Recuento de caminante

por Juan Antonio Massone

 

Ernesto Murillo es poeta e ingeniero. En ambos muestra parejo ánimo andariego. No en vano buena parte de sus trabajos profesionales le llevaron a conocer altivos relieves y obcecados parajes. Parece nada le arredró mientras palpara vericuetos de la tierra. Al contrario, el ingeniero se acompañó de la admiración entusiasta del poeta y, de esto precisamente, trata este Recuento.
Acierto de entrada es el título escogido en lugar de la gastada palabra antología. Dejemos que ésa la haga el tiempo de lo porvenir. El autor se ha impuesto, ahora, una revisión más encariñada y próxima a su íntima peripecia. Ejerce su derecho de preferencias y omisiones, escogiendo sus textos según temas predominantes, aunque deba aclararse que suelen éstos coincidir con los respectivos libros publicados, sin perjuicio de que incluye algunos textos inéditos.
Murillo es sensible a la geografía chilena, aunque no con exclusión de otras. La suya es escritura de cartografía sentimental. Recuerdos e interrogaciones acucian al andariego que hay en él. Y de esas andanzas exprime calores de cortezas, pulsos agitados de la tierra, resistencias inmoderadas de rocas y lejanías , habitantes humanos que sortean el acre desaire de la pobreza o la fauna marina que deslumbra, graciosa, en el vientre del agua.Tampoco queda impronunciado la contreñida condición humana en el cemento citadino, esa forastería en que el espíritu de lo vivo y la vida del alma sufren menoscabo y negación.
El ser humano, en esta escritura, es mínima presencia si se le mira, como aquí se hace, en relación al desierto, el océano o el Cañón del Colorado. Sólo que su pequeñez no es propiamente negación, o absurdo, o asfixia de sentido como sí se desprende de la ciudad innoble y artificiosa. Pletórica de luz y generosa de envergadura, la naturaleza persistente del texto es septentrional. Murillo es norte. Y norte chileno. Salar (1970), libro vigoroso, lo confirma sin réplica .
Metaforizada, la tierra queda eximida de grave pesantez. Hipnotizado por la altura y generoso de convocaciones, el poeta muestra el rostro conmovedor del óxido en utensilios, trasuntos de ausencias aglomeradas, tácitos abandonos que hienden la luz o la amplitud que asombra en ese laborar del hombre que deja señas y cicatrices de sus afanes. "Mi patria es difícil", sentencia , mientras la vastedad marítima y terrestre impone sus reales, prescinde del tiempo , o lo acumula en pátinas sobre cuya nobleza se posa la rúbrica de millones de años. Para entonces, la exigua presencia humana queda sin voz, perpleja, absorta en el rubor calcinante ,debajo de cielos fantasmáticos.

"Detenerse de pronto en medio del desierto,
mirar cómo es´ta todo metido en su silencio,
calcinado en su postura de infinita quietud,
seco de soledad, yerto de olvido,
hecho de cristal de sueño y sal trizada.
Detenerse en medio del desierto,
hallarse nuevamente ante sí mismo,
como si nada hubiera acontecido
como si un viento de metal helado
hubiera borrado todo lo que estuvo
entre el beso, a sangre y la esperanza."

(Desierto)

Pero el caminante identificado en la voz poética cursa invitaciones al lector, le quiere partícipe de su entusiasmo admirativo, y aun de preguntas y consideraciones en que se columbra la existencia como una oportunidad de ejercer don recibido. En tales ocasiones, el ímpetu lírico cede el paso a la contundencia lítica. Preferimos sus poemas geológicos de consecuencias ritmadas aunque las cercene el filo calcáreo o el abrumador arenal. El parentesco que, a veces se siente de Neruda y de Jobet, no lo desmerecen.
Una gema: "La caída" ,desmiente cualquier reserva y ,mejor que todo lector, regala experiencia de júbilo poético , argumento suficiente para decir que Ernesto Murillo queda justificado en este primer recuento de su poesía. Y esto no es motivo pequeño de agradecer.

"Espiga alegre, el hombre, águila inquieta,
que ha volado tan alto y tan profundo,
atento soñador, pastor del mundo,
sembrador de campanas y planetas.

De tanto buscar cielo y estatura
ocupando el espacio con sus voces,
de tanto abrir el cerco de los disoses,
está hundiendo su extraña arquitectura.

Aún es tiempo de atarlo en la caída
que borrará el dibujo de su paso
calcinando el enjambre de la vida.

Aún es tiempo de cambiar su suerte
y que la paz lo acoja en su regazo.
Aún es tiempo de matar la muerte."


Y en ese rescate de lo humano, de su posibilidad mejor, la del espíritu acorde a lo vivo, tendrá en la poesía un aliado que ayude , como en este caso, a palpar con los ojos la inagotable presencia de lo creado.