Tres preguntas de J.A. Massone

¿Cuál es tu primer recuerdo?

¿Se pierde el tiempo, así como puede dejarnos una persona, un estado de salud, una esperanza? Para el escritor francés Marcel Proust, el tiempo era un océano que continuaba agitando su oleaje en la memoria y en la piel subterránea, al que se asomó en actitud de rescate. A ese trasfondo obedece su obra de varios tomos En busca del tiempo perdido.
Algo llega mientras algo se va. Incesante flujo de alta y de baja marea. En algún momento la consciencia se sorprende de que el tiempo, esa materia indefinible al decir de San Agustín, vuelva a suceder en nosotros. Entonces recordamos, es decir, ponemos otra vez en el corazón un sitio, quizás algunas palabras, el gesto que prendara la atención desprevenida. Alguien regresa en su enormidad o en su insignificancia. ¿Por qué? Tal vez un estímulo provocó el retorno y otra vez se hace presente el ayer, como si anulara lo efímero.
Algunos recuerdos fundan nuestra vida. La primera casa, los abuelos, un juguete, el júbilo y la agonía extrañada del amor de infancia, o acaso la definitiva ausencia corpórea de alguien. Como sea, todo un repertorio de grandezas y nimiedades reaparecidas con involuntaria recurrencia, porque jamás nos abandonaron del todo.
Al recordar, somos nosotros quienes habitamos un centro de mundo licuado en la memoria, aunque fragmentario. Recordar es recordarse. Es así como remontamos las aguas del tiempo y encallamos en alguna playa primeriza, en el borde de una niebla que escabulle el litoral anterior a ese primer recuerdo. He ahí una frontera. Más allá de ese espacio íntimo, nuestra vida pertenece a los mayores. De quien fuimos en nuestros inicios sólo sabemos por ajenas bocas.
Ese albor de recuerdo fue un alba de consciencia impresionada para siempre. En este momento, me veo en los brazos de alguien. Tengo tres años; miro desde una ventana y escucho el rumor de colores frutales venido desde el almacén del lado opuesto de la calle. No sabría datar si aquel momento fue el primero que perdurara en mí. Sé de otros, en aquella casa inicial. Estoy seguro, en cambio, de que el recuerdo más intenso y de mayor relevancia corresponde a la sorpresiva muerte de mi abuelo materno, en Casablanca. Más que recuerdo, es memoria de lo inolvidable. Como puede serlo un lugar que descubrió armonía de formas vivas o la figura vibrátil que nos dejara trémulos cuando—sin decir de eso a nadie—experimentamos que alguien nos era imprescindible para ser felices.
¿Qué recuerdas al recordarte?

¿Por qué triunfa la vida?

La pregunta parece ociosa. Fuera de tono y de época. No lo es, sin embargo. Porque no hay día en el que alguien—acaso tú o yo--, deje de esperar la renovación de un impulso, el reinvento del amor o el alcance de una pequeña meta que, suponemos, entregará esa porción de dicha que nos falta para vivir mejor nuestra oportunidad de ser personas.
De sueño, trabajo, esfuerzo, afecto, confianza y espera está hecha la existencia. Ninguno de aquellos factores la agota ni la explica del todo, porque con ser tan verdaderos cada uno y el conjunto a que dan forman, necesitan de algo más sutil: el milagro. Sí; tal como dice la palabra, pues milagro es que despertemos cada día, cuando bien podríamos no hacerlo en virtud de lo incontrolable e inesperado que muestran las múltiples funciones de nuestro organismo; milagro porque no está en nosotros añadir un minuto más a los que han sido; milagro porque de tantos y de tantas congéneres recibimos un aporte necesario desde el momento en que nos levantamos cada mañana.
Y así, la vida triunfa. Sabe empezar otra vez en una incesante dilatación que nos torna dóciles a la presencia de otros, y hasta nos sentimos capaces de decir: te quiero, y de abrazar la humanidad de alguien-- tan semejante a la nuestra--, porque está hecha de la misma naturaleza animada que la propia, ya se trate del amor, de la amistad, de un gesto solidario, o de la buena voluntad que lleva a romper el círculo vicioso del narcisismo. Cada uno de esos actos y de esos gestos es vida en expansión.
Luego de tentar muchos caminos y de llamar a innumerables puertas, dibujadas tantas veces en paredes monótonas y duras, la experiencia abierta hacia otros-- aunque pudiere deparar algunos sinsabores en prójimos prisioneros de egoísmo y de cobardía--, es una declaración de que se está de parte de la vida, dispuesto a ejercerla plenamente, porque se acepta su invitación a cumplirla. La energía confirma en el poro de cada instante ese llamado y, de su parte, la esperanza susténtala aun cuando se encaprichen pesares y obstáculos, y se echen encima tinieblas en el ánimo, es decir, en el tono del alma.
No pasa un día que no sea asistido de amanecer. Quienes viven de la fe puesta en Alguien y no en algo—que esto último tiene cara de superstición e irrealidad--, saben que la vida triunfa, porque es una gracia que supera cualquier mérito; porque es digna de estudiarse para mejor conocerla; en cada quien desea hallar un intérprete leal, decidido y generoso para que la cuide y torne fructífera. La vida espera, confía y quiere. Por eso triunfa. A todo Viernes Santo síguele la Resurrección, recordaba Martin Luther King.
Tú tienes la palabra en los días que te han donado.

¿En quién perdura la casa?

La vida dispone de etapas. Como se sabe, la infancia es represa de arquetipos. Su carácter inaugural retiene, acaso para siempre, ese cariz albeado de lo conocido y de lo supuesto. Del acervo vivido entonces, el afecto adopta grácil gesto, canción y cuento fascinante o, lastimosamente, estira pesadumbre de herida sin alivio.
No es extraño que en los días pequeños las impresiones desborden y se conviertan en origen de inquietudes y de alborozos, o inflijan pena de por vida en la mirada.
La infancia conoce, casi siempre, de domicilio señalado. Casa familiar, o tal vez la de los abuelos, ofrece alero al que regresa el caminante de tantos rumbos cuando el mundo es extensión inhóspita y la niñez, sólo adormecida, impele a recoger los pasos.
Volverán los ojos, la mano otra vez conducida por justificada confianza como otrora. Y hablarán las habitaciones con herrumbre de sombras; se desperezarán retratos, el descascarado color de una pared y la encandiladora o indecisa luz que hendía el poderío de la noche antes del sueño, recobrarán bríos. Mientras, vagarosas presencias entrarán a hurtadillas para que el recobrado niño quede intacto en su fascinación retornada.
Seguramente, las sienes apartarán el ruido y la furia del convencimiento de que aún es posible retener un aroma, alguna impresión suspendida en el silencio. Acaso una voz invitará a pasar a la mesa, en donde los comensales se enteren de la ficción del tiempo, y todo quede aclarado al saber que la muerte se envalentonó cuando la pena supo más que el amor, pero ni aún así pudo señorear para siempre.
¿Dónde está la casa de aquellos días y noches tan definitivos en la piel de los afectos?
Sólo un alma lo sabe. Un alma, ese recinto viajero que regresa a los fundamentos más vivos del tiempo, porque el mundo no es capaz de sellar la memoria, ni los caminos satisfacen de verdad aquella inquietud que prendara la voz inicial del alba y la mirada sobrecogida de la noche.
Sólo el alma reconoce la casa por dentro, porque la ha llevado a cuestas durante toda la vida.