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Roberto Fuentes

 

Un verdadero mago

Francisco González Torres
Difícil que alguna vez llegue a olvidar ese día, y a mi viejo menos. Es curioso que lo llame viejo, cuando dejé de verlo él tenía mi edad de ahora, pero me sale así y no puedo cambiarlo. Tenía ocho años, me acuerdo perfectamente, unos días antes estuve de cumpleaños y recibí una pelota de cuero profesional como regalo. Era un sábado a fines de marzo, incluso me acuerdo de la fecha exacta pero encuentro irrelevante mencionarla. Había un lindo sol que cumplía con la única función de iluminar. Estaba helado. Como era habitual, después del desayuno salimos al pasaje a jugar. Mamá insistió en que me pusiera un chaleco y para evitar problemas me lo puse. En realidad, lo hice para no postergar más la salida. Apenas crucé la puerta lo colgué en la reja de la ventana. Mi viejo decía que jugáramos con la pelota nueva y yo no quise; llevé una de plástico. Estaba tan linda la pelota nueva que me dio lata gastar el cuero. Además, en el pasaje se podía pinchar. Preferí guardarla para cuando lo acompañara a la cancha los domingos; mi viejo era el arquero titular indiscutido. Se ubicó entre los nogales, que hacían de verticales, y debajo de unas ramas que se entrelazaban provocando el efecto de un perfecto travesaño. Dale, campeón, me decía siempre antes de empezar el juego. Yo tomaba vuelo y le pegaba con todas mis ganas al balón. Solamente el primer chute, así le decía en ese entonces, lo daba con fuerza (era parte de nuestro ritual de iniciación del juego), ya que si le pegas fuerte a una de esas pelotas salta para cualquier parte. ¿Todavía venden pelotas de plástico? Espero que sí. Los demás tiros los pateaba con técnica, tratando de colocar el balón en una esquina alejada. Mi viejo las atajaba casi todas y cuando por azar o por un gran acierto mío convertía un gol, me tiraba de rodillas contra el piso, elevaba los brazos al cielo y lanzaba un grito. Mamá se asomaba por la ventana y me retaba por no cuidar la ropa. Mi viejo fingía lamentarlo y pateaba uno de los árboles, pero creo que le divertía mi alharaca. En el colegio yo estaba en la selección y todos los viernes me quedaba después de clase para el entrenamiento de la semana. Mi viejo siempre me iba a buscar. Por esos días empezó a llegar como cansado, se notaba en su cara. Algo raro pasaba; por las noches mis viejos se quedaban conversando hasta tarde y a veces mamá se ponía a llorar. Nada va a pasar, amor, nada, la consolaba mi viejo acariciándole la cabeza. Yo los veía a través de la puerta entreabierta de mi pieza. Aquel sábado, luego del tercer gol, noté que mi papá no realizó el típico acto de lamentación y se quedó mirando a la entrada del pasaje; nosotros estábamos al fondo y no había otra salida. Un auto azul estaba estacionado, era grande, o a lo mejor no tanto, como yo era chico y no tenía costumbre de ver ese tipo automóviles pude haberlo amplificado en mi mente. Dos tipos se bajaron, uno de chaqueta gris y pantalón negro, y el otro entero de azul. No recuerdo bien sus caras, pero eran un poco mayores que mi viejo, estoy seguro. Se acercaron lentamente hacia nosotros. Mi viejo me tomó de la cabeza y se agachó hasta quedar a mi altura. No te preocupes, andan buscando a un arquero, vuelvo altiro, dijo. Me dio un beso en la boca, eso lo recuerdo perfectamente porque nunca lo había hecho. Antes de levantarse y caminar hacia los hombres de chaqueta, dijo que me quería mucho y a mamá también, no entendí muy bien por qué. Mi viejo conversó brevemente con ellos y caminaron hacia el auto. Sentí una pena terrible, me acuerdo, y no sabía por qué. Antes de subir al auto me hizo un gesto de despedida con la mano. Recién ahí noté que muchos vecinos se habían asomado a las puertas y ventanas y que todos me miraban extrañamente. Ahí me quedé hasta que mamá salió corriendo de la casa. Yo corrí detrás de ella.

