Revisitando la literatura chilena: Historias, Mitos, Identidades

Ponencia del crítico literario Gilberto Triviños en los Cuadernos del Bicentenario *


Revisitar la literatura chilena tiene gran importancia en el proyecto (utópico) de recoger los sueños de todos en el país cuya norma trágica es la negación del otro, ligado “al destino de esta nación y con ella a las denominaciones con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio atmosférico o los infinitos laberintos del agua de un río” (Zurita, en Lienlaf 1989:15). Sorprende en este sentido que Ariel Peralta en Idea de Chile (1993) y Jorge Larraín en Identidad chilena (2001) no reparen en la importancia de la literatura en el estudio de la “visión global de la identidad chilena en la historia”, de “la idea que de (Chile) se han ido forjando sus protagonistas a lo largo de cuatro y medio siglos”. Los autores de estos libros valiosos en muchos aspectos privilegian de modo ostentoso el género ensayístico. Ninguna función parecen tener, en cambio, la novela, la poesía y el teatro en el fascinante proceso de reinvención de Chile. La omisión es grave porque contribuye a borrar en este “país inconcluso” (Peralta) la memoria de la negación que Boudrillard llama el crimen perfecto: “Se acabó el otro: la comunicación (...) Se acabó la alteridad: identidad y diferencia (1997:150).

Las sociedades occidentales, dice Guillaume en Figuras de la alteridad, redujeron la realidad del otro por colonización o por asimilación cultural. El resultado de esta reducción de lo radicalmente heterogéneo e inconmensurable en el otro es un mundo en el que la verdadera rareza es la alteridad. Así es, pero esta gestión del prójimo no es perfecta, pues siempre queda un residuo. Aquello que ha sido embalsamado o normalizado puede despertar en cualquier momento. El retorno efectivo o la simple presencia de esta inquietante alteridad están en el origen, según el mismo Guillaume, de las singularidades, los accidentes, las catástrofes que hacen bifurcar la historia, que cambian un destino individual o colectivo (2000:16). Hay un lugar discursivo de los puntos de caos en Chile: el espacio literario. El lugar por antonomasia de la trasgresión y de la muerte (Blanchot, Foucault) lo es tal vez porque en él irrumpe, de modo ostentoso, la alteridad radical destinada a la reducción y al olvido en el análisis, la memoria y la historia de Chile. Es la gente polimórfica de los espejos del relato de Borges en el que Baudrillard lee la bella alegoría de los pueblos privados de su fuerza y de su figura que plantean ahora al orden social, pero también al orden político, un problema irresoluble: “Romperán las barreras de cristal y de metal y esta vez no serán vencidas”.

Las formas de la alteridad radical en el espacio literario chileno son múltiples. Me limitaré, en esta ocasión, a mostrar una de ellas, acaso la que testimonia de modo más hiperbólico el carácter sacrificial del mito de la modernidad en el país que hoy sueña dulcemente el “gran proyecto común de llegar al Bicentenario como un país desarrollado” (Ricardo Lagos). Me refiero a los pueblos de los espejos que resisten con obstinación la esclavitud de lo mismo y la semejanza. Hoy los llamamos infractores a la Ley de Seguridad Interior del Estado y ayer “bárbaros infernales”, “hordas salvajes” o “fieras inhumanas”. Esa gente ingobernable que, como cualquier alteridad radical, es el epicentro de un terror (Baudrillard): el que ella ejerce sobre el “mundo normal” con su misma existencia (“Vivir con miedo en la ‘Zona Roja’ de la Araucanía”, “La nueva guerra de los mapuches”, “La tragedia de Arauco indómito”) y el que dicho mundo ha ejercido, ejerce y quiere ejercer sobre ella: “Estamos esperando que se pacifique la Araucanía” (La Segunda, Nº 20.965, viernes 15 de marzo de 2002, pág. 14).

