POR UNA PIRUETA FORZADA

Nelson Gómez León*

 

Esa tarde estaba por concluir la tarea de castellano, mientras lidiaba con verbos y adjetivos cuando, desde la planta baja llegó la voz de mamá, diciéndome: - Esta es la segunda vez que te recuerdo que vayas a comprar el pan; no habrá una próxima, te lo aseguro.

- Ya voy, mamá, ya voy. Apenas termine esta página lo haré-, contesté refunfuñando. Siempre tengo que ir a comprar el pan; todas las tardes hago lo mismo, me dije mentalmente.

- ¿Qué estás alegando ahora?

- Nada mamita, estoy repesando la materia.

Así no se puede estudiar, es imposible; después ella dirá: - Yo me preocupo por los estudios de mi hijo-, ¡seguro! A uno no lo dejan tranquilo para hacer sus tareas y luego quieren buenas notas. ¡Cuándo será el día que mi hermanita crezca y ella sea la que compre el pan! ¡Claro, como tiene cinco años aún no puede salir a la calle, y menos, a esas cosas; pero es la reinita de la casa, la preciosita, la cochocha de mamá y el ángel de papá; yo, por tener nueve años estoy viejo y no merezco cariños o consideraciones y estoy para los mandados. Cuando sea grande me iré a explorar el cosmos y descubriré nuevas galaxias; no lo haré como Flash Gordon acompañado de una mujer - capaz que me mande a comprar el pan -, iré solo en mi nave. Ellas únicamente sirven para decirme lo que tengo y no tengo que hacer – como mi profesora -. Seré libre para tomar mis propias decisiones cuando gobierne la Tierra!

Terminando la página, como prometí, me puse el chaleco de lana y bajé corriendo la escalera hasta llegar a la cocina donde estaba mamá, una vez a su lado, estiré la mano, ella sin mirarme buscó en su delantal hasta que encontró dinero.

- Aquí tienes un billete de cien pesos para que compres un kilo de pan; encima de la mesa del comedor está la bolsa y, no te demores, rapidito José, que está por llegar tu padre, y tú sabes cómo se enoja cuando le toca esperar a que le sirva la once; ya pues, vaya ligerito.

Abrir la puerta de calle un frío vientecillo revoloteó por mi cara y cuello: -¡Otoño, divino señor que alfombras de colores café ocre las tristes calles de mi pueblo!-, exclamé gozoso. Cuando llegue el verano podré ir a bañarme al río, comeré mucha fruta y no asistiré al colegio por meses completos; quizás hasta pueda ir a ver a mis abuelos que viven en Villa Alemana. Es indispensable que en diciembre pase de curso, para entrar el año que viene a primero de humanidades; habrán jovencitos igual que yo, y no puros niños como me toca ahora, participaré en nuevos juegos, pantalones largos y llevaré otra clase de vida. Tres casas más allá, las niñas de la señora María estaban jugando al luche, y como siempre, salté por entre sus deformes cuadros marcados en el suelo, borré algunas líneas y dispersé sus muñecas, la más grande reclamó: - Ya pus, José, todos los días pasas molestando. Todo porque eres más grande y gordo ¡ te voy a acusar a mi mamá!

- Cállate, Lola, algún día podrás decir que el gran José, jugó con tu mal delineado luche-, contesté riendo; luego de las consabidas morisquetas diarias, me alejé. Me sentía bien después de molestar a esas niñas, en el colegio no se podía hacer desordenes o catetear, los curas eran muy estrictos para esas cosas. A saltos acompasados y batiendo la bolsa llegué a la mitad de la otra cuadra, entonces vi al Sofanor que encumbraba un volantín; pese a no ser amigo de él me acerqué resuelto, y le dije: Déjame tomar un ratito el hilo Sofanor ¿querís?-. El aludido siguió en lo suyo sin mirarme, absorto ante las piruetas de su hermoso volantín de tres colores.

- Préstame el hilo para tenerlo, juro que no le haré daño; cuando tenga uno, vendré a buscarte para que lo encumbremos juntos. No seai apretado, ¿ya?

- Ándate, gordito, ve a molestar a otro lado, no me obliguís a correrte a la fuerza, ¡chao!

