MOLINA VENTURA: LA POESÍA SIN PALABRAS
Ramón Díaz Eterovic.


Eduardo Molina Ventura – “El poeta Molina”- bien podría ser uno de los escritores de los que habla Vila Mata en su libro “Batlerby y compañía”. Narradores y poetas que por algún motivo reservaron sus talentos literarios para sí mismos o para un reducido grupo de amigos. Que esquivaron el coqueteo de las musas o se negaron a publicar lo que de tarde en tarde pergeñaban. Molina Ventura vivió hablando de libros que estaba escribiendo y que nunca se hicieron realidad. Sus textos, poemas, fragmentos de ensayos y novelas quedaron dispersos, olvidados, y sólo después de su muerte, el poeta Miguel Ruiz recogió algunos de sus poemas en el libro “Eduardo Molina, un poeta mítico” (Ediciones Platero, 1995). Poemas sobre los cuales ni siquiera Ruiz cree estar seguro que sean de Molina. “Sé que al publicar estos textos –dice en el prólogo del libro- corro el riesgo de que alguno pudiera no ser de él, pues en los originales no existe separación entre sus poemas y los que ha transcrito de algún poeta que le gustaba”. Molina – dice Miguel Ruiz- llenó muchos cuadernos que “fueron quedando abandonados en diversos lugares, a lo largo de su vida y las andanzas del poeta. Me dejó algunos de sus apuntes, pero es perderlo “apenas un poco menos”, pues la letra es casi ilegible y desalienta al más animado. No obstante, parte de sus textos, o fragmentos de ellos, permiten su lectura”.

Lo cierto es que Molina ocupó un lugar destacado en las tertulias literarias chilenas, de los años 30 en adelante, hasta el año 1986, cuando muere en Lo Gallardo, donde residía en la casa de Inés del Río de Balmaceda – “La Momo”- amiga y mecenas de Molina y de otros poetas como Efraín Barquero y Jaime Valdivieso. Sobre la vida en Lo Gallardo, Marcelo Somarriva, en entrevista al poeta Efraín Barquero, comenta que: “alrededor de la casa de esta legendaria señora orbitaban una serie de personajes literarios. El círculo más estrecho de las amistades de la viuda lo conformaban Eduardo Molina Ventura, Roberto Humeres Solar y Luis Oyarzún, los tres estetas de cultura enciclopédica y temperamento singular”. Molina fue compañero de Huidobro, Nicanor Parra, Luis Oyarzún, Roberto Humeres, Enrique Lafourcade, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Teófilo Cid, Rosamel del Valle, Eduardo Anguita. Este último, al evocarlo en su artículo “Nada nuevo sobre Molina”, señala: “Con el girar alterno de su cabeza a izquierda y derecha y un aleteo de brazos más marino que volátil, el Chico Molina iba y venía, flotando sobre sus pasos, por las tertulias literarias, en casas o peñas, donde repartía impertinencias y halagos, deslumbrando con sus conocimientos al día de lo que era más nuevo y audaz de la literatura europea por los años 30,40 y siguientes”. Huidobro –dice Anguita- se irritaba al ver el despliegue de conocimientos que hacía Molina, y también existen anécdotas que hablan de “trampas” tendidas por otros poetas para que el “Poeta Molina” hablara de autores inexistentes, con una propiedad que dejaba estupefactos a los ocasionales bromistas.

Conocí a Eduardo Molina en el bar “Unión Chica”, a donde solía aparecer una o dos veces por mes, cuando viajaba de Lo Gallardo a Santiago, a cobrar una jubilación o cierto arriendo del que nunca daba muchas luces. Parecía un duende sacado de algún cuento de hadas. Bajo, gordo, de cabellera y barbas blancas. Rostro de piel blanca, ojos claros y estrábicos, que según Jorge Teillier se debía al empeño de Molina por leer, simultáneamente, los diarios El Mercurio y El Siglo. Solía vestir un grueso abrigo azul y un sombrero que cubría su calva rosada. Hablaba en voz baja, con un hilo de voz que obligaba a acercarse a él para seguir su conversación. “Estoy regio” solía decir cuando se le preguntaba por su situación. También solía decir que había sido la “guagua más linda de Chile” y hacía referencia a una foto que Lafourcade incluyó en su libro “Animales literarios de Chile”. Fueron famosos sus viajes a París y las despedidas que motivaron cada uno de ellos. Al parecer sólo viajó una vez a París y gran parte de su tiempo lo ocupó en buscar a la también mítica Nadja, de André Breton. Lafourcade, que fue amigo cercano de Molina Ventura, ha escrito algunas crónicas especialmente ilustradas sobre ese viaje.