Patricia Torres Morales
Panchito siempre fue un niño muy aplicado en el colegio, se sacaba las mejores notas y era el mejor para jugar a la pelota. Bueno, después de lo de su papá bajó un poco su rendimiento, pero eso es normal, ¿cierto?, y no jugó más a la pelota. Del colegio me vinieron a ver para que convenciera a mi hijo de que siguiera entrenando, pero yo estaba en otra y no los pesqué. Creo que fue para mejor. Se hubiese embrutecido, ¿o acaso no han visto a los pelotudos de ahora? Bueno, ése es otro tema. Panchito nunca fue un niño muy sociable, tenía pocos amigos, pero tenía. Después de lo de su papá se puso mucho más introvertido, como me dijo el doctor del consultorio una vez. No dejó de ir a la escuela, pero ya no salía a la calle. Yo quería acompañarlo y ayudarlo de la mejor forma, pero también estaba preocupada por lo de mi esposo. Junto a mi comadre visité muchos lugares y personas en busca de ayuda o alguna información sobre su paradero. No conseguí nada. Pasado un año dejé todo a la suerte de Dios y decidí dedicarme a mi hijo. No asistí a más reuniones ni visité lugar alguno. Busqué un trabajo y por las tardes mi comadre me cuidaba al niño. Panchito empezó a mejorar sus notas y cuando salió del liceo hasta le entregaron una medallita por ser el mejor alumno. La medalla la tengo yo, ya que él ni la miró. Fue en esa época cuando empecé a sentirlo más lejano. Él estaba entrando a la universidad y yo conocí al Nano. Me lo presentó mi misma comadre, era un primo de ella que había llegado del sur. No lo traje a la casa de un principio, pero ganas tenía. Me sentía como una lola de quince, igual que cuando conocí a Francisco. Panchito jamás aceptó al Nano, nunca dijo nada pero era obvio. Logró estudiar gracias a una beca que se sacó. Es tan inteligente. De la universidad siempre llegaba tarde y los fines de semana se desaparecía. A veces le preguntaba por sus notas y él me decía que todo andaba bien, nada más. Tuvo que ser así porque luego de unos años, no sé si cinco o seis, se tituló. Sé que anduvo metido en eso de las protestas y cosas así. Yo le dije que se preocupara de estudiar y no anduviera en cosas raras, que nada se sacaba, pero él me miraba y no contestaba, tomaba uno de sus libros y se encerraba en la pieza. Apenas salió de la universidad encontró trabajo en un banco muy grande. Me alegré mucho por él, a pesar de que se fue de la casa apenas cumplió un mes en su pega. Primero arrendó un departamento con unos amigos y ahora con los años vive por allá en Las Condes, en otro departamento, pero mucho más lindo y grande. Y vive solo. He ido poco para su casa, no le gustan mucho las visitas, y cuando lo hago me doy cuenta de lo mucho que le hace falta una mano femenina a ese lugar. Yo se lo digo y él se ríe. Tranquila, mamá, tranquila, me dice y yo me tranquilizo, al menos eso aparento. Me estoy volviendo muy vieja para ser abuela, pero bueno, es su vida. El Nano me dice que no me preocupe, que en cualquier momento salta la liebre, pero yo ya no sé en qué creer, menos cuando se trata de mi hijo, mi niño. Me tiene tan preocupada. Hace dos días que apareció en varias partes una lista con personas que tiraron al mar y jamás me imaginé que Francisco saliera ahí. Él no era más que un dirigente sindical de una fábrica pequeña, pero ahí estaba. Pensé que había un error pero no, vino gente a la casa y me lo confirmaron. He llorado harto. No sé si por mi marido, por mi hijo, o por ambos. Panchito anda desaparecido. Apenas supe la noticia lo traté de ubicar en el trabajo y me dijeron que se había tomado unos días. En la casa tampoco está, lo paso llamando. Valeria, la polola de mi hijo, que es muy dije, llamó ayer y me dio un mensaje de él: que no me preocupara, que pronto lo vería. Colgó rápido. No lo hizo por pesada, yo la conozco, seguro que el Panchito le tuvo que decir que me dijera eso no más. Me quedé con muchas preguntas atragantadas, pero lo bueno de todo es que está bien.