La figura realmente ingobernable, amenazante, explosiva en La Araucana, nuestra “epopeya nacional” escrita por Ercilla, “inventor de Chile”, no es realmente Lautaro, el bárbaro valiente que muere defendiendo la libertad de su patria. Tampoco Caupolicán, el araucano cuyo martirio, no ya como bárbaro sino como cristiano, evoca la muerte del crucificado del Gólgota. Es otro personaje, no destacado habitualmente por los estudiosos del poema de Ercilla, tal vez porque la radicalidad del accidente o catástrofe que en él se concentra constituye una provocación tan extrema que es necesario olvidar los extensos episodios por él protagonizados en el “libro literario” que ha ejercido el “influjo literario y social” más profundo en “la ideología de un pueblo”. En Chile “respiramos a Ercilla y no lo sabemos” (Solar Correa). Lo “respiramos”, por ejemplo, en los nombres de las calles de nuestras ciudades, pero también borramos los puntos de caos de su poema que perturban la lectura épica del origen de la nación, entre ellos, el accidente cifrado en Galvarino, el bárbaro infernalmente pertinaz cuyo cuerpo martirizado testimonia con marcas imborrables la violencia sacrificial del origen de nuestro país. No es la guerra lo que está en el nacimiento de Chile. Es otra cosa: no la epopeya sino la tragedia. No el canto sino el llanto. No la vida sino la muerte. No la voz serena del otro devenido prójimo, sino la “atrevida voz” del otro inasimilable. Ese “bárbaro infernal” cuya obstinación desconcertante sólo puede sugerirse con analogías tomadas del mundo animal:


Así que contumaz y porfiado,
la muerte con injurias procuraba,
y siempre más rabioso y obstinado
sobre el sangriento suelo se arrojaba;
donde en su misma sangre revolcado
acabar ya la vida deseaba,
mordiéndose con muestras impacientes
los desangrados troncos con los dientes.

La bestia rabiosa y obstinada no es el doble de Galvarino en el Nuevo Mundo. Lo es, por ejemplo, Neptuno, el negro que muere maldiciendo, como el araucano, a sus torturadores: “manada de canallas salvajes... Vosotros, cristianos, habéis fracasado” (Price 1992:38). Las diferencias de lugar (Chile-Surinam) y de tiempo (siglo XVI-siglo XVIII) no impiden percibir la analogía profunda de estos dos sacrificios. Las víctimas que resisten en el momento mismo de su muerte la pulsión deshumanizante de sus verdugos proclaman la misma hipertrofia de muerte constitutiva del paradigma sacrificial del proyecto moderno (“es necesario ofrecer sacrificios, de la víctima de la violencia, para el progreso humano”). Sobreabundancia que desvanece, en el caso específico de La Araucana, todo espejismo heroico. Sólo el olvido del “fiero estrago y gran matanza” sin “muertes bellas” permite convertir el poema trágico de Ercilla (“Quisiera aquí despacio figurallos/ y figurar las formas de los muertos”) en escritura del nacimiento épico, sublime, de este país. La Araucana no es un poema de amor que rehúsa decir su nombre. Las historias de Galvarino y de Fresia, entre otras múltiples, imposibilitan esta lectura. La “epopeya nacional” (Samuel Lillo) de Chile narra historias de amor, pero es imposible transfigurar sin mistificar los sucesos bélicos que constituyen su materia dominante en una serie de enfrentamientos de “sumo ambiguos, casi amorosos” (Jocelyn-Holt Letelier 2000:349). El historiador que así interpreta La Araucana borra sin pudor, en efecto, la verdad desnuda descubierta por Ercilla en el suelo mismo de la Araucanía. Esa verdad testimoniada sin velos de ninguna especie por los protagonistas de los puntos de caos de la narración: el amor no es el origen de Chile. Es otra cosa más perturbadora, algo más inquietante. John Gabriel Stedman logra vislumbrarlo con vergüenza en su horrorizado relato del “tema maldito” de la ejecución de Neptuno:
¡Ay de mí! Torturas. Potros. Látigos. Hambre. Horcas. Cadenas. Invaden mi mente; atemorizan mis ojos oscurecidos por lágrimas; provocan mi furia y arrancan un suspiro sentido en lo más hondo de mi ser; siento vergüenza y me estremezco con este tema maldito (...) Ahora, resulta increíble cómo puede la naturaleza humana –en nombre de Dios – sufrir tanta tortura con tanta fortaleza, si ello no es una mezcla de ira, desprecio, orgullo y esperanza de alcanzar un lugar mejor, o de, al menos, verse librados de esto, porque verdaderamente creo que no hay infierno para los africanos peor que éste (Stedman, Price 1992: 38-39).
Mezcla de ira, desprecio, orgullo y esperanza. Esa otra cosa testimoniada precisamente por Galvarino, el “bárbaro infernal” que cifra en La Araucana el accidente de la alteridad radical en los fuegos de la historia y los juegos de la imaginación: “muertos podremos ser, mas no vencidos,/ ni los ánimos libres oprimidos”.

