¿Por qué escribir?
Santiago Marín

¿Por qué escribir? Porque la palabra es un don maravilloso que nos permite, de forma inigualable, proyectar nuestras ideas y sentimientos hacia el futuro. ¿Qué sabemos de los celtas, los incas y los indios Pueblo? Prácticamente nada, porque no dejaron vestigios escritos de su vida. De los celtas tenemos aquellos misteriosos y mágicos monumentos de piedra bruta que nos dicen bastante. Los dólmenes, menhires, crómlech, navetas y demás, por ser precisamente construidos casi sin arte, utilizando la rústica roca natural, nos expresan una idea fascinante: la intención era tan profunda que no se justificaba revestirla con una apariencia rebuscada. ¿Qué magníficas fantasías regían el espíritu de aquellos hombres? Los incas, como los egipcios, son sólo ruinas. Y las piedras, como siempre, hablan, puesto que, contrariamente a lo expresado por la ciencia –que rara vez comprende más allá de la superficie-, están tan vivas como el que más. ¿Qué significa esa caprichosa –endiablada diría yo- disposición de las piedras de Sacsahuaman? Sin duda dicen algo, pero, ¿qué? Los indios pueblo crearon verdaderos hormigueros humanos. Aquellas laderas horadadas, aquellas piedras amontonadas, todo tiene una razón de ser, la que, obviamente, escapa a nuestra comprensión seudocientífica que todo lo intentan explicar a través de la fría razón.

Los judíos son un pueblo que arrastra cinco mil años y son la expresión viva y ferviente del peso que la literatura puede ejercer sobre la humanidad. En realidad, los judíos nacen como pueblo propiamente tal, allá por el 1300 a. de C., bajo la dirección inteligente y refinada de Moisés. Establecidos definitivamente en Israel, descubre uno que no fueron artistas, ni arquitectos, ni pintores, ni escultores... Las artes representativas eran absolutamente ajenas a su carácter. Dependían, en todo ello, de sus vecinos. Ni siquiera eran buenos comerciantes, superados por los fenicios, por los romanos, los griegos, los egipcios, los babilonios, los persas, en fin. Los judíos eran comerciantes de poca monta y salvo un esplendoroso período debido a Salomón, quien, por lo demás, era demasiado cosmopolita para ser un judío puro, fueron una nación secundaria, siempre dominada por algún imperio más eficaz. Sin embargo fueron, por sobre todo y ante todo, escritores. Y no importa que, económicamente, hayan sido segundones; sus obras literarias terminaron por influir a toda la humanidad, de una u otra forma. El cristianismo y el islamismo vienen de ellos. El efecto que sus libros han tenido en la historia occidental ha sido avasallador, para bien y para mal. La literatura fue, para ellos, la única arma a su alcance, ya que no eran un pueblo guerrero; las heroicas batallas narradas en la Biblia, en la realidad de los hechos no fueron sino vulgares reyertas. Y basta leer la nómina de los más grandes autores de nuestro siglo y del anterior, para tropezarse continuamente con más de uno que señala este origen racial, cercano o distante.

Por eso se escribe, para cumplir con ese objetivo misterioso, oculto, indescriptible, pero tan real y presente como cualquiera establecido por la ciencia: trascender. Y la trascendencia sólo se logra a través de la influencia, es decir, cuando hemos sido capaces de impactar el alma de las personas, porque hemos sido intelectualmente sinceros, francos, leales, íntegros. Por esa razón la literatura de hoy no dejará huella, porque no impacta a nadie y porque no es auténtica.

Sumirse en el mundo de la creación literaria es, quizás, una de las experiencias más vigorosas que uno pueda vivir. En la novela, se estrella uno contra una marejada de turbulentas emociones, de encontrados sentimientos, de variados pensamientos, que nos hacen temblar a cada instante. Porque uno debe ser todos aquellos personajes; debe ser el canalla, el generoso, el cínico, la ramera, el codicioso, la vanidosa, la resignada, el incapaz y hasta el idiota. Vivir cada momento extremo con intensidad para poder, así, plasmar con vívida fuerza, las palabras que expresen la intensidad de aquellos hechos. Porque una novela es un hacinamiento de hechos extremos, los mismos que, en la vida real, se suceden en un prolongado tiempo que suma años, y que apretujamos de forma brutal para hacerlos caber en un par de horas.

