Por qué regalar libros
Por Pía Barros

Tiempo de regalos

Me gusta regalar, pertenezco a esa clase de personas que comienzan navidad en junio y acumulan paquetes de diferentes tipos escondidos en lugares secretos, porque fueron comprados para personas específicas, para carencias definidas. (Demás está decir que la navidad me sorprende con paquetes perdidos para siempre en el reino del “por ahí”).
Durante unos años, fui la tía que regaló sólo libros, incluso a sobrinos que odiaban la lectura. Después, dejé que el consumismo facilista del “todo a mil” resolviera por docenas el problema de los regalos de sobrinos remotos y mi bolsillo en estado de precariedad permanente.

Años después, el Chino, un sobrino supuestamente alejado de la lectura, me preguntó por qué ya no le regalaba libros. También me contó que eran los únicos libros que leía y que el verano lo pasaba con esas palabras.
Recordé de improviso al tío Jorge Camus y su rostro regordete se vino a la memoria de los lugares queridos. Llegó al campo siendo un adolescente, premunido de su diabetes y su risa. Fue el único que descubrió que esa niña moquenta y arisca, en estado semi salvaje, sabía leer. Me regaló el primer libro de mi propiedad absoluta: tapas amarillas, colección Robin Hood, que encerraba una historia de piratas, “Barracuda” y que a su vez me planteó la primera interrogante acerca de las palabras ¿cómo sería una risa “argentina”? ¿Algo así como juajuáché?
Desde entonces, quienes me regalaron libros buenos jamás fueron olvidados. Cada título vino de la mano de un rostro que se quedó habitándome por siempre. La Coné Reyes me regaló No hay Lugar, un libro que me introdujo en la poesía chilena de la mano de Armando Uribe. Por allá por los setenta, en Algarrobo durante un verano, la tía Blanca Linn me regaló un libro de su hermano, que diez años después sería una visita constante en nuestra vida de escritores.

Hubo un tiempo en que sólo teníamos lo que podíamos cargar con nosotros, y ahora, pensando en ese tiempo, descubro que llevé muchas personas-personajes, castillos de poesía, cerros de filosofía y palabras, muchas palabras, tantas, que permitieron conjurar la precariedad. Ahora descubro lo rica que fui entonces, cuando no tenía nada en las manos y tanto en la memoria.
Algunos rezan antes de dormir, yo también, pero en el mismo tono, mis constantes insomnios son combatidos con el ejercicio constante de recrear in mente poemas aprendidos de memoria “y el caracol, pacífico burgués de la vereda, aturdido e inquieto el paisaje contempla” u otros versos que me llevan por el camino de la reconstrucción de las palabras que lo armaban, hasta llegar al instante en que lo aprendí, de qué rostro estaba enamorada entonces, como era lo que me rodeaba… Los insomnios se embellecen y me devuelven otra cuando amanece.
Regalar libros es regalar vidas que no tendremos, lugares, historias. Si regalamos libros, tal vez logremos vivir en la memoria de otros. Y es la única vida que vale la pena.