La nación chilena, dice Jaime Concha, se construye en el siglo XIX por oposición a cuatro adversarios internos y exteriores: los vencidos de Lircay, el bandidaje rural, el indio araucano y la confederación Perú-boliviana. Uno de estos adversarios, con todo, es probablemente el factor estructural más determinante en esta conformación de la nacionalidad. Es el pueblo mapuche, “parte de un nosotros incluyente y un gran excluido de la nación: inclusión imaginaria y marginación real. Chile se hace y se construye como nación a partir del mapuche y contra el mapuche. Esto es muy claro para Bello, quien ve en La Araucana (1569-1578-1589) de Ercilla una especie de Eneida fundadora del país, al paso que celebra el sometimiento del araucano de su tiempo, ligando, muy significativamente, esta guerra interior de exterminio con el triunfo de las armas chilenas en el Perú” (1997:34-35). También Tomás Guevara en el libro Psicología del pueblo araucano, publicado en 1908, cuando la pacificación de la Araucanía, “feliz conquista” chilena del siglo XIX, parece haberse consumado ya para siempre. La advertencia de esta obra redactada con “intención científica” señala que ella no es una labor de propaganda contra el pueblo araucano (“sería eso pueril y sin ningún fin práctico”) ni un idilio para ensalzar las cualidades de “nuestros indígenas”. El psicólogo que no hace propaganda contra el pueblo inferior que debe ser civilizado por el pueblo superior confiesa sin pudor las razones que impiden el reconocimiento de la “raza araucana”: la exaltación de las hordas salvajes ya pacificadas puede tener “el inconveniente de perturbar el criterio público y dificultar, por consiguiente, el plan de asimilación de los 70 u 80 mil indígenas que aún sobreviven” (1908). No sólo eso. El plan de Guevara, el Gran Educador que llama “trabajo científico” a la empresa de reducción de la realidad del otro por asimilación cultural, reproduce a principios del siglo XX el mismo error trágico que impide en Chile el “esperado fruto”: la ignorancia del poder de la idea, del poder de los hechos. El olvido de los puntos de caos: “Reminiscencias de su histórica afición a la guerra fueron las formaciones y simulacros que continuaron teniendo después de la ocupación definitiva; pero al presente esa afición guerrera ha desaparecido por completo. La energía militar de la raza es hoy una tradición y nada más, pues los mapuches no han dado el mejor contingente para guerra estrangera ni para el servicio de conscriptos” (1908: 148- 149). La literatura de la época tiene, en este sentido, importancia fundamental en la historia de la dialéctica del ocultamiento y revelación del Gran Juego en el país transfigurado por la “ley universal” de las “conquistas del progreso y de la unificación nacional” (Lara 1889, 1, Introducción, pág. 14). Es Quilapán, penúltimo relato de Sub-Sole, publicado por Baldomero Lillo en 1907. El sobreviviente de la “hermosa conquista” de la Araucanía no se lamenta ni pide piedad. No maldice ni insulta. Lucha y muere en silencio, pero su gesto postrero de morir, pareciendo asirse de la tierra en una desesperada toma de posesión, dice a los chilenos lo ya revelado por el “bárbaro infernal” de La Araucana: “muertos podremos ser, mas no vencidos”. Lillo revela así el “gran secreto” de los “salvajes” que resisten el “soplo misterioso del progreso moderno”. Es el secreto cifrado en la misma mezcla que asombra a los narradores de La Araucana y Narrative of a Five Years Expedition against the Revolted Negroes of Surinam. Quilapán es el doble de Galvarino y Neptuno. Su “mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor”, así lo testimonia. Paz y justicia en la Araucanía, dice el discurso historiográfico chileno que celebra el triunfo de la ley universal del progreso en la Araucanía. Terror y muerte, refuta Baldomero Lillo en Quilapán. No hay silencios en la Crónica de la Araucanía, proclama la “opinión ilustrada” chilena. Mentira, responden las voces reprimidas del pueblo privado (ilusoriamente) de su fuerza y su figura. Asimilación, pide Guevara. Resistencia, replica Quilapán, cuya inquietante figura cifra en la literatura de la primera década del siglo XX, como Galvarino en el XVI, la “fatalidad indestructible de la alteridad” que la nación chilena persiste en reducir y olvidar en el análisis, la memoria y la historia: “Cámbiele de título (Araucanía) o suspéndala. No somos un país de indios”. Se empeñan en borrar las escrituras que nos dieron nacimiento, dice Neruda en Para nacer he nacido. Hemos ido apagando entre todos, en efecto, los diamantes del español Alonso de Ercilla, pero también los de los chilenos Alberto Blest Gana y Baldomero Lillo, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Patricio Manns... Esos diamantes que iluminan el secreto de Galvarino en La Araucana, de Peuquilén en Mariluán, de Quilapán en Sub-Sole, de Lautaro en Canto general y Pasión y epopeya de “Halcón Ligero”, de la brava-gente-araucana en Poema de Chile, de José Segundo Leiva y Lautaro Leiva Allipén en Memorial de la noche....

