Isabel Allende y sus trogloditas

por Elías Vera Alvarez

Méritos aparte, la realidad objetiva y porfiada, nos prueba que Isabel Allende, es hoy el rostro literario de la prosa chilena a nivel internacional. Sus obras son ocasión para que gentes de cualquier rincón del mundo levanten hoy las cejas sorprendidas y digan: “Ahaá, los chilenos ¿también escriben en prosa?”. Su nombre ha devenido una ventanilla en los altos muros de nuestra geografía insular por la cual es posible otear desde afuera el panorama de la producción literaria nacional. Sin quererlo, la escritora es a los ojos del mundo, embajadora simbólica de las letras nacionales y aún imagen involuntaria de sus pares en la escena literaria fuera del país. Este hecho simple, irrefutable, contribuye indudablemente a levantar el interés por la novelística chilena en el extranjero, pero es al mismo tiempo, origen insólito de una guerra absurda contra Isabel Allende.

El pretexto para ello sería la mala calidad literaria de la obra de la escritora y el carácter de best-seller de sus novelas, sinónimo de literatura barata, según sus denostadores. En esta guerra unilateral, la tergiversación, la imputación, la interpretación retorcida de lo que dice y no dice la escritora, las alusiones a su nivel de inteligencia, son sólo algunos de los recursos ajenos a todo análisis literario, con que se le agrede. Por cierto, el hecho perjudica mucho más que a la Sra Allende, a toda la clase intelectual del país, pues incluso el gran número de escritores que se apartan con decoro de tal ofensiva, ve su imagen involucrada en dicho actos.

He leído recientemente el artículo del diario La Tercera que reproduce los comentarios de cuatro intelectuales chilenos con referencia a expresiones vertidas por la escritora Isabel Allende durante una entrevista telefónica concedida al diario argentino La Nación. Sin ser admirador ni asiduo lector de la Sra. Allende, vista la gravedad de los juicios allí emitidos sobre la escritora, me he interesado en conocer el texto de dicha entrevista. Para mi sorpresa, he podido comprobar que los juicios de sus críticos no se ajustan en absoluto a lo reproducido por el diario transandino.

En el contexto del párrafo y de toda la entrevista no hay duda alguna con respecto a lo que el pensamiento de la escritora expresa: esto es ”si a Borges y a Cervantes (por ejemplo) apenas los leen hoy unos cuántos, menos aún me recordarán a mí, que escribo sólo pequeñas historias”. No hay en las palabras de Isabel Allende ningún juicio de valor sobre la obra de los escritores mencionados, sino pretende sólo ilustrar la capacidad de olvido de los lectores con referencia a los autores y sus obras. No hay allí ninguna descalificación para aquéllos ni tampoco alguna comparación personal, como se ha querido hacer creer con fantasiosas interpretaciones, también en otros artículos. La falsedad de lo que se le imputa puede ser comprobada por quienquiera, pero es utilizada como motivo, en el artículo de La Tercera y por parte de sus comentaristas, para los más duros epítetos en contra de Isabel Allende, en lo que se refiere a sus facultades literarias y hasta a su capacidad mental. Las pedradas que se le dirigen traslucen una oscura e inexplicable inquina y el feliz aprovecha-miento de una regalada oportunidad para descargar un veneno que viene de más lejos que la entrevista de La Nación.

La animosidad, incluso el odio que ciertos escritores e intelectuales chilenos enarbolan contra la Sra. Allende no son nuevos y alcanzaron un punto álgido durante las últimas postulaciones para el premio nacional de literatura. La persistencia y virulencia de los ataques choca a muchos chilenos y son difíciles de comprender en un país que se precia de civilizado. He aquí la expresión objetiva de una mentalidad aldeana, inquisitorial, castradora. Unos la expresan descaradamente con pólvora o vitriolo, otros la visten con palabras condescendientes o de perdonavidas, pero es siempre la misma. La clásica actitud tribal de rechazo y marginación para quien se siente diferente o puede representar una amenaza para la comunidad. O sea, ”Aquí no hay espacio para los que no son iguales a nosotros”. Creemos, al contrario, que en Chile hay espacio para todo tipo de literatura y es absurdo que algunos pocos iluminados pretendar imponer la dictadura de aquella que les place a ellos. Hay una diferencia esencial entre lo que puede ser crítica literaria y el infundio y la persecución pura y llana. Es un hecho no sólo vergonzoso, sino además, patético, Y políticamente peligroso, por cierto.