Presumido como siempre, el egoísta y flacucho de Sofanor, todo porque tenía doce años cumplidos ya se creía adulto. Yo era algo gordito, sí, pero para mi metro de estatura estaba bien; los pantalones cortos eran la causa de que los demás me vieran gordo; cuando esté en primero de humanidades usaré pantalones largos y nadie se reirá de mí, ni me dirán “gordito”. Para lo que me gustan los volantines, se rompen a cada rato y a uno lo dejan con las puras ganas. Sin embargo, varios metros más allá seguí mirando entusiasmado el majestuoso ser que desafiaba a los vientos. Poco antes de llegar al almacén donde compraba el pan, vivían unos muchachones de entre quince y diecisiete años que acostumbraban molestar a los niños chicos. Mientras tres de ellos estaban sentados en el suelo, uno hacía la posición invertida contra la muralla, apenas me vieron empezaron a gritar: - ¡Ven, Pepe, trata de hacer cosas de hombre!, ven, chiquillo desobediente-. Ante mi indiferencia, el más rosquero se puso de pie y acercándose a mí, me tomó de un brazo y me empujó hasta la pared, y me dijo: - Yo te cuido la bolsa, mientras haces de rana y nos muestras tus habilidades -. Quise reclamar, pero un fuerte apretón en el brazo me indicó la conveniencia de no hacerlo. Con mi rostro enrojecido por la impotencia y movido por una ira incontenible, apoyé mis manos en el suelo y traté vanamente de poner mis pies contra la muralla; tras varias tentativas y con lágrimas en los ojos me vi forzado a desistir; compadecido por fin uno de ellos, dijo: - Mejor anda a comprar “gordito”, tu mamá se va a enojar si te demoras -. Todos rieron cuando el más chico se puso a hacer pantomimas referentes a mi fracaso como atleta.

- Los voy a acusar, van a ver no más -, les dije.

- ¿A quién vas a acusar?-, dijo el más chascón, acercando su pecho al mío y empujándome.

Con la mirada baja y tiritándome las rodillas, tomé la bolsa y corrí hasta llegar al almacén de don Saturnino; había varias personas tratando de comprar, me puse en la fila de espera, mientras mascullaba malos pensamientos contra los abusadores que casi a diario se reían a mi costa. De pronto, sentí la mirada de don Saturnino clavada en mis ojos, mientras me decía: -¡Tú, cuánto pan quieres!-. Tardíamente salí de mis negros pensamientos y le contesté: - Un kilo, por favor-. Atolondrado metí la mano en el bolsillo para sacar el billete, y no lo encontré, busqué en los otros...tampoco; se me debió caer cuando me obligaron a hacer la posición invertida –pensé-; por más que traté de encontrarlo fue imposible. Pesado el pan, el almacenero lo metió en la bolsa, puso ésta sobre el mostrador y estiró la mano para recibir el pago.

- ¡Rapidito don Saturnino!, déme un kilo de pan y un cuarto de mortadela, tengo visitas esperando en la casa-, dijo doña Inés con impaciencia a mi espalda. Apremiado por la mujer, el almacenero despachó su pedido y, luego me quedó mirando con cara de pocos amigos, mientras bramó: -¡Ya pues, jovencito, estoy esperando el dinero-. Todavía hoy no sé de dónde me salió esa voz pausada y serena con que le contesté: - Ya se lo entregué, don Saturnino, lo que estoy esperando es el vuelto de mi billete de cien pesos. El sorprendido hombre, abrió desmesurados ojos, al tiempo que aseguraba: - ¡Si no me has pagado, niño!, ¿cómo te atreves...?

- Yo conozco a Josesito, no es de esos que usted insinúa, don Saturnino-, intervino la señora Inés desde la puerta. - Pero si no me ha pagado-, insistió el aludido. – Nunca le creeré algo parecido; este niño es el más educadito del barrio. Y si él dice que le pagó, es porque lo ha hecho; yo le creo y basta-, remachó doña Inés.

Ante la contundente defensa el hombre entró en dudas, y a regañadientes me dio los diez pesos de vuelto y la bolsa con el pan; se agachó hasta mí y en voz baja me dijo: - La próxima vez no telo creeré ¿entendiste?-. Evitando los ojos de don Saturnino me escurrí del lugar, no obstante, con una mirada de agradecimiento pagué a doña Inés su confianza y su ayuda, la que me fue devuelta con cariño.

Me dirigí a casa con una desagradable sensación en las mejillas y en la boca del estómago, caminé apresurado y sorteando, esta vez, a los niños que estaban jugando en las veredas; trataba de razonar el por qué, había mentido ante la pérdida del dinero, nunca imaginé un problema de esta clase, estaba avergonzado por mi comportamiento y ese desplante desconocido que me afloró sin pensarlo. Al llegar al frente de mi casa, introduje la mano en el bolsillo que guardaba la moneda mal habida, y tomándola entre dos dedos la arrojé lo más lejos posible; no quería tener en mi poder, ni entregarle a mamá esa muestra de la infamia. Con esta última acción tranquilicé mi aporreada conciencia, haciendo borrón y cuenta nueva, con alegría entré en nuestro hogar, convencido de no haber efectuado ninguna maldad, o de haber perdido algo.

