Marco Martos o el oído en los tiempos

 por Juan Antonio Massone

Un modo de untarse de poesía lo ofrece el adiós, como quien baja los ojos a la luz y se permite pensar en cada detalle vivido antes del sueño.

Rito de la memoria y ensayo de una ceremonia incesante de resucitación, a la escritura del poeta se le regala, en ocasiones, la posibilidad de desnudar a los vestigios de la oxidada pátina impuesta por los tiempos con tal de acercar pálpitos de alguien, ya lejano y perdido para los demás, cuando en su ascenso y plenitud forjara sueños, presumiera de grande, amara y fuese herido en el amor, aun cuando la finitud ya tenía inscrito su nombre en los códices del cúmplanse todas sus jornadas, un día.

Marco Martos (1942), poeta peruano prolífico, disciplinado, vivificador sobre todo, preside la Academia Peruana de la Lengua, para quien la poesía “tiene algo de antiguo que está en el espíritu de los hombres y que felizmente no ha sido arrasado por ningún sistema político: la necesidad de la comunicación personal, íntima”.

Esa comunicación de lo más humano la propicia este poeta al arrancar voces a los tiempos. Voces del tal vez, voces de la probabilidad, voces diversas que pronunciaron la perenne ventura y desventura de toda existencia. Acierta a regresar seres humanos sin importar los siglos transcurridos, pues al cabo, los días y las sombras no han faltado en jornada alguna de los hombres.

Escojo un poema de excepción incluido en la antología Dondoneo (2004): “Ultima hora de Abderramán III” (Córdoba, año 961). Poderoso señor. La inminencia de la noche ya le invade. “Y nunca más”. Es la muerte tan callando, de Manrique; la hora precisa. Todo quedó atrás: grandezas, esplendores, ceremonias, boato, repertorios de un largo ejercicio de poder ante el cual se prosternaron otros y rindieron honores y reverenciales cálculos con que, los más, emboscaron envidias y oblicuos desafectos. Desfilan, en acelerado recuento, fingidas plenitudes amatorias. Sobre el reino de este mundo caerá la siega. Abderramán III se desnuda. Es hora de ser.

“La noche viene. Ya callan los pájaros.

Antes de irme quiero contar

los días en que fui feliz. Mi memoria

escudriña el pasado: sólo son catorce”.

Exiguo guarismo. Una lección se le impone, una sentencia: la inutilidad de la vana apariencia, así como también lo es, cuando cantan los últimos pájaros, la insolente y pretenciosa grandeza. Sic transit gloria mundi.

Abderramán III, nombre de califa o de emir, es la última palabra de aquel rey meditabundo en sus postrimerías. El poeta nos hace oír, en calidad de testigos, la voz declinante de aquél, a partir de versos donde se impone la fuerza de la realidad sin afeites. La gracia poética convence. Eso basta. No es documento oficial ni probatorio de juicio alguno, el poema; sí la ofrenda de un pudo ser que anticipa cumplirse en cada quien.