La Historia es un cuento no muy diferente. Los historiadores de oficio no hacen sino acumular fechas y nombres, mezclados con la descripción descarnada y anémica de los hechos. Pero un historiador de vocación vive más de las almas, de las personas, que de aquellos fenómenos circunstanciales. Zweig fue, en esto, mi maestro. ¿Qué importa en qué mes y año Erasmo decidió apoyar a la Iglesia y rechazar las proposiciones luteranas? El infierno moral e intelectual, así como también la pena fraternal que vivió el pensador, es mucho más relevante que las mezquinas disputas de dos fuerzas políticas en busca del poder. ¿Cómo es posible que Erasmo, el hombre más inteligente de su tiempo, haya sido vapuleado por estas dos facciones mediocres persiguiendo sólo su beneficio, sin ningún respeto por su genio? ¿A quién le importa la cantidad de mujeres que satisfizo Casanova? Ni a Casanova mismo. Pero el capítulo donde Zweig analiza su interno erótico es, sin duda, el de mayor profundidad sicológica que se haya escrito jamás sobre el tema. Uno puede sentir, allí, a un Casanova vivo, latente, y no un mero estadístico, que ha sido la forma corriente –y vulgar-, de presentarlo. ¿Y Magallanes? ¿Y Staendhal? Aquella es la única forma de escribir la historia, la única manera de ligarla con la vida futura.

Leer a Encina fue, para mí, una experiencia extenuante. Fui su admirador por su capacidad de acumular información y de narrar los hechos de forma amena. Pero ¡tantos tomos! agotan al mejor lector. La frustración vino luego, cuando descubrí los plagios, las insidias, las mezquindades politiqueras, la mediocridad de espíritu. A partir de entonces, mi lectura de la historia fue mucho más cuidadosa. Descubrí, a poco andar, que el historiador imparcial es un mito. Pasiones personales destruyeron la credibilidad de grandes autores. Recordemos a Michelet y su furor enfermizo contra los jesuitas. O el odio de Vicuña Mackenna en la Dictadura de O’Higgins. La inteligencia, cuando se deja sofocar por la pasión, pierde todas sus virtudes.

El ensayo me resultó ser una manifestación tardía. Quizás porque descubrí que su vena estaba, precisamente, en la personalidad, en la parcialidad. Los ensayos leídos hasta entonces constituían una especie de pequeñas biblias de sabiduría celestial. Luego reconocí que, lo esencial en un ensayo, es ser uno mismo. Por eso su nombre; nunca es definitivo, como la vida misma.

No he sido un poeta de fe, lo reconozco. He producido poco y, debo reconocerlo, de escaso valor. Quizás soy demasiado vehemente para poder expresarme con la sutileza que exige este género. Uno podría reclamar ante ello y poner ejemplos, como Aime Cesaire, Rimbaud, Ginsberg, Dylan Thomas, Ezra Pound. Pero no deben confundirse. La crudeza de sus expresiones no impide la armonía de su cadencia; eso es sutileza, no sólo la palabra meliflua o el giro juguetón. Hubiera querido tener mayor talento en aquello, pues muchas veces descubro que ese medio es quizás el único por el cual expresar una idea o sentimiento. Pero las limitantes son útiles, pues nos obligan a buscar en otra dirección, hasta encontrar la correspondiente.

Por eso hay que escribir y hacerlo con pasión, con honestidad, con profunda intención. Sin vanidad. Porque nuestros descendientes tienen derecho a conocer nuestra experiencia, nuestras vivencias, nuestro sentido de la vida y de todo lo que ella involucra. De ese modo se aprende, se supera, se mejora y se proyecta. No es sólo una necesidad personal; es un deber moral y jamás, nunca, debe ser un mero capricho lucrativo.

Eso es corrupción intelectual.-