Ahora, tras haber caminado mucho y con la lucidez que dan los años, veo que sí perdí algo ese día, algo muy importante: perdí mi inocencia.

 

 

EL PEQUEÑO AMO DEL FUEGO

Poco tiempo después de la muerte de su padre, falleció su madre; con premura redujo a dinero los bienes heredados, conservó el que, por siglos, había sido el orgullo de la familia: un vivaz y simpático dragoncito de color verde agua, de escasos quince centímetros de alto por veinte de largo, que por costumbre, entre los infantes de la estirpe Zahir, fue su compañero de juegos.

Desde temprana edad supo de las bellezas de un país llamado Chile, y sin pensarlo más viajó a conocerlo personalmente, quedando maravillado con las bondades del clima, de la variedad de sus paisajes y de la sincera amistad que prodigan sus habitantes; por carretera recorrió el país hasta llegar a Quellón, ahí se enteró de las tradiciones y leyendas que rondaban la isla de Chiloé, y quedó maravillado. Sin pensarlo más, quiso reiniciar su vida en este bello lugar, hizo los trámites necesarios y, se estableció con un modesto almacén en esa apacible caleta.

Cuando joven, su abuelo emigró a Cali, Colombia, donde nacieron su padre y él; por ser mezcla de razas no mantuvo el idioma de la ancestral India, pero sí conservó esa fe y sus costumbres.

Pasaron doce años desde su llegada a Quellón, y su negocio estaba convertido en un emporio mayúsculo - para la caleta -, ahí el comprador encontraba desde una aguja hasta un repuestos para el motor de su lanchón; no faltaron los que lo miraban con envidia, mas la gran mayoría concordaba en que su prosperidad era producto de su trabajo, de su dedicación y ahorro, a su buen corazón y a su eterna amabilidad. Como prueba del afecto que los lugareños sentían por Zahir, lo apodaron “Colombito”. Todos concordaban, eso sí, que el principal mérito del Colombito consistía en haber traído a la isla a su dragoncito de color verde agua; por admirar a tan bello ejemplar, las mujeres y los niños recorrían largas distancias, los hombres, en cambio, sabían que al comprar cigarrillos en el emporio, el primero que prendieran en el local, iba por cuenta de la casa; ante una suave caricia proporcionada por su dueño en el lomo del dragoncito, éste lanzaba una bocanada de fuego, lo justo para que el fumador, entre risas, prendiera su vicio. Am, -era el nombre del pequeño expendedor de fuego- se paseaba durante el día sobre la cubierta del amplio mesón, con tal de no apartarse de su propietario; cuando el Colombito arreglaba las estanterías, barría el local o la vereda, introducía en el bolsillo superior de su delantal al compañero de su vida, cuidando de que su cabecita quedara afuera, para que así, pudiera admirar a gusto el paisaje y a los transeúntes. Desde que Dagoberto Zahir llegó a Chile mantenía correspondencia con su prima Kali, que residía en Colombia; ya habían fijado fecha para su próxima vida y, el Colombito, ayudado por la tradición de la minga, estaba terminando de construir la casa que ocuparía con su futura esposa; por las incomodidades y la escasa seguridad que presentaba la obra en estos momentos, Am dormía solo en el negocio y tiernamente acunado por su amo en una cajita de chocolates.

Ese atardecer, mientras Dagoberto se retiraba a descansar en su nueva casa, repasó por milésima vez la extraña historia de Am, según la leyenda, que había pasado de generación en generación, el dragoncito llegó a sus vidas con la altura de cuatro metros de alto y seis de largo; tras la zancada de los siglos fue reduciendo de tamaño y mutando sus colores: llegó con variados tonos de azul, siguió con los rojos y luego pasó a los granate; ahora estaba llegando al límite de los colores verdes y su estatura había llegado al mínimo; sólo quedaba esperar su vuelo definitivo a la otra vida. Con verdadera angustia el tendero se negaba ante la posibilidad de que Am respirara a su lado los minutos finales de su vida; no podría sobreponerse a esta pérdida, fue el fiel amigo de su niñez, toda una existencia de amor compartido; la dulzura que irradiaba ese pequeño ser hacía aflorar los buenos sentimientos en cualquier ser humano, era el modelo de la humilde bondad.