El caso podría ser objeto para un estudio psico-sociológico de la mentalidad nacional. Apenas literario. Ni el tipo de literatura ni la calidad de lo que escribe Isabel Allende tienen algo que ver ni puede explicarnos la insidia y el hostigamiento de que es objeto. Una simple mirada a la lista de nuestros premios nacionales de literatura nos advertirá que la mediocridad literaria no es una singularidad de la Sra. Allende como se pretende y menos una novedad en el panorama literario chileno. Para ira y espanto de muchos, habría que señalar claramente el hecho histórico de que la literatura chilena, en el terreno de la prosa, siempre fue uno de los parientes pobres de la literatura latinoamericana. Entre los titulares de nuestros premios nacionales hay muchos nombres de prosistas que no tendrían por qué estar alli. Y quizás, haya algunos con méritos inferiores a los de la Sra. Allende. Durante largas décadas, larguísimas, antes de la aparición de escritores, como Donoso o Edwards; por poner un ejemplo, el único hito literario al que podíamos hacer referencia, era Manuel Rojas, mientras en otros ámbitos proliferaban los Rulfos, los Borges, los Asturias, los Gallegos, los Amados, los Carpentier, sólo para nombrar algunas de las más antiguas glorias de las letras continentales.

Para ser justos, si hemos de hablar de mediocridad, la que se adjudica a la escritora Allende como pretexto de los ataques, no podría ser inscrita en otro lugar que no fuera la que es representativa para la mayor parte de nuestra literatura en prosa, salvo ciertas estrictas excepciones. Y si la razón y la ecuanimidad han de tener alguna significación, no se puede escandalizar con la medianía de un escritor a la vez que se silencia la de otros.

El crítico literario señor Harold Bloom, brújula de algunos, tiene todo el derecho a opinar lo que quiera acerca de la literatura de J. K. Rowlings, de Isabel Allende o de cualquier otro escritor, como lo ha hecho. Lo que él no ha hecho es darle a su opinión carácter de mandato ni para el aplauso ni para la lapidación. Los criterios técnicos o académicos, son producto de un contexto social y de un saber conocidos y nada pueden anticiparnos acerca de la validez sociológica o histórica que una obra pudiera tener en su ámbito creativo, en condiciones de evolución social. Es precisamente al revés. Los cánones son un resultado del trabajo creativo, no su origen y deben estimarse cuando más como cauce, punto de partida, nunca como cerco mutilador del vuelo. Es decir, primero la realidad, después la teoría. El hecho de que la Sra Rowlings, creadora de Harry Potter, pueda escribir bien, mal o peor, según el parecer del Sr Bloom, no nos explica –y tampoco las técnicas de mercado- el tremendo impacto literario y social de su obra a nivel mundial y tampoco nos dice absolutamente nada acerca de la significación que ésta pudiera alcanzar en el futuro. Son las generaciones jóvenes que la leen hoy y que en algunas décadas más habrán elaborado nuevos criterios de evaluación en respuesta a los cambios de la sociedad, los que determinarán el significado mayor o menor de su obra. De lo que aquí hablamos, no es de lo bien o de lo mal que puedan escribir Rowlings, Allende o cualquier otro, sino de su libertad para hacerlo.

Hay por cierto una particularidad nacional en este fenómeno. En el resto del mundo no exiten géneros ni autores de condición menor, sólo espacios diferentes de creación y de consumo literarios. Se otorga allí a la literatura popular tanta consideración como a cualquier otra. En la patria de genios como Shakespeare y Wilde nunca el vilipendio impúdico tocó a escritores como Sir Arthur C. Doyle, padre de Sherlock Holmes ni a otros autores de novelas policiales de fama mundial como Agatha Christie, quien jamás fue castigada con improperios pero sí agraciada con la Orden del Imperio Británico. En Suecia, un ícono literario nacional en su condición de autora de cuentos infantiles, Astrid Lindgren, y un cultivador del género de novelas de espías y aventuras, Jan Guillou, concitan tanto prestigio y respeto como Strindberg och Bergman. En Francia, a nadie se le pasaría por la cabeza desairar y menos ofender la memoria pasada o presente de autores como Alejandro Dumas, de Julio Verne, de George Simenon. Más aún, Francia ha cometido el ”desacato” de declarar Caballero de las Artes y las Letras, a nuestro desdeñado Francisco Coloane, cronista irremplazable del sur patagónico y antártico, premio nacional a regañadientes y autor - al decir purista - de prescindibles obras de aventuras. En Italia, en Estados Unidos y en el mundo entero, aún se oyen voces que agradecen la existencia, ahora lejana, de un Emilio Salgari, un Jack London, un Robert L Stevenson, por nombrar algunos.