Valeria Inostroza Matus
A Pancho lo conocí hace tres años, cuando entré al banco. Me lo presentaron de los primeros, con él tenía que empezar a trabajar inmediatamente en un nuevo proyecto de inversión. Al principio me pareció demasiado frío, pero bastó poco tiempo para darme cuenta de que era así con todos. Trabajamos codo a codo durante tres meses y en ese tiempo, a pesar de que pasábamos más de doce horas al día juntos, era para mí un perfecto desconocido. Al entregar nuestro trabajo y luego de la aprobación del directorio a nuestro proyecto, por fin lo vi sonreír. A veces pensaba que la piel de su cara jamás se había arrugado, ni chupando limón me lo imaginaba haciendo una mueca. Me invitó un trago a la salida, pero no era una cita amorosa ni mucho menos. Hay que conocer a Pancho para saber eso. Podría haber sido yo o cualquier otro que hubiese trabajado junto a él. Conversamos, primero, sobre el proyecto en cuestión, sus implicancias, y sólo cuando la noche había avanzado bastante charlamos un poco de nuestras vidas; de la mía más que nada, él siempre ha sido muy reservado. Tomamos un taxi y me acompañó a la casa, me dejó en la puerta pero no estuvo ni cerca de besarme, o de intentarlo por lo menos. Yo en el fondo deseaba que lo hiciera, pero no porque estuviese enamorada, no, eso pasó de a poco y tardé más de un año antes de sentirme así, o de aceptarlo, que es lo mismo. El asunto es que había pasado una noche agradable junto a un hombre buenmozo y terminar la velada con un beso no me parecía tan mal. Después de ese proyecto lo vi cada vez menos, me asignaron nuevas tareas en otro departamento y sólo lo divisaba en los pasillos. Siempre me sonreía y más de alguna vez nos detuvimos un rato a conversar, de cosas simples en todo caso, nada muy íntimo. Ese alejamiento nos sirvió mucho: empecé, y creo que él sentía lo mismo, a extrañar su presencia. A veces inconscientemente paseaba por donde él pudiera estar, pero cuando me sorprendía haciéndolo sentía vergüenza y me encerraba en mi oficina a trabajar. Fue en el paseo de fin de año de la empresa donde nos besamos por primera vez; fue un beso apurado y tontamente nos preocupamos de que nadie nos viera. Después yo me tomé las vacaciones y a mi vuelta él se tomó las suyas. Un mes y medio en que no nos vimos ni conversamos: desaparecimos. El día que volvió a trabajar hice grandes esfuerzos por no llamarlo, me costó de veras. La hora de la salida llegó y me quedé mirando el auricular. El teléfono sonó y era él. Pasamos toda esa noche en su departamento, aunque conversamos muy poco; después nos levantamos y fuimos al trabajo. Esa tarde almorzamos juntos, y conversamos mucho, pero siempre era yo quien más hablaba. Nunca lo empujé a que me contara más sobre él. Cuando empecé a conocerlo comprendí que su mundo interior era demasiado grande, así que me conformé con lo que sabía. El domingo estaba junto a mis padres viendo la tele y oí el nombre de Pancho, aunque al rato comprendí que era su papá. Lo llamé inmediatamente, pero tenía su teléfono descolgado. Tuve la intención de ir a verlo, pero no lo hice y creo que fue lo mejor. Al día siguiente tenía que darle una noticia importante, pero con el asunto de su padre decidí quedarme callada. Pasó muy temprano por mi oficina y traía el diario en la mano. Se veía un poco excitado. Nunca me conversó de su papá, pero yo sabía lo que significaba para él. Mientras nos tomábamos un café me dijo que pediría unos días de permiso. No me busques, por favor, necesito estar solo, agregó, y bajó la mirada. Sentí ganas de abrazarlo. Antes de irse, previo beso, el primero que me daba en el trabajo, me pidió que llamara a su mamá. Le dije que no se preocupara. Él se retiró y no pude aguantar más. Lo seguí por el pasillo, no me importaron las miradas ajenas y corrí hasta alcanzarlo. Debía saberlo, era justo para ambos, y se lo conté.

