Sonetos bajo la Cruz del Sur I. En casa


Por Juan Antonio Massone del C.

 

Al solicitárseme presente Sonetos bajo La cruz del Sur, libro de Alfredo Rubio de Castarlenas, sacerdote, médico, formador de personas y poeta, recibí una inesperada gracia de compartir un periplo decisivo de lo humano. Y es así que, con plenos merecimientos de su condición poética, me referiré a esta colección de 48 sonetos, acompañados de comentarios o, mejor dicho, de reflexiones surtas en los mares del sufrimiento y de la fe. Por uno y otro motivo el libro mueve mi interés de lector y de creyente.
Si una experiencia hay fecunda en la vida es la del dolor que sabe empinarse para ver el más allá de la aflicción. Como se sabe, en el dolor se templa el ánimo y se percibe en carne lanceada esa infinita pequeñez y vulnerabilidad que a todos embarga, pues la frágil condición humana jamás queda eximida de los reveses que una vuelta de hoja o de un imprevisto le imponen a aquello tenido por seguro y merecido.
El repliegue y la orfandad son efectos connaturales del dolor. El cuerpo quiere hurtarse a esa fijación crucial del sufrimiento, en tanto el alma pone su atención exclusiva y hasta excluyente en la circunstancia adversa. Es así como, a menudo, el sufriente es presa de sí, y el frescor de una benigna humedad no asperja heridas ni tribulaciones. Viernes Santo de la existencia que se prolonga en un modo de agresiva y cruel eternidad: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, se dijo en un salmo y se repitió, con sones cósmicos, en la tarde de la Cruz.
El P. Alfredo Rubio conoció de ese dolor punzante, aquí en Chile, durante su estadía de unos meses, en 1993. Entonces, mientras el cuerpo le clavaba en la más honda indefensión, el poeta creyente empezó el camino de mirar y de pedir, en esa su experiencia de amistad con el ejemplo sufriente y salvador de N. Señor Jesucristo. Experiencia de cruz, la suya halló cauce en la palabra estremecida que bracea a contracorriente de suavidades y regalías en que otros extienden sus jornadas. Su libro: un “De profundis clamavi ad Te, Domine. Domine, exaudi vocem meam”. (Desde lo profundo clamo a ti, Señor. Señor, escucha mi voz)

“¿Por qué, Amigo mío, tanto quieres
que sufra hora tras hora, tantos días?
Ya sé que muchas son las culpas mías
Pero Tú perdonaste. ¿Por qué hieres?

Tú me amas, Señor, y Amigo eres;
El más bueno y sin nunca lejanías.
¿Por qué, si más te amo, Tú tendrías
que darme cruz y clavos por enseres?

Me atenaza el dolor y soy inútil.
No pienso. Todo me parece fútil.
Ni me fijo en el paso de las horas.

Siento un puñal clavado en mi costado
Y no veo ni lanza ni soldado.
¡Señor! ¿Dónde te has ido? ¿Dónde moras?

Sí; desde lo más profundo a que alcance la raíz del ser en la soledad dolorida, prorrumpe esta voz. Y es esa habla al Infinito encarnado, en la que el poeta allega hilos y ayes del íntimo alfabeto, mientras el combate entre el dolor actual y la esperanza que supera y alivia el presente alcanzan momentos meditativos, orantes y de confesión sus textos. “Gemimus in re, consolamur in spes”, escribió San Agustín. “Gemimos en la realidad, nos consolamos en la esperanza”. Y esa tensión entre quien padece y quien será levantado abunda y se dilata en cada página.
Misterio de ser que lo es de sufrir y de clarear del amor fecundo el que identifica timbre y tono del poeta. Lucha interior, forcejeo trémulo y llagada voz que, a pesar de todo, se incrusta en la cruz, erguida como un árbol regado de sangre que sabe ofrecer lección transfigurada en acto redentor.

Ayer al atardecer me mejoraste
Mas la luna volvióme mi dolor
Envuelto en luz de plata y resplandor.
¿Luna, por qué otra vez me lo dejaste?

Mi paz al nuevo día se fue al traste.
Tan sólo unos sonetos con clamor
Llegué a escribir con rabia, a Ti, Señor,
Quejándome de que me abandonaste.

Perdóname de tanto desvarío
Pues son mis sufrimientos como un río
Que no alcanza a perderse aún en la mar.

Parece que Tú quieres que la Cruz
Sea un barquito que transforme en luz
Mis aguas turbias y que empiece a amar”.
(Soneto XVI)

Alfredo Rubio escribió mucho más que un libro solipsista. El suyo lo es de experiencia humana tensa y lancinante, con nubes y con amanecer. Noche oscura del alma y descubrimiento interior. Sufrimiento de cuerpo y alma crucificados, mas también abrazo y aceptación de lo que, la mayor de las veces, se experimenta mutilado de sentido, y por eso deviene en amargura. Por el contrario, si un mensaje nos dejan estos sonetos—varios de ellos con estrambote--, es del complemento impensable que lleva a Jesucristo hacia lo humano y al ser de barro y tiempo, un aprendiz constante de ser salvo, justamente cuando siéntese perdido, huérfano e irredento. En ese momento de la noche, cuando todo parece naufragio, empieza el albor. Y ese legado es, de suyo, palabra plenamente habitada de alguien para nosotros, sus lectores, que también sentimos y padecemos la contundencia del sufrir.
Somos, pues, herederos de una experiencia que se ofrece estremecida en una factura literaria que, en muchos casos, coincide con la intensa pasión de sufrir y de amar, dos verbos conjugados en todos los tiempos y modos por el autor.
Deseo que este recuento algo apresurado de su testimonio se me impute en lo que tenga de debilidad, y no al autor que supo decir, mucho mejor que yo, lo que es vivir en la frontera del ser caído y de aquel que no deja de mirar a lo más hondo y alto de lo existente.