Pues, en dichos países y en cualquier entorno civilizado, antes que del género y del grado de academismo de una obra creativa, se trata, fundamentalmente, del respeto a la libertad que en toda sociedad democrática tiene cada individuo para expresarse en el terreno creativo, como mejor calce a su talento e intereses, ya sea dentro o fuera de los cánones habituales. Objetivos personales como la gloria literaria o el éxito comercial, son igualmente válidos. De lo que en realidad se trata allí, es del respeto a la diversidad cultural y al ejercicio de la libre elección y tolerancia a que todos los ciudadanos tienen derecho En suma, de lo se trata aquí y en el caso Allende, es de una variedad criolla de convencional y execrable antidemocracia cultural.

La historia nos dice que en todas las sociedades, los intelectuales y más que nadie, los escritores son los que más frecuentemente levantan las banderas de la libertad de conciencia y de expresión y los primeros que están en las barricadas que defienden los derechos humanos, tan a mal traer en nuestra reciente y propia historia. Es una lucha que jamás termina, mas pareciera que algunos pequeños intelectuales de la aldea nacional no sólo le hubieran puesto punto final, sino se sintieran herederos espirituales de una época reciente durante la cual la libertad de unos pocos era el castigo de los otros. ¿De qué otra manera puede entenderse su afán de negar a la Sra Allende o a cualquier otro escritor, su sagrado derecho a escribir lo que ella quiera y como le dé la real gana? ¿De qué manera entender que desconozcan su derecho a ser como escritora, ella misma, y no cualquiera otra? ¿Con qué ética y autoridad pretenden aquéllos determinar las preferencias literarias de los ciudadanos?

Ni el contenido ni la forma, ni la trascendencia o la trivialidad de una creación literaria conceden derechos de persecución contra su creador, sea que éste se llame William Shakespeare o Corín Tellado. Lo que escriba un escritor nunca será más importante que la libertad que se lo permite. Una auténtica democracia cultural sólo puede edificarse en ausencia de terrorismos académicos y de estrecheces mentales y morales suceptibles de devenir en libelo o pedrada artera. En tiempos de internet, de video, de televisión desenfrenadas, la diversidad editorial y la libre oferta de los géneros literarios es el único freno posible a la muerte cada vez más cercana de la lectura como objeto de placer espiritual.

Lamentablemente, la guerra que comentamos, se inscribe en un contexto de total aceptación privada y oficial. Ominoso silencio por todas partes. Entendemos que la libertad de creación y la aspiración a la más amplia diversidad cultural son principios fundamentales que legitiman la existencia de organizaciones como la Sociedad de Escritores de Chile y que el fortalecimiento de dichos principios son parte intrínseca del rol social que les compete. Por tener las actitudes y hechos que comentamos una connotación que va más allá de lo puramente literario y accidental, sería interesante saber qué piensa, qué dice, qué hace la Sociedad respecto del lamentable espectáculo que comentamos. Disparar contra las libertades de un escritor, nunca ha sido ni será, un acto democrático. Tampoco literario.

Buscando una explicación a lo inexplicable, pareciera que pese a la adjudicada mediocridad creativa de Isabel Allende, su figura internacional ha alcanzado tal peso y dimensiones, que ya apenas tiene cabida en el ámbito nacional y amenaza con aplastar a ciertos intelectuales y escritores de baja autoestima haciendoles reaccionar visceralmente ante el peligro y de allí el insulto lapidario, el empujón homicida. ¡Sálvese quien pueda! Lo cual es absolutamente inaceptable, aún cuando fuera comprensible. Los 38 millones de ejemplares vendidos por Allende (¿unos 70 millones de lectores?), son seguramente y aunque se niegue, una presión enorme sobre la psiquis, la ética y el comedimiento de cualquier adicto a la piedra y el garrote. Sobre todo cuando se logra, según se dice, con la mayor ignorancia y con la mas grande pobreza intelectual.

Como ella misma afirma en la mencionada entrevista, Isabel Allende no pretende hacer gran literatura, sino contar pequeñas historias y no espera tampoco ser recordada por ello, algún día. Son éstas sus propias palabras, no tergiversadas, y no hay razón alguna para no aceptarlas y respetarlas. Y, más que nada, para no dejarla en paz. En nombre del buen sentido y la decencia.