En la época que lo conocí, los poetas franceses seguían siendo su tema favorito. Solía mencionar al Premio Nobel Saint-John Perse, de quien decía ser el primero que lo había leído y publicado en Chile. Su admiración por el poeta de “Anábasis” y “Destierro” era compartida por Rolando Cárdenas, otro “chico” mítico de nuestra poesía. Varias veces me ofreció entregar un baúl lleno de traducciones de poetas franceses para que fueran publicados en la revista “La Gota Pura”. Nunca vimos los poemas y tampoco la novela que decía estar escribiendo durante muchos años, y de la cual sólo comunicaba su título: “El gran taimado”. Antes de conocer el libro de Miguel Ruiz antes citado, sólo leí su poema “In Memoriam”, dedicado al poeta Rosamel del Valle. Fue publicado en el Perú, en la revista “El Hipócrita Lector” y luego en “La Gota Pura”. Los poetas que se reunían en el bar “Unión” solían regalarle sus libros, y él, en una siguiente visita, retribuía los regalos con algún comentario que se perdía entre el bullicio del bar. Recordando la vida literaria en el bar “Unión”, Aristóteles España, en su crónica “Jorge Teillier, un poeta de la tierra de nunca jamás”, dice: “en una sesión se nombró Presidente Honorario, Relativo y Transitorio al mítico poeta Eduardo “Chico” Molina, por ser el mayor de todos. Este desde su cargo presidencial determinó crear la Cofradía de los Botones Negros. Uno de los contertulios fue al bazar más próximo y trajo una docena de ellos, los cuales fueron repartidos entre los miembros formalmente inscritos en el Libro de Actas y de ahí en adelante para sentarse a la mesa de los poetas era necesario mostrar el botón negro, negro, negro de los días oscuros y tristes”.

Algunos acusaban a Molina de ser un gran mentiroso. Sobre la mitomanía de Molina Ventura, en una crónica de Sonia Lira, publicada en la revista “Qué Pasa”, Luis Sánchez Latorre recuerda que en una ocasión, Molina Ventura presentó ante sus amigos reunidos en el Forestal un libro que dejó a todos impresionados. "Pero con el tiempo, el escritor Luis Oyarzún descubrió que su famosa obra ya había sido escrita y se trataba nada menos que de Demian, de Hermann Hesse. Molina decía con aire triunfal que daba lo mismo quién lo había escrito, ya que servía para que el resto conociera a autores de calidad. Ejercía el plagio con naturalidad y buscaba a autores exquisitos".

En verdad, daba lo mismo si el poeta se rodeaba de mentiras o inventos. Sus fábulas iluminaban el techo oscuro del bar y la tristeza de aquellos días bajo las botas. Molina daba la impresión de no ser real, que venía de otro tiempo o se había escapado de alguna novela de Dickens. En el bar todos le tenían afecto y lo trataban con evidente respeto por sus años y conocimientos. Siempre fue un mito, y hoy más que nunca. Lo evoco y me parece ver al protagonista de sus siguientes versos: “En la noche invernal, apoyado contra un pirca de piedras, un niño contempla la Vía Láctea. Absorto tiene los ojos hundidos en las estrellas. Un tibio vaso de leche en la mano”.

Hoy, en una época de mercaderes, hacen falta seres mágicos como el poeta Molina. Seres que llevan la poesía dentro de sí, como algo auténtico, que ni siquiera requiere ser expresado en palabras o papeles. ¿Quién sabe? Es posible que Molina siga recorriendo las calles de Santiago, como un poema que se lanza al viento.