla al unísono en aquel religioso silencio era el milagro que me lapidaría; “…y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes…” dijo a quemarropa como quien dispara pétalos de rosas a los condenados. Cada palabra era una bala perdida bautizada con mi nombre. Mi sed se desbordó y me sentí un Cristo suplicando un harapo empapado de vinagre. Mas sólo quise beber de sus labios o del Leteo. No obstante, sin atender los gritos que salían del fondo de mi mirada prosiguió ida de todo en su misericordiosa lectura: “Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura…” y en mi ausencia de motricidad sentí que mis ojos eran las manos que me quedaban e intentaron rozarle una mejilla o hundirse en su pelo que era un estallar de girasoles que escondían en su misterio lo que acusaba siempre su ojo derecho. Y seguía sin piedad alguna el caudal de su música. “y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultaneo del aliento, esa instantánea muerte es bella…” Luego de escuchar en su voz la temible palabra volví a mirar el reloj detenido en la pared que ya no anunciaba nada más que mi hora. Que era mi pasaje de ida al otro lugar. Que era el inmenso océano donde naufragará mí barca llevándome con una moneda en cada ojo para el perpetuo y fatigado barquero. “y hay una sola saliva y un sólo sabor a fruta madura…” anunciaron esos labios idénticos a los del beso primero, y sentí que estaba a un segundo, a un sencillo estertor de ver pasar mí última primavera. “…Y yo te siento temblar como una luna en el agua.”. Consumó y fue mí extremaunción.

Así, en el sombrío blanco hospital mi reposo postrimero quedó suspendido en su mirada y en su voz me fueron últimos Cortázar y todos los poetas.

A Luz de la Paz G. C.

Pudo ser

En el patio de una derruida vivienda un anciano se dedica acérrimamente a su oficio. Clava sin morbo, ido de fatiga, los soportes de su obra. Ya ha dado la forma de media luna a la madera que le exige su época. Ya ha cepillado y alisado hasta el cansancio los bordes.El sudor desciende en su acuoso caminar desde sus sienes a sus mejillas. No le importa que los sucesos ulteriores hayan hecho olvidarlo de la historia. Sólo le preocupa su oficio. Mas denota una pena que le lastima en las entrañas y en el pecho. Y clava su tristeza, introduce los clavos en la madera, construye, crea, obra, clava. Ya pronta está su labor, presta para mercarse por unas monedas o por víveres.Desde dentro del lugar una mujer le llama por su nombre descorriendo una cortina. Le oferta comida, mas él continúa, silencioso, su martillar sin saber que voluntad le exige acabar lo empezado. Y al fin deja caer el martillo conforme por última vez y alzando a su frente el mismo brazo seca su laborioso sudor.Su devota mujer se acerca con un cálido plato de comida a su lado, le observa orgullosa y cuando José, levantando la vista, le sostiene fatigado la mirada ve en esos tristes ojos el compartido abatimiento por el hijo que ya no está, por el hijo que partió siguiendo al sol.

Un desconocido de acaudaladas maneras se acerca a su inmueble venido de Arimatea. Acabadas las formalidades de rigor se acuerda el precio. Sin comprender los azares o el extraño humor de la providencia y sin tomar en cuenta a su tocayo vende su exudada faena. No hubo ni hay creador que conciba el destino de su obra. Si así fuera el temor a la posteridad haría nacer muchas ideas muertas.

Ni Él ni la historia supieron nunca que en aquella mesa compartieron pan y vino por última vez los primeros amigos de nuestra era.


Roberto

No gustaba de los poetas y sin embargo fuimos buenos amigos. Sostenía, en sus palabras, que nada había de malo o inaccesible en la poesía salvo los instrumentos que usaba para hacerse carne y vino; los poetas. Malabaristas lisérgicos henchidos de rabiosas ternuras, ventanas abiertas al vacío, solitarios poblados de invisibles gentíos, atiborrados de imposibles y condenados al sinsentido y a la nunca-respuesta. Aunque, secretamente, lo sé, admiraba el oficio que permitía valerse de otro par de ojos con los cuales poder ver estallar un sinnúmero de sombras y resplandores ante si. No obstante, se aburría insufriblemente cuando por las noches algún verso le leía o me silenciaba para poder escribir. Nos (me) tenía una tierna lástima.

Lo suyo en cambio era la filosofía. Respetaba a la especie humana sólo por aquella cualidad tan extraña para él. La facultad del cuestionamiento y la búsqueda incesante de respuestas era para Roberto algo admirable y fundamental.

