Una vez tuve quince años, de Irma Barón.
Por Juan Antonio Massone del Campo

 

         ¿Qué pueden tener de especial los quince años de alguien que, como en este caso, saben conmover, interesar y mantenernos en vilo de la curiosidad?
         La memoria personal es un formato muy atractivo, pero sumamente riesgoso si se desea traspasar, con vivacidad, el previsible anecdotario individual, cuyas referencias de data y singularidades podría sofocar las mejores intenciones literarias. 
         Chile ha tenido buenos representantes del género memorial. Hernán Díaz Arrieta, Alone, publicó un volumen acerca de sus ponderaciones de varias obras a este respecto. Augusto D´Halmar y sus Recuerdos olvidados, Pablo Neruda en Confieso que he vivido; el propio Alone aportó con Pretérito Imperfecto; Volodia Teitelboim entregó tres volúmenes; a los que pueden agregarse con plenos derechos Memorias de un desmemoriado de Ernesto Montenegro; La casa vieja de Jenaro Prieto; Historia de mi vida, de María Flora Yáñez; Memorias de un tolstoiano, de Fernando Santiván, y tantos más.
          La dificultad mayor de las memorias es lograr un perfil dinámico, un movimiento sin tropiezos en ese ir y venir desde lo íntimo a lo externo, con tanta felicidad narrativa que, de ninguna manera  se le sienta tirantez al hilo conductor y sí una coincidencia a los retazos escogidos que conforman el panorama revelado; al paso que ese mismo acopio de lo escogido permita olvidar tantos otros pormenores que fueron desestimados cuando se entrega la versión definitiva del texto. En suma, una memoria literaria no es sólo lo dicho, sino lo callado que viene a ser un silencio a tiempo, una suspensión de la confidencia para alcanzar el equilibrio de la atención sin el molesto exceso de un yo que acabe por irritar, en vez de mantener el interés.

         Asomarse al brocal de la memoria y dar un panorama enterizo de sí es una osadía de la voz interna, puesto que se atreve a exponer los “dentros” de la propia trayectoria. Esta es una de las tantas virtudes que nos regala Irma Barón en ese reordenamiento de cuando una vez tuvo quince años.
         Efectivamente, Una vez tuve quince años, con sello de Editorial Forja, tiene gracia y frescor. Da lo mismo que la evocación haga pie en décadas tan distintas a la presente. Mejor que mejor, podríamos decir, porque esa recuperación de ciertas costumbres, ritmos de vida, estilos de enseñanza, amén de las vicisitudes propias de quien ordena lo evocado nos comparte, sucesivamente, las venturas y desventuras de la niña, de la adolescente y de la joven universitaria.  La protagonista juega, se aflige y manifiesta su entusiasmo y vigor vital. Acompañada de la soledad, no menos que de una abuela querendona, tanto como de la presencia y lejanía maternas, de los nacientes amores y descubrimientos del saber universitario—cuando esas instituciones dejaban impronta en sus estudiantes--, la autora nos invita a conocerla, o a reconocerla, en ese antes indispensable, al ofrecer una secuencia de sus primeros veinte años.
          Y así, como si todo brotara a la vez necesario y con ánimo expansivo, este libro—según testimonia Irma Barón—nace de improviso, mejor dicho con las palpitaciones de la vida que, en algún momento, se torna consciente de la necesidad de ordenar, de decirse un modo abarcador de aquel lapso inicial cuando los cimientos de la existencia aportan un espesor de presencias y soledades tan ostensibles, unas y otras, que el conjunto bien o mal avenido de esas constancias se alza al modo de una compañía durante toda la vida. Y, como lo más lejano en el tiempo, es la materia con la que más se convive, resulta que las primeras décadas son las más atractivas de contar, debido a ese ánimo matinal, arquetípico y fundacional que sobresale de ellas.

          “Me escapé en el recuerdo hasta la tranquila Plaza de Armas. Encontré un banco de madera tosco, con capacidad para cuatro personas más o menos; estaba pintado de gris y me pareció, esa vez, que su color jugaba con el tono ceniza del paisaje. Hacía setenta años.
           Reviví el instante en toda su intensidad.
           Era el mes de mayo.
           Ese día cumplía quince años”. (p 21)

          Como se aprecia, entra y sale de la cronología, por medio de un desdoblamiento tan propio de una remembranza: ser autor y materia del texto, es decir, sujeto y objeto de la palabra.
          Llaman la atención los cambios de domicilio que debió afrontar la autora, durante el lapso referido y la consiguiente acomodación que ello supuso. ¡Cuánta energía y flexibilidad para congeniar con numerosos dueños de casa! ¡Cuánta resistencia para soportar el desarraigo continuo! ¡Cuánta añoranza desplazada por un nuevo adiós!
          Muy bien dosificados los datos con que sitúa los aconteceres y la descripción de los lugares, en los que transita su relato sin morosidad. Y, tanto los sucesivos espacios en donde viviera, así como el gradual descubrimiento de sí y del mundo a partir del persistente coloquio, en el cual la soledad terminara por transformársele en compañía, pues el yo se fortalece en la minuciosa memoria. Todo ello se reconoce en este libro, deparándole al lector una experiencia agraciada de complacencia y de afán de conocer.
         No menos importante el aporte que hace a propósito de ciudades y de autores. Lo que podría parecer un abultamiento de escritura sin sentido, a la postre acude servicial al relato y complementa su auto-presentación. Varias de sus lecturas resultan familiares y, más aún, pertinentes en el cuerpo del texto. Los nombres de Alfonsina Storni, Manuel Magallanes Moure, César Vallejo, Gabriela Mistral, Carlos Pezoa Véliz o Delmira Agustini aportan algunos poemas siempre necesarios de releer y, sobre todo, al conocimiento de la tonalidad íntima que embargaba el desenvolvimiento biográfico de la autora.
           Creo que Irma Barón consigue lo más esencial de un libro literario: despertar lo humano del lector sobre la base de una revelación auténtica de sí. Lo singular anima un parangón con los quince años de otros. Y de los cinco, de los diez, de los veinte y de cada año intermedio, también.

           Aquella reanimación del mundo personal propicia un encariñamiento con la niña, la adolescente y la joven del libro. Nada cuesta sentir sus penas de las lejanías, los entusiasmos de los reencuentros, el ensueño afectivo, la pérdida física de algunos seres queridos y la intensidad de esplendores y recogimientos cuando la juventud siente fundar una existencia más autónoma.
           Entre sus poemas que integran este volumen, mi preferencia se inclina por los más recientes. Hay en ellos mucha vida sintetizada, casi desprendiéndoseles verdades tan sencillas como esenciales. Un recuerdo, el atisbo sereno, los límites propios de lo humano. Y, así nomás, como quien se dijera cuánto lo siento, pero la vida no es de otra manera. Cuán resonante y caviloso en el silencio es su “De profundis”, escrito en el presente año.
           Irma, tiene usted mucha razón y un corazón al vuelo en su libro.  Soy un lector que conservará la intensidad de sus páginas y la verdad muy honda de los versos con los que culmina el libro:
        
“Si amas y no te aman
Igual titilan las estrellas”.
         
                                                                                          
                                                                                              Estación Mapocho, 7-XI-2010