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EL LLANTO MAGALLÁNICO DE ORESTE PLATH

Por Eugenio Mimica-Barassi

 

A Karen Müller, con inmenso afecto.

 

Cuando el mes pasado este portal de los escritores publicó una selección de los poemas juveniles de Oreste Plath, nosotros estábamos dando los toques finales al presente comentario. Leímos aquellos poemas suyos y unos versos se nos fijaron firmemente y a propósito del tema que estábamos tomando. Pasajera de ojos azules, algo me dice que tu viaje es sin límite, había escrito Oreste hacía años, sin imaginar siquiera que aquel dictamen se cumpliría tal cuál alguna vez.

Ha transcurrido ya una década desde esa vez. Sin embargo, para relatar aquel suceso, se nos hace necesario acudir a los archivos de la memoria, traer los recuerdos al escritorio y por qué no, estremecernos ahora, al tenerlos de nuevo frente a frente.

En aquella ocasión Oreste Plath llegó a Punta Arenas (en la que sería la penúltima de sus tantas visitas realizadas a la zona austral) luciendo jovial y dicharachero, como siempre se le solía ver. Venía para cumplir con una misión académica y, en su caso personal, para proceder además con un imperativo familiar: esparcir sobre las frías aguas del Estrecho de Magallanes las cenizas de su fallecida esposa y también escritora Pepita Turina.

Lo fuimos a buscar al aeropuerto acompañados por el inefable de Martín Cerda. Sí, nuestro querido Martín Cerda, quien ese año de 1990 se encontraba cumpliendo con su beca de escritor residente en nuestra ciudad. Tres meses antes, en agosto, había acontecido lo del incendio en la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde él se alojaba. Tres meses después de ese desastre ya estaba algo más repuesto y animoso, luego de sufrir la enorme pérdida de su biblioteca personal y de sus valiosos manuscritos vueltos cenizas en aquel siniestro. En nuestra propia colección bibliográfica destacan dos libros que le habíamos prestado. Y decimos destacan porque sus lomos, sus bordes y sus tapas están vueltos de color negro escombro. Uno es "La Patagonia Trágica", de Luis Alberto Borrero, y el otro "Historia del Estrecho de Magallanes", obra del reciente Premio Nacional de Historia Mateo Martinic Beros. Martín nos los devolvió dedicados, a salvo de la hecatombe. En el primero dice: "A Eugenio, este libro devuelto con las señas de otra tragedia patagónica". Y vaya que lo fue.

Y ya que hablamos de Martín Cerda nos viene a la memoria, cómo no, una frase suya, pronunciada una mañana a la salida del edificio del Gobierno Regional, tras ser recibidos por el Intendente de la época, quien nos dio todas las facilidades y comprometió todos los contactos para que Oreste pudiera cumplir con su sentida promesa. Con la característica voz ronca a punto de la risa, caminando apurados por calle Bories, principal arteria de Punta Arenas, Martín nos palmoteó esa vez la espalda diciéndonos: "Maestro, usted es una especie de ganzúa, abre todas las puertas". (ahora te respondo, estés donde estés: son más las puertas que voluntariamente he cerrado o las que arbitrariamente me han clausurado que las que he podido abrir).

Pero volvamos a Oreste. Llegó aquella vez junto a Roque Esteban Scarpa. La presencia de ambos en Punta Arenas poseía una significación especial. Era la primera vez que la Academia Chilena de la Lengua realizaba dos sesiones simultáneas, a la misma hora y en el mismo día. Un hecho histórico y único hasta entonces: reunirse en Sesión Ordinaria en Santiago de Chile y también en nuestra ciudad, para una Sesión Pública y Solemne, donde se nos invistió como Correspondiente por Punta Arenas.

Lo del llanto de Oreste habría de ocurrir dos días más tarde, pues cumplida con su presencia académica restaba el segundo motivo de su visita. Así, aquella mañana del miércoles 21 de noviembre, ocho personas lo acompañamos a ese acto de esparcir las cenizas de Pepita sobre las casi siempre turbulentas aguas magallánicas. Martín estaba igualmente entre nosotros. Nos embarcamos en la patrullera Ona, de la Armada Nacional, en el original muelle que posee Asmar Magallanes. Para llegar a ella debimos caminar a lo largo de varios pontones carcomidos por la herrumbre del tiempo, dispuestos uno tras otro a manera de una fila de jubilados, pero de jubilados sirviendo a su noble causa marítima aún después del desguazamiento.

Y la patrullera surcó las aguas, enfilando su proa gris hacia la Tierra del Fuego azulada de enfrente. El viento nos acompañaba y las olas espumajeaban sus crestas corredizas. El viento, compañero patagónico incondicional, quiso estar presente también en ese día tan representativo para nuestro querido amigo. En sus manos llevaba el ánfora, aferrándolo con sus manos, casi sin hablar. Cuando la embarcación (unidad, en la jerga marinera) detuvo sus motores a un par de millas de la costa y viró hacia ella enfrentando al viento, en el rostro de Oreste observamos que había desaparecido ese gesto de alegría permanente en él. Ya no estaba su sonrisa, sus ojos saltarines, su palabra chispeante. Un rictus de amargura le había ocupado el semblante. Llegado el momento preciso abrió la tapa del ánfora, lo volcó hacia las olas y Pepita Turina se fue volando en los brazos del viento, acunada por esas mismas ráfagas que un día lejano arrullaran sus primeros reclamos al nacer; se fue volando para hacerse piel de las toninas overas y refundar la tierra en el mar. Fue entonces cuando nuestro amigo, allí en la popa de la patrullera, se nos comenzó a palidecer, se nos comenzó a doblar, se nos comenzó a empequeñecer, y el llanto afloró descontenido. Y hubo de ser entonces cuando apareció, en medio de la congoja, un manojo de brazos para asistir al amigo que por primera vez veíamos abatido.

La patrullera Ona devolvió su andar hacia los viejos pontones. El retorno a tierra, escuchando nuestros pasos que resonaban encima de las pasarelas de tablones engrasados, alzadas por sobre los vientres con sus costillas a la vista de aquellos viejos pero aún útiles navegantes, lo hicimos en silencio, rodeando a Oreste, ayudándolo a caminar, y por qué no, haciendo fuerzas para que la sonrisa y la chispa de la vida volviera a ocuparle el rostro.

En algún momento del regreso a casa le deslizamos un papel con el sitio exacto donde se había procedido a tan íntima ceremonia. Según la carta náutica número 1140, situado a ochenta y dos metros sobre el fondo arenoso del Estrecho de Magallanes, más precisamente a 52º y 10,8' de latitud sur y a 70º y 52,4' de longitud oeste, el lugar no sólo quedó inscrito como aquel donde fueron arrojadas las cenizas de la escritora Pepita Turina, sino también como el punto donde se produjo aquel llanto magallánico del animador de tantas y tantas jornadas literarias, nuestro recordado Oreste Plath.

¿Habrá rememorado aquellos versos juveniles en esos momentos cuando abrió el ánfora? No lo sabemos ni menos podríamos intentar una respuesta. Sin embargo, ese Pasajera de ojos azules, algo me dice que tu viaje es sin límite, terminó al fin por transformarse en una invocación premonitoria, en una despedida al amor de los amores. Así lo entendemos, recién ahora, emocionadamente ahora, a diez años de esas lágrimas surcándole su rostro de hombre bueno.

 

 

Punta Arenas, noviembre de 2000.

 


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