Relatar cómo llegaron a cruzarse nuestros caminos conlleva un sin fin de recovecos que de seguro él me aconsejaría evitarle al que leyere. Admiraba lo breve como algo esencial. Sostenía que en lo breve se encontraba el misterio de lo eterno. Por lo tanto, sintetizando, fue un domingo gris de un mayo otoñoso. El lugar donde habitaba me resultaba sumamente ajeno y al llegar sólo me provocaba insoportables ganas de volverme sobre mis pasos. Aquel domingo debía terminantemente personalizar mí inmueble y en ello estaba lanzando azul a las paredes cuando advertí ese hormigueo en la nuca que provoca la mirada detenida de algún curioso. Tardé mucho en descubrir de quien se trataba por mi tendencia a la inmensidad, no obstante, luego de un rato, lo descubrí al fin. Ahí estaba mi fisgón en el alféizar de la ventana con su mirada aguda, sus pequeñamente inmensos y largos ojos. Inquisidores me parecieron. Movido por la curiosidad había dejado su jardín para observarmedetenidamente. Nos quedamos con las miradas uno en el otro un breve instante. Hice una mueca condescendiente y me acerqué. No pudo evitar su instinto de preservación y se metió dentro de su casa, entendiendo que apelar a la velocidad para escapar era algo infructuoso. Sintió miedo cuando yo ternura. Le tomé en mi palma y le sonreí. Tuve que resignarme a esperar, no había puerta donde golpear. Las casas de su sociedad no tienen necesidad de puertas. Al rato asomó lentamente y al ver en mí sólo gestos amigables se decidió por fin a salir del todo. Sonriendo y cortésmente dije:

Así comenzó una de mis más importantes amistades. Aquel día en su compañía mi casa se convirtió en “La Azulina”. Quiso también pintar su casa de azul e hizo de la ventana su hogar por todo el tiempo que guardamos formalidades. Miraba desde la ventana su jardín que había sido, hasta ahora, su fresco universo con cierta nostalgia en un comienzo.Mas no podía volver a él pues, sus coterráneos le miraban con desconfianza y algunos se atrevían a declamar; “Míralo, helo ahí al loco de la casa azul”. Pasado un tiempo no le importo más.

Pocas cosas teníamos en común y la más importante de ella era nuestro amor por los días de lluvia. Nos pasábamos horas pegados en la ventana mirando la belleza del agua fecundando la tierra. Una de esas tardes me confesó que desde que me había visto llegar sabía que nos haríamos amigos. Esa misma tarde me dispuse en lo que sería mi más ardua tarea sin preocuparme si entendería algo o no. Al comprender que cuando en las noches le leía poesía no lograba, por su vertiginosidad, captar tanto su interés como cuando le leía, por lo parsimonioso, algún texto filosófico. Me dispuse a transcribir a diminutas tablillas libros de Kant, Schopenhauer, Sartre, Heidegger y Nietzsche los cuales atesoró en demasía. Cómo aprendió a leerlos fue para mí siempre un misterio. Él solo se limitaba a contestar con una cita de Heidegger; “Sólo hay mundo donde hay lenguaje” y volvíase a los textos.

Estudiaba a Sartre, Heidegger y a Nietzsche de día y las noches se las dejaba a Schopenhauer. Decía que el pensador metafísico era mejor compañero que los otros en el insomnio. Pasado un mes comenzó a compartir conmigo su entendimiento al respecto de la filosofía. Y nos sumergíamos en largas charlas a la sombra de una taza de café. De tanto sorprenderse con el existencialismo acabo siendo un existencialista.

Le hubiese gustado, de tener cómo, traducir al caracol el “humano demasiado humano” y sonreía al pensar que intitulado quedaría “Caracol demasiado caracol”.

Y así, meses. Veíamos pasar la vida en buena compañía.

Todo era venturoso para ambos hasta que, y afortunadamente no duro mucho,una noche al llegar a laazulina le encontré acompañado de una coterránea suya, salude cortésmente y sin preguntar nada me acosté. Al día siguiente lo mismo y así le encontraba todas las noches durante un mes, sumido en su idilio amoroso. Una noche llegué y simplemente ella no estaba más y no volvió jamás. Quise preguntar que había ocurrido con su conciudadana, mas note a Roberto silencioso, sumergido en sus libros. Intentando encontrar esa puerta de salida que jamás se halla. Dos noches en vela de silencios le duro su desilusión amorosa. Devoró el libro “El amor las mujeres y la muerte” de Schopenhauer y a la tercera noche su humor repuntó un poco y se atrevió a preguntarme sobre el arte del amor:

Luego de esto, silencio nuevamente y nunca más volvimos a tocar el tema.

Con el tiempo, que es buen doctor, fue mitigando su desilusión hasta que un día no quedo más que un recuerdo posado en la ventana que volvía, a veces, con aquellas lluvias que se descolgaban del invierno.

Sin darme cuenta cuándo, acabé caracolizado por mi buen amigo. No hubo cabida para la soledad en su compañía. Comprendimos que no existe el silencio sino palabras mudas, afásicas que bautizamos con el nombre de ausencias. Y en ausencia nos convertimos el uno para el otro cuando tuve que partir aquella tarde, de otoño también. La noche anterior fue la última vez que lo vi. A la mañana siguiente no estuvo más. Sólo había un libro mío de Calderón de la Abarcatirado en el suelo y en una de sus paginas una frase; “Es parentesco sin sangre una amistad verdadera” destacada por la estela del pausado caminar de Roberto, que debió pasearse sobre ella antes de partir para que brillara ante mí con su secreción.

Nunca supe si me entendió alguna vez. Sólo sé que hoy ello no importante tanto. La palabra amigo fue la mejor palabra que aprendió de mí y viceversa. Y esa palabra nos la llevamos dentro en nuestro adiós como la arena y el agua necesarias de los cien veces miles de millones de seres que habitamos esta madre, sustancia y milagro que llamamos naturaleza.

No gustaba de los poetas y sin embargo él en su reino ha de recordarme con la misma gratitud con que le recuerdo yo en el mío.

Roberto, mi caracol, mi amigo.