Al día siguiente, como lo hacía todos los días domingo, llevó a su querido Am a la plaza; e único alimento que el dragoncito consumía era el polen de las flores y Dagoberto se daba el paciente trabajo de cambiarlo de flor en flor; en eso estaba, cuando una bella mariposita, de intenso color azul nacarado, con manchitas blancas, se posó a un costado de Am y con coquetería comenzó a batirle armoniosamente las alas; al parecer, se pusieron a conversar. Cuando Dagoberto, receloso, se acercó a cambiarlo de flor, por primera vez, en siglos, el dragoncito habló: “Querido, respetado amo y señor, te ruego no cambiarme de lugar, ya que, al parecer, he encontrado al amor de mi vida y, como aprecio ser correspondido, te suplico me permitas continuar con este agradable coloquio”. Entre asustado y trémulo, Dagoberto le contestó: “Lo que tú quieras, mi buen amigo.., estaré en las cercanías recorriendo el sector; tómate el tiempo que estimes conveniente”.Ante este insólito hecho, entre conjeturas y discretas miradas cómplices, El Colonito paseó sin rumbo por más de dos horas; cuando regresó al lirio donde había dejado a Am, lo encontró con la cara llena de risa y sin compañía.

Antes de llegar la noche, en dos oportunidades trató de comunicarse con el suspirante y satisfecho Am, diciéndole: “Mientras estuviste en poder de mis antepasados, nunca pronunciaste palabra alguna, tampoco yo te había oído hablar ¿por qué ahora?, sé buenito y contéstame”. Y, el diminuto ser alado, en las dos ocasiones esquivó la mirada con un mohín de impaciencia; ante esta nueva fase de Am, Dagoberto resolvió no insistir en nuevos intentos de comunicarse con él. Pasaron once días, y por las mañanas, a eso de las diez, puntualmente hacía su ingreso la bella mariposita y revoloteaba por el emporio hasta posarse junto a su amado, el que a su vez, sólo tenía ojos para ella; tras coquetear por más de una hora, la mariposita salía volando en dirección al sol; como resultado de estas visitas, Zahir notó en la mirada de su dragoncito los estragos de un amor imposible; el fuego entregado por Am a los clientes ya no era el suficiente, y ellos , también se empezaron a preocupar. La desgraciada mañana del décimo tercer día, Dagoberto, temprano como siempre, se dirigió al emporio para atender a su numerosa clientela; no le faltaban más de cien metros, cuando vio su edificio en el suelo y a un montón de curiosos contemplando el aterrador espectáculo, su milenaria alma se encogió de dolor, la sangre bulló raspándole las venas y las rodillas se le aflojaron. “¡Qué la tierra me trague!”, se le oyó gritar en la fría mañana. “¿Dónde estás, Am? ¡Amm!”, respóndeme.

Fuera de sí, trepó temerariamente sobre los escombros, afanoso buscó entre los maderos, con desesperación empujó cuanto estante, mesón o estantería se puso en su trayecto. Luego de mucho escarbar encontró la caja de chocolates don dormía su regalón: estaba intacta y sin huellas del dragoncito. Con la desazón reflejada en el rostro y la cajita apretada contra su pecho salió a la vereda, donde varias personas comentaban lo acontecido, la señora que vivía al frente, con voz entrecortada, le dijo: “Como a las cuatro de la madrugada me despertó un ruido infernal; toda tembleque, miré por la ventana de mi dormitorio y, ay Señor Mío, ante mis ojos , un inmenso dragón de color café alzaba el vuelo hasta la misma inmensidad del cielo, con la boca abierta me quedé mirándolo hasta que se perdió de vista; comencé a rezar un Padre Nuestro cuando, miré de nuevo otro ruido del demonio me quitó la respiración. Miré de nuevo hacia el emporio...¿y adivine qué vi”. Jubilosa porque nadie más podía saber lo que ella vio en solitaria, por breves instantes gozó con su pequeño secreto, luego, al no recibir respuesta alguna, prosiguió: “Una gigantesca mariposa de color azul y blanco elevándose en majestuoso vuelo a la siga del dragón”. Al finalizar la vecina con su relato, Dagoberto comprendió al instante su significado: esta era la última mutación y la nueva vida de su incomparable amigo Am, ahora éste, en unión con la mariposita, procrearían a la próxima y milenaria mascota que acompañaría a los hijos que le diera Kali; y así se perpetuaría por siglos, el tesoro de la estirpe Zahir.

 

 

* Artesano, actor y escritor. En 1989 y 1990 edita la revista "Raima". En 1990 presenta su libro de cuentos "Cuentos y Otras Hierbas" y "Pequicuentos", en coautoría con Iris Fernández Ángel. En 1991 lanza "Siete Voces de Arica", en coautoría con Iris Fernández Ángel; "Ideas Sobre el Cuento" y "Caja de Cuentos".En l992 publica "El Buscador", y dirige la publicación de la antología "Hacia Un Norte". En 1993 junto a su Exposición de Narrativa Ilustrada, entrega el libro "Kuentomancias y Mentíforas". En 1999 Norton Ediciones, con ocho mil ejemplares de tiraje, publica el libro "Cuentos chilenos para Niños", donde incluye un cuento suyo.