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Mapocho: ¡Qué grande viene el río!

Por Cristián Brito



Qué común se nos ha hecho ver día tras día las lodosas, contaminadas y pestilentes aguas del Mapocho. Tan rutinario es apreciar sus avances dejando una estela de hediondez, que pocas veces nos preguntamos qué esconde tanta suciedad. La respuesta, ciertamente, cae de cajón: son nuestros propios desechos los que continuamente aumentan su caudal, pero ¿será solo eso? Nona Fernández (1971) realiza un ejercicio poético donde nos sumerge en sus aguas y en su historia, ésa que se oculta tras el hedor y la polución.
Y es que el río Mapocho atraviesa Santiago, lo divide, y sin duda lo caracteriza. Con Mapocho como su novela inicial, su autora, que vale destacar ejerce una gran variedad de oficios: actriz, escritora y guionista ligada a las producciones dramáticas de TVN, nos presenta una obra que ejerce una suerte de analogía entre la identidad histórica de Santiago- que es al mismo tiempo un reflejo de la idiosincrasia chilena- con la imagen del indecoroso río que cruza la capital de lado a lado y que encarna la historia nacional, en el sentido de que tal como su cause, se pierde inexorablemente en el olvido; una característica tan propia de la memoria de los chilenos. Se plantea entonces como hipótesis de lectura que la historia oficial, la que se lee en textos y la que finalmente aprendemos e incorporamos, posee más de algún detalle relevante que, si bien casual o adredemente (eso jamás o difícilmente lo sabremos), nos ha sido oculto.
El relato se enmarca principalmente en la relación entre dos hermanos: La Rucia y el Indio; comenzando con el regreso a Chile de la primera proveniente desde Europa en busca de su hermano, después de que la madre de ambos muriera en un accidente automovilístico en el que ellos tres estuvieron juntos e involucrados. Esta búsqueda juega el papel de cimiento para reconstruir una historia familiar marcada profundamente por el incesto entre ambos y la pérdida del padre, después de que las fuerzas militares se lo llevaran de la casa y su madre huyera con ellos, siendo ambos aún muy pequeños a Europa.

Una particularidad evidente se esconde en los nombres de los personajes centrales, su radical disimilitud apunta a una simbolización sin mayor profundidad evidente de la dicotomía clásica entre Europa y América, que se representa con los nombres Rucia e Indio. Encasillados en la función alegórica que les da sus nombres, en la narración no se presenta una evolución de ninguna especie en los personajes, y el prejuicio que se genera por parte del lector sobre ellos se ratifica durante toda la obra, pues tan sólo por su nombre, ambos tienen comprado de antemano su futuro narrativo. De este modo, puede ocurrir que al lector no le provoque mayor motivación saber qué pasará con ellos, más allá de confirmar continuamente que, efectivamente, ambos hermanos, tal como otras figuras simbólicas desplegadas en el texto como narraciones periféricas, están muertos.

Varios detalles olvidados o inventados de la historia oficial pretenden ser recordados por los personajes, claro está, todos encasillado en la ficción de la obra, que será, después de todo, la misma parábola con la que se hacen los libros de estudio, que al fin y al cabo son también invenciones, como lo demuestra Fausto, el historiador que quiso alguna vez ser novelista. Pagado por los militares para escribir una historia oficial, Fausto excluye ciertos pasajes que él sabe que ocurrieron, y esta omisión consciente le implica un constante acoso de aquellos fantasmas que lo penan y le reclaman su exclusión de la memoria colectiva. Sin embargo, pese a la pretensión de darles cabida en la ficción literaria a través de la obra, que al fin y al cabo es una mentira como la Historia, a esos seres cotidianos y olvidados, la autora se olvida o determinadamente obvia que, si bien la literatura es una mentira, en ella se debe mentir al menos con un atisbo de belleza, este es un factor quizá criticable, pues queda la sensación que Fernández abusa concientemente de un lenguaje vulgar desde el inicio de la novela, además de mostrarnos la relación incestuosa entre hermanos, que ya parece muy reiterativa en la literatura. De todos modos la obra alcanza momentos realmente vivos, cautivantes y que rozan con el delirio, la coexistencia de personajes muertos y vivos, la aparición y desacralización de figuras emblemáticas en la historia chilena, y algunas imágenes llenas de fuerza narrativa; como el accidente en el auto, el parto de una mujer en la cancha de fútbol donde recluían a los detenidos y que finalmente acaba en su muerte, la violación sodomítica de una niña gorda y desvalida por parte de casi una decena de militares para poder estar con sus padres y, por sobre todo, los diálogos a la imagen de la Virgen que siempre está de espalda mostrando su culo de loza.

Cómo sea, las continuas y reiteradas alegorías que la novela posee, nos muestra el lado oculto ficcionado de nuestra realidad e historia, sabrosas y en ocasiones hilarantes narraciones que cautivan al lector, todos estos hechos navegando entre escombros y desechos, nuestra porquería que agranda el caudal del Mapocho, pero que a pesar de ello ignoramos qué grande se viene el río.



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