La historia de la perturbadora irrupción de la alteridad étnica en el espacio literario chileno quedaría incompleta si ella silenciara a su vez la cifra tal vez más persistente, aunque no la más inquietante, de la indestructibilidad del otro étnico en el país que no termina con la cursilería de blanquearse a toda costa (Neruda). Es Lautaro, el héroe del mito cuyas variantes narrativas (Ercilla, Alegría, Manns), poéticas (Neruda) y teatrales (Subercaseaux, Aguirre) dicen una y otra vez lo indecible en el relato chileno celebrador del “poder incontrastable” del progreso en la Araucanía (Lara, Barros Arana, Amunátegui, Villalobos). La Escena IV del Quinto Acto de la tragedia Pasión y epopeya de “Halcón Ligero” (Lautaro), publicada en 1957 con una significativa dedicatoria (“A PABLO NERUDA, mi poeta y amigo, que en su Canto General encendió el corazón de Chile con la tea de un nombre: LAUTARO”), se destaca en este aspecto con singular intensidad en la historia de las ficcionalizaciones del Gran Juego en Chile. Las palabras de Lautaro, el héroe que testimonia la resistencia obstinada, no son sólo recuerdos de un pasado anacrónico, mítico, legendario. Son, por el contrario, recuerdos ardientes del presente y del futuro:


LAUTARO. – (...) Mucho tiempo pasará antes de que se advierta que somos también un pueblo, con su propia dignidad y grandeza, con sus señores y sus plebeyos. Que somos un pueblo capaz de dar la paternidad a una nación varonil. ¡Tenemos las manos limpias, Chillicán! Porque, es verdad, ni antes ni después, nadie se ocupó en defender verdaderamente a Chile, como no sea el pueblo araucano” (Subercaseaux 1957:161-162).

El análisis detenido de los textos que plasman literariamente las formas del Gran Juego en Chile evidencia los mecanismos de intensificación, pero también de atenuación, de los puntos de caos cifrados en el llamado mito de la resistencia mapuche. Es interesante descubrir, por ejemplo, que La Araucana elabora este mito de modo “más audaz, más provocador” que Mariluán de Blest Gana, Pasión y epopeya de “Halcón Ligero” (Lautaro) de Benjamín Subercaseaux, El mestizo Alejo de Víctor Domingo Silva o Lautaro de Fernando Alegría.
El delirio heroico de Alejo nace de una pasión individual, egoísta, que nunca abandona del todo. Alejo no se sumerge en el sí mismo colectivo mapuche, imagina uno diferente. Como en el caso de Mariluán, el sí mismo colectivo del protagonista no coincide con la identidad colectiva mapuche. El Mariluán y Alejo literarios son sujetos que transponen sólo externamente las aguas (turbias) que los reflejan difuminadamente. Continúan embriagados en su narcisismo que, aunque colectivo, no deja de serlo. Ercilla es más audaz, más provocador, va más lejos; su experiencia de la guerra de Arauco y la escritura sobre ella generan un remezón en la identidad idéntica a sí misma y la contagian de la pasión y el espíritu del otro. (Troncoso 2003)
Ercilla parece ir, en efecto, más lejos. No, sin embargo, en la ficcionalización de Lautaro, el héroe portador de valores idénticos a los de origen “cristiano” (amor a la patria, a la libertad), lo que equivale a borrar las marcas de su alteridad, sino en otros lugares del texto que plasman en su forma más pura la heterogeneidad irreductible del “bárbaro”. Ni elipsis ni asimilación ni reducción del otro al prójimo, sino tan sólo revelación, que las analogías zoológicas no logran atenuar, del terror que la otredad irreductible, inasimilable, produce y a la vez se despliega sobre ella:

Fueron estos presos escogidos
doce, los más dispuestos y valientes,
que en las nobles insignias y vestidos
mostraban ser personas preeminentes:
éstos fueron allí constituidos
para amenaza y miedo de las gentes,
quedando por ejemplo y escarmiento
colgados de los árboles al viento

 