Juan Silva Soto
Llevó más de cuarenta años trabajando en la mar y he pasado por todo, pero nunca nada parecido a lo que viví esa noche. Estaba revisando mi pequeña lancha pesquera, en realidad es de mi patrón, pero son tantos los años trabajando en ella, más de diez, que la siento como mía. Tenía todo listo para el otro día y en eso escuché que alguien me llamaba. Era un hombre de unos treinta años más o menos y vestía un terno oscuro. Parecía todo un gerente, de hecho así me dirigí a él. ¿En qué puedo ayudarlo, señor gerente?, le dije, y me reí. Él no lo hizo y rápidamente me puse serio. Chucha que es tieso, pensé. Se acercó y me dijo que quería conversar conmigo. Le contesté que hablara no más, que hablar no cuesta nada. Me explicó que quería arrendarme la lancha por unas horas, pero que necesitaba una persona que la manejara porque él no sabía. O era tonto o era ignorante. Nadie por aquí le arrendaría una lancha sin piloto. Por un momento pensé que estaba bromeando. Miré para todos lados buscando algún conocido, como el negro López, por ejemplo, que es mandado a hacer para las tallas, y no encontré a nadie. Es imposible, le contesté sin sonreír para darle un corte final al asunto, que a esa altura me estaba molestando. Por favor, es importante, me dijo, pero no me rogó ni nada por el estilo. Jefe, que más querría yo que ayudarlo, pero no puedo, le dije, y él sacó del bolsillo interior de la chaqueta varios billetes. No tuve más remedio que recibir ese dinero, harta falta que me hacía y me hace, y lo invité a subir a mi humilde embarcación; esas palabras usé: humilde embarcación. Él sonrió por primera vez y subió. Un loco que quiere dar un paseo, lo que hace la plata, pensé. Para dónde, jefe, le pregunté, y él apuntó hacia el sol que se estaba hundiendo en el océano. Y para allá partí. Fueron veinte minutos en que navegamos derechito. El sol desapareció y una que otra estrella se veía allá arriba. Aquí no más, dijo. Paré el motor y me senté esperando cualquier cosa, pero no pasaba nada. Se quedó de pie en la proa mirando hacia la nada. La noche cayó como un rayo y afortunadamente la mar estaba tranquila. Empezó a hacer frío, me puse un chaleco grueso y volví a sentarme mirando a mi tripulante. Conté el dinero que me había pasado y no era tanto como yo pensaba, pero igual era harta plata. No me estoy quejando. Noté que encendió un cigarro y luego sacó algo; era un par de velas, lo supe después que las prendió y las instaló en el piso. Ni siquiera me pregunta, me dije, pero en realidad daba lo mismo. Ni cagando se quemaba la lancha. Se quedó parado un buen rato y me pareció que estaba rezando. Ahí noté que la cuestión era seria, porque uno puede andar loqueando por ahí y hacer lo que quiera, pero si te pones a rezar no es lo mismo. Se veía triste pero en ningún momento lo oí llorar. Se mantenía de pie junto al par de velas, desafiando el vaivén, que aguantó muy bien para no ser hombre de mar, y el frío. Le ofrecí un charlón para que se tapara la espalda. Me dijo que no. En realidad no habló, fue un gesto con la mano. Me senté, me tapé con el charlón despreciado y creo que hasta dormité un poco. Cuando volví en mí, porque cuando yo me duermo quedo como desmayado, ni un barco pasando a mi lado me despierta, miré el reloj y ya había pasado el par de horas del arriendo. Le iba a decir que el tiempo se había acabado, que debíamos volver y en eso él saca una carta del bolsillo de la chaqueta. Este señor parecía un mago: primero sacó un montón de billetes, luego un par de velas y ahora una carta, y todas las cosas del mismo bolsillo, creo. El caso es que no me atreví a molestarlo y lo dejé tranquilo. Noté que el primer par de velas ya se había consumido y que había prendido otras dos. Un verdadero mago, volví a pensar. Hizo tiras el sobre, ¿para qué lo tenía cerrado?, no sé. Empezó a leer y no pude evitar escuchar, estaba ahí mismo, ¿qué podía hacer? Le hablaba al papá y le contaba cosas de su vida, de cuando era niño y del colegio, de la universidad y del trabajo, por ahí apareció su mamá y una niña de nombre Valesca o algo parecido. Hablaba en voz alta, como si alguien aparte de nosotros lo pudiera escuchar. No sé por qué me conmoví. Siempre he sido un lobo marino, he sufrido mucho en la vida, por lo mismo me he convertido en un hombre fuerte, de fierro, pero esa noche no sé si fueron sus palabras o cómo las decía, no sé, pero me llegó aquí adentro, en pleno pecho. Finalmente arrojó la carta a las aguas y se quedó quieto. Yo no podía permanecer ahí, mirándolo sin hacer nada. Saqué una petaca y la abrí, me acerqué al hombre y le ofrecí un trago. Noté que le brillaban los ojos, aunque no puedo asegurar que estuviera llorando. Y si fuera así, no importaba, se veía que era todo un hombre. Me devolvió la petaca y yo me tomé un gran sorbo. Estaba helada la noche. Fue curioso, me abrazó por los hombros y se empezó a reír, despacito eso sí. Yo también lo hice y me sentí bien. Hizo un gesto de acordarse de algo y me soltó, se acercó un poco más a la orilla, por un momento pensé que se podía caer por eso del vaivén y todo, pero ni se tambaleó. Tomó aire, harto aire, y gritó, pero ni tan fuerte: viejo, vas a ser abuelo. Eso fue lo que dijo: vas a ser abuelo. Le dimos el bajo a lo poco que quedaba en la petaca y nos devolvimos a tierra firme.

 

 

 

 


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