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Gijón era una fiesta

por Diego Muñoz Valenzuela

 

Gijón es una ciudad acogedora, apacible, segura y plena de sorpresas, dotada de una arquitectura y una configuración muy atractivas, que por momentos trae reminiscencias de Valparaíso en épocas de esplendor. En esta bella ciudad asturiana se realizó la tercera versión del Salón del Libro Iberoamericano entre el 23 y el 28 de mayo de este año, organizada por la Asociación Cultural Literastur, con el auspicio del Ayuntamiento de Gijón, y bajo la dirección y la energía inagotables de Luis Sepúlveda, nuestro destacado escritor nacional avecindado allá. El III Salón del Libro es un magno evento que congregó a setenta escritores españoles y americanos, y casi igual número de editoriales que integraron una relevante Feria del Libro. Además de mesas redondas, lecturas, presentaciones de libros y diálogos, el Salón integra al cine, la música y la plástica, y se efectúan un encuentro de científicos sociales y un encuentro de editores independientes. Es un evento de enorme amplitud y magnitud, donde se respira un aire de libertad de pensamiento y una atmósfera crítica que contradice la homogeneidad con que reina -en apariencia- el neoliberalismo en nuestros países, y en la propia España.

De Chile había una amplia delegación, que incluía a Poli Délano, Hernán Rivera Letelier, Ramón Díaz Eterovic, Ana María del Río, Pablo Azócar, Alejandra Costamagna, Andrea Maturana, Carmen Yáñez y el propio Luis Sepúlveda. Entre la enorme pléyade de escritores hispanomericanos asistentes cabe destacar a Mempo Giardinelli y Graciela Cabal (Argentina), Zoé Valdés y Francisco López Sacha (Cuba), Rafael Ramírez Heredia y Paco Ignacio Taibo II (México). España estaba representada, entre muchos otros, por Rosa Montero, Manuel Vázquez Montalbán y Juan Madrid.

Entre las abundantes actividades del III Salón figura la entrega de la segunda versión del Premio Internacional de Novela Dos Orillas, que se concede a la mejor novela editada en español o portugués fuera de Europa, para autores no publicados en España, y que consiste en la edición simultánea en seis idiomas: español, italiano, francés, portugués, alemán y griego. La edición española se hace por cuenta de Seix Barral. El año anterior se concedió al peruano Alfredo Pita por El cazador ausente, y este año se hizo acrredor al premio Ramón Díaz Eterovic por Los siete hijos de Simenon, novela recién editada por LOM en Chile y que fue presentada en el contexto del Salón por Paco Ignacio Taibo II y José Manuel Fajardo, pocos días antes de obtener el premio. Fue una auténtica sorpresa para el autor, que no sabía siquiera de su postulación, y que gracias al silencio de quienes lo supimos antes del anuncio y conspiramos para mantener ese secreto, recibió un impacto impresionante al saber la noticia en el acto mismo de la entrega del premio, al que asistía como un espectador más. Los siete hijos de Simenon es la más reciente novela que integra la zaga de novelas negras protagonizadas por Heredia, el detective privado de ácido humor y vida marginal que ha ido tomando un cuerpo creciente en la prosa ágil e inteligente de Díaz Eterovic. Un premio más que merecido para Ramón Díaz Eterovic, producto de su trabajo y oficio constantes, y una extraordinaria puerta hacia la difusión y el reconocimiento en el viejo continente.

Entre decenas de actividades que conformaban una interesante e infinita agenda de actividades imposible de seguir con rigor, figuraba un homenaje a Corín Tellado, de quien supimos que era asturiana, que no sólo no utilizaba "negros" o escritores fantasmas (escritores anónimos que escriben sus obras sobre la base de sus indicaciones), sino que con ese aspecto de abuela rigurosa se da a la tarea diaria de escribir diez carillas. Así ha completado la cifra espectacular de cinco mil novelas, un verdadero récord. En el polémico homenaje, no todos coincidían en su realización, el narrador uruguayo Mario Delgado Aparaín recordó que Corín Tellado había ayudado a soñar a millares de personas en momentos de crisis, y Luis Sepúlveda destacó su aporte en cuanto a generadora de nuevos lectores, además de confesar -a título de gracioso pecadillo- que alguna vez había hecho radioteatros sobre sus novelas.

Cientos, miles de detalles conformaron este Salón del Libro. Un secreto y sorpresivo homenaje a Poli Délano bajo el título de Nosotros que nos queremos tanto, fue parte relevante de sus jornadas. Luis Sepúlveda, junto a Mempo Giardinelli, Rafael Ramírez Heredia y el ecuatoriano Abdón Ubidia se refirieron a vida y obra del autor, una sola gran amalgama que integra talento, imaginación, coraje, consecuencia, fraternidad y alegría de vivir. Un maestro de literatura y vida, y por ende uno de los escritores más queridos de América Latina. Poli coronó el homenaje con una historia narrada oralmente sobre una visita a Japón, que causó expectación, misterio e hilaridad en el público.

¿Qué justifica la existencia de este Salón, los generosos esfuerzos de Luis Sepúlveda y sus colaboradores, el auspicio del Ayuntamiento de Gijón y el gobierno de Asturias? Ese gran despliegue de hermandad y reflexión crítica, ese encuentro de intelectuales de todo el continente con europeos y africanos, esa simiente de pensamiento rebelde que se cruza, se mezcla y se enriquece con el diálogo.

El Mar Cantábrico nos acogió con su brisa fresca mientras caminábamos por la orilla de su bella playa de San Lorenzo, mirando a la distancia las casas con sus balcones ornamentados con cardenales de vivos colores. Caminamos por la parte antigua de la ciudad, Cimadevilla, examinando sus casas del siglo XVI, ornamentadas con rostros de piedra, y con nombres de calles que incitan a la imaginación, como El boquete de los peligros. Las calles tortuosas nos acogen y nos invitan a recorrerlas y a realizar nuevos descubrimientos. Nos sentamos en una mesa de restorán y la sidra estalla en la pared del vaso como una ola en la rompiente del Cantábrico.

En las incursiones ciudadanas que acompañan necesariamente a un encuentro de escritores, donde suelen encontrarse amigos que no se ven hace tiempo, y donde se conocen otros nuevos, las jornadas nocturnas son largas y enjundiosas, y requieren acompañar la camaradería con alguna sustancia que la estimule y haga avanzar a un mayor ritmo. Esto a su vez requiere recorrer barrios bohemios y permanecer en ellos en ambientes que pueden -con el transcurso de la hora -tornarse inciertos. Jamás tuve una sensación de inseguridad en Gijón, no había allí un ápice de hostilidad, es un territorio cerrado al recelo. Nuestras caminatas nocturnas jamás estuvieron rodeadas de un aura de riesgo, nunca hubo discusiones o desencuentros, ni siquiera una agresión de palabra, una mala cara, nada. Al tercer día descubrí esto: allí no era concebible el miedo porque no había nada que temer; uno se sentía seguro todo el tiempo, y eso no era el resultado de una campaña de televisión, ni de una alucinación colectiva. Hacia el final del encuentro, escuché decir a Luis Sepúlveda que se había quedado en Gijón no sólo enamorado de sus muchos encantos como ciudad, que sin duda los tiene, sino porque el único lugar de la Tierra en el que se sintió seguro. Por esto, por la gigantesca jornada de pensamiento y amistad que fue el III Salón, puedo certificar lo anunciado en el título -con rigor, con alegría, con nostalgia- Gijón era, es, una fiesta.

 

 


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