Mito, ficción, decimos nosotros, los chilenos: “Ercilla ha creado un mito –el mito araucano– fecundo en consecuencias, no siempre benéficas para la cultura y adelanto nacionales” (Solar Correa). “(Ercilla) recoge el núcleo del mito mapuche, el de la resistencia” (Jocelyn-Holt Letelier). Poder de la idea, testimonio de la historia, poder de los hechos, replican los “bárbaros” inasimilables de La Araucana. “Nosotros, los indios”, decimos que los mapuche se han apropiado del mito ercillesco, pero tal vez somos nosotros, los chilenos, quienes nos hemos apoderamos del mito (¿oral?), porque “La Araucana está bien, huele bien (mientras) los araucanos están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida” (Neruda 1978:272). Lo que importa, en uno y otro caso, es, sin embargo, la diferencia radical entre la apropiación chilena y la apropiación mapuche del mito. Así, por ejemplo, en el caso de la figura de Lautaro. ¿Dónde está el héroe libertario, cuál es su morada? Las versiones españolas son inequívocas. El “bárbaro valiente” está en el infierno: “los ojos tuerce y, con rabiosa pena,/ la alma del mortal cuerpo desatada/ bajó furiosa a la infernal morada” (Ercilla, XIV, 1968:201). Las fabulaciones chilenas son más generosas. Mantienen a “nuestro padre” en este mundo, pero lo expulsan del presente. Lautaro existe únicamente en el pasado, en el “origen épico” del país. Representa entonces, sólo entonces, la bella fuerza incitante del amor a la patria. En el presente, dice el Gran Psicólogo de inicios del siglo XX, la resistencia araucana ha desaparecido por completo: “la energía militar de la raza es hoy una tradición y nada más” (Guevara 1908:148). La memoria mapuche del héroe introduce una versión del mito inconcebible, inaceptable en el Reino de Chile, regido por la pulsión etnófaga, pero también en la República de Chile, hoy empeñada en promover al otro negociable, al otro de la diferencia, forma de exterminio más sutil (Baudrillard) que la “pacificación definitiva” del siglo XIX. Lautaro, dice Lienlaf, pero también Chihuailaf y Kvyeh, no está en el infierno ni en el pasado. Camina, por el contrario, sobre esta tierra, cerca de la vertiente y del corazón del poeta, llamando a su gente en este momento, en nuestro presente, para luchar con el espíritu y el canto.


Actualmente hay en Chile dos literaturas, dice provocadoramente Elicura Chihuailaf en Todos los cantos. Ti Kom VL: “la indígena -mapuche, rapanui, aymara, entre otras- y la chilena” (1996:8). El final de este viaje de revisita de la literatura chilena es, pues, sólo un comienzo. El inicio de otro viaje. El descubrimiento del diálogo fascinante entre esas literaturas. El hallazgo de “unos cuantos referentes comunes”, producto de los “paisajes compartidos y la distante convivencia”. Neruda, sobre todo, propone Chihuailaf: “En medio de la confusión y del espejo obnubilado –pretendidamente europeo– de los chilenos, Neruda vislumbró nuestro Azul, el de nuestra vida, el color que nos habita, el color del mundo de donde venimos y hacia donde vamos. ‘Elástico y azul fue nuestro padre’, dice con orgullo y sobre todo con afecto en su poema a nuestro Lautaro. Tan cercana siento la emoción, la ternura, en sus poemas en los que habla con su padre y su mamadre. Escucho también allí el pensamiento de mis mayores; veo reflejada también allí la ternura de mi gente, de mis abuelos y de mis padres. Creo, por eso, que la obra de Pablo Neruda es una de las posibilidades para el diálogo entre los mapuche y los chilenos; para empezar a encontrarnos -poco a poco – en nuestras diferencias” (1996:11-12). Galvarino, Lautaro y Quilapán, propongo yo, pero también Chihuailaf, Lienlaf y Kvyeh. Esos guerreros y poetas que nos recuerdan a través del tiempo la “regla del mundo” que nosotros, los chilenos, nos obstinamos trágicamente en olvidar.


* Esta es una de las ponencias presentadas en diez encuentros organizados por el Subcomité Identidad e Historia de la Comisión Bicentenario durante los años 2001 y 2002. Estas ponencias fueron publicadas como un Cuaderno del Bicentenario que lleva por título: "Revisitando Chile, Identidades, Mitos e Historia". Fue presentado recientemente durante la 23 Feria internacinal del Libro de Santiago.
El prólogo de este cuaderno del Bicentenario está escrito por su excelencia el señor Ricardo Lagos, Presidente de la República, y las ponencias fueron compiladas por la antropóloga Sonia Montecino.