LUIS OMAR CÁCERES, ÍDOLO  RUPESTRE
                                                                                                         
“Lo que importa no es el carruaje sino sus huellas
descubiertas por azar en el barro.”
(Jorge Teillier)

Por Hernán Ortega Parada

           
En el movimiento sin tregua de la creación literaria, algunos individuos suelen dejar monumentos; otros, una esquiva espiritualidad, como las huellas de unas manos en las rocas.
            Escasa es la información disponible sobre este poeta hundido trágicamente en el Río Mapocho, en 1943, como si así cumpliera un designio ya escrito por él mismo (“Ahora sorprendo mi rostro en el agua de esas profundas despedidas”). Más reducida aún es la cantidad de poemas salvados de su obra total. Sus archivos personales, inencontrables. Autor de un libro único que, en calidad, es superior a mucha poética emergida de las imprentas del país. “Defensa del Ídolo” se editó en 1934 con un admirado prólogo de Vicente Huidobro, cuyas páginas han sido arrancadas de todo ejemplar ubicable (menos los dos originales pertenecientes a la Biblioteca Nacional). Se conocen tan sólo diez copias de esa edición, salvadas después de un irracional conjuro a las llamas que hizo el autor. Yo he examinado cuatro (fuera de la biblioteca) y todas ellas han sido desposeídas de las frases laudatorias del gran prologuista. Esa historia es todo un capítulo que envuelve a Pablo De Rokha, Ángel Cruchaga Santa María y al padre del creacionismo. Ella generó una áspero y dura confrontación entre Pablo y Vicente, en la prensa santiaguina. Hubo, en efecto, tres prólogos sucesivos en manos del poeta joven, quien se quedó para la edición, finalmente, con el que más le convino.
            Cáceres tuvo una existencia sin luces, fantasmal. Había nacido en Cauquenes, el 5 de Julio de 1904. A los 10 años de edad está en la Escuela 10, de esa plaza y ya escribe poesías. Ingresa al Seminario de Concepción, continúa humanidades en el Liceo de Rancagua, donde se ha radicado su madre profesora, sin completarlas. Más tarde, a los 21 años, es secretario del Juez de Policía Local (y crítico literario) Eliodoro Astorquiza, en San Antonio. El Presidente Ibáñez dejó a ambos cesantes por razones políticas. Cáceres retorna a Santiago y en este espacio su biografía se hace indescifrable. Frecuenta a los poetas De Rokha y Ángel Cruchaga. Se le ve en malas compañías; pero, en lo literario, frecuenta amistades notables: sus prologuistas y Teitelboim, Acevedo, Massis, Rosamel Del Valle, Sabella.
            Rubén Azócar publicó en su antología “La poesía chilena moderna” (1931), tres poemas de Luis Omar Cáceres. Uno pasó intacto a “Defensa del Ídolo” y los otros dos exhiben notables modificaciones al ser llevados a este mismo libro, de tal modo que, técnicamente, los considero obras distintas. Así, el libro original (y la segunda edición, LOM 1996, con nota de Pedro Lastra y con nueva introducción, esta vez a cargo de Volodia Teitelboim, pero sin el discurso de Huidobro) contiene 19 poemas (no 15, como se acostumbra citar). A este cuerpo hay que agregar, según mi criterio, “Paisaje infinito” y “Recordaré su grande historia”, primeras versiones publicadas por Azócar. En consecuencia, 21 breves textos colocan a su autor en el dosel más rico y denso de la poética nacional.
            Las relaciones de Cáceres con el autor de “Altazor” fueron genuinas y ello se demuestra con el hallazgo reciente, en el 2001, por Annabella Brüning, del poema “Ephemerides”, en las hojas de la pequeña publicación de Huidobro, “Vital” N° 3 (junio 1935), revista de combate y revelaciones. Omar Cáceres está allí al nivel de los bardos que muestran lo mejor de su estro en la trinchera de Vicente: Julio Munizaga, Braulio Arenas, Enrique Gómez-Correa, Eduardo Molina Ventura (otro hallazgo: un gran poema surrealista) y Eduardo Anguita.
He aquí el “opus 22” de Cáceres:

EPHEMERIDES

Esquivando su cotidiana descripción, su dura
intermitencia, detenido en el sólido movimiento
de una absoluta y simultánea atmósfera, ungido
de vasta y jubilosa ciencia, admitiendo
cielos, mares continuados, estrellas
que ahí se cumplen con violencia, un hombre
puede vivir eternamente y es sólo saber que
paga, así, su renacimiento, cada uno de los puntos
de ese reino, su pasividad llena de lenguaje, siendo
en verdad, que es sólo él quien se ha mirado por última
vez en su verso solitario.

            Estas líneas marcan un avance notable, sensible, respecto de los versos de 1934. Ha liberado definitivamente las formas y el espíritu. El poema atrapa una profunda revelación del yo. Es el lenguaje tenso de un escritor excepcional. Al contrario de quienes distienden mecánicamente la poéticaen nuestros días.
            Cáceres anunció un segundo libro. Es de lamentar el extravío temporal, o definitivo, de ese volumen. Tampoco apareció una biografía de Eliodoro Astorquiza, el crítico, su maestro, y una colección de narraciones breves (“Cuentos Imaginarios”). Existe en nuestra sociedad semiculta un remolino que sumerge documentos, originales únicos, y nadie sabe la razón. Juan Saadé, bibliófilo y comerciante de libros usados, de Santiago, recibió cartas y archivos de manos de Raúl Cáceres, hermano de Omar, y los vendió a un coleccionista de España. Sin comentarios. “Defensa del Ídolo”, primera edición se tasaba, entre expertos, en mil dólares cada ejemplar.
            En este ambiente cerrado, quienes entendemos del absurdo acto de escribir (cuando de arte se trata) y la autoinmolación real del escritor, no podemos sino emocionarnos ante cualquier hallazgo que resucite el espectáculo de un alma pensante y creadora.
Revelo otro hallazgo: desde muy joven guardé poemas y textos breves, recortados de revistas y diarios, que fui pegando con goma (a la antigua) en un libro de contabilidad. Hace cinco años, recorrí sus páginas con nostalgia y, para no mentir, muy distante ya de esos contenidos. Pero, de entre esa inconcebible “antología” saltó un nombre: Omar Cáceres. La obrita no está en el listado de los veintidós títulos ya conocidos. En efecto, hay que sumar uno más y es éste (opus 23):

NOCTURNO DEL CAMINANTE

Están ebrios los árboles, de las luces nocturnas,
y sus sombras arrastran, nerviosos y crispados.

Sus sombras, que estrangulan los vientos de la noche,
me albergan y sacuden, como si fuera un pájaro.

Y mis pasos resuenan en sus negros ramajes,
y me llenan de vértigo los más débiles ganchos;

mas, al darles mis ojos desde otros más simples,
me responden, cimbrándose, que quedaron intactos...

Las hojas, que dilatan las sombras compartidas,
retornan como barcas deshechas a su árbol.

No pueden, ay, ganar las sólidas riberas
que anuncian desde el cielo las puntas de los astros,

más, surcan temblorosas y henchidas de silencio
profundos y ateridos estanques de milagro.

Y en los nocturnos árboles que abrazan a la tierra,
hallo olvido y piedad, si estoy desesperado,

mientras delgada y diáfana se escurre la luz...
en sus ramajes, COMO EL AGUA ENTRE MIS MANOS!

OMAR CÁCERES
           
            Es su nombre. No registré edición ni fecha del soporte. Pero ahí está, ahí estuvo junto a mí durante incontables viajes y una suma indefinida de años. Ahora me separo de estos versos que antaño distinguí con admiración y que ahora admiro más que nunca, como si fueran huellas de un ídolo rupestre,.

Refugio Huelén, 2011