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CAMINATA POR ATACAMA.

 

Luis Alberto Acuña

 

Cuando el maldito sol se sienta en tu cabeza, se te cuelga de los hombros y te tironea de las caderas para abajo, porque quiere aplastarte contra la tierra, que te caigas de bruces con las sienes estallando y termines con la boca partida tragándote la tierra salitrosa...

Camina que te camina por la huella. Con los ojos clavados en el suelo, porque no hay qué mirar, porque es lo mismo a tu lado y atrás y hacia adelante, salvo la angosta huella aportillada y cubierta de trechos con la arena, como una larga cicatriz en el desierto.

Camina que te camina, con paso cansado, como si no fueras a parte alguna... o nunca hubieras de llegar, porque son horas y horas y dias y días. Mirando a veces hacia atrás, sin objeto, como si el sonido de algún motor no te llegara nítidamente antes de que aparezca la polvareda que lo delata. Puede que ese vehículo no se detenga. Puede que el próximo si, y ahí estarás con tus huesos zangoloteándose, apoyando el codo en la baranda del camión o sentado en la parte trasera, con los pies colgando y las nalgas adoloridas por las patadas de cada hoyo del camino. Si en vez de camión es una camioneta baja, te entretendrás arrastrando los calamorros por la tierra arenosa.

A lo mejor le sacas un par de horas de viaje: el salto al suelo, el manotear un agradecimiento y una despedida, y otra vez a la huella. Puede que ahora camines poco y te lleven en seguida. Hasta quizás tengas suerte y te conviden a viajar en la cabina del camión. Querrán que converses, pero, después del cigarrillo, si antes has caminado mucho, te quedarás adormilado.

Así se avanza, poco a poco, hasta que logras llegar. Y, casi siempre, el dato era falso: la oficina ya está cerrada o piensan paralizar pronto y no hay caso de trabajo. Vuelta al camino tras el próximo dato, atravesando pueblos fantasmas donde, en el mejor de los casos, quedan algunos viejos, niños y perros. Y en el peor, cuando han desarmado hasta las viviendas de calaminas, y no hay sereno, porque la planta fue trasladada con vísceras y pellejo, y donde se han robado hasta los clavos mohosos, entonces lo único que queda es el cementerio. Un cementerio como isla en medio del desierto. Un cementerio con cruces de madera reseca, donde no hay el menor vestigio de color. Un cementerio muerto y como trasplantado allí por una mano misteriosa. Que difícilmente puede protegerte del sol de mediodía o del feroz frío de la noche. Un cementerio tal que, si se te ocurre ponerte a escarbar, encontrarás a un muerto completito como si lo hubieran enterrado la semana pasada, aunque haga veinte años que está sepultado. Seco sí, y amarillo o mejor café.

Si te dan ganas de ponerte a regarlo para que se humedezca, para que se hinche, para que se ponga blando, para que deje de estar tan seco como la tierra que te rodea, a ver si se puede alguna vez como todo muerto común y corriente! Pero, qué lo vas a mojar: orinarlo sería feo, y no gastarás el agua de tu cantimplora, porque podría suceder que al otro día te quedaras tan tieso como el amigo, botado en medio de la pampa, si se te ha ocurrido abandonar la huella para cruzar directo, y, a lo mejor, si alguna vez te encuentran, nadie podrá regarte, porque, como estabas encima de la tierra y no enterrado, no estarás como una momia, sino que serás un montón de huesos amarillos. Y, por último, aunque vinieras todos los días a regar al muerto, ¿de dónde sacarás bichos para que el pobre se pudra? Los mata el sol del día, el frío de la noche; los quema el ácido del salitre.

Otra vez el camino, amigazo, otra vez la huella. Si no hay probabilidades de que pase un vehículo, lo mejor es caminar de noche, de madrugada y al anochecer. Se le quita el cuerpo al sol que pesa como un combo, y andando uno no se trasmina. Por lo menos no te castañetean los dientes ni se te acalambran los músculos, como cuando estas botado hecho un rollo dentro de la manta.

Caminar y Caminar, a veces muchas horas, hasta que pase un camión... y que te lleve. Claro que eso era antes. Con la panamericana el desierto está plagado de vehículos y uno puede viajar hasta en micros, si tiene plata para pagar el pasaje. Pero tú no tienes plata, porque se acabó la pega: la tuya y la de todos. Y no hay micros de recorrido longitudinal, y no hay panamericana, sino sólo una infame y larga huella, borrada a trechos por la arena, que conecta las oficinas.

Ocurre, compadre, que a veces te asomas a un pueblo cuando hace horas que la cantimplora está seca, y el sol te ha calentado la cabeza y tienes la lengua hinchada y traposa, y los ojos inyectados en sangre. Siempre hay alguna casita aislada a la entrada del pueblo, donde te darán agua y podrás rehacer fuerzas

De lejos hueles el agua, porque parece que el sol la evaporara desde la batea donde lava la ropa una vieja, y te la lanzara en finísimas gotas sobre las narices.

Tendrás que aproximarte y apoyar los brazos en la pequeña cerca de tablas viejas que recortan al desierto un pedacito para el patio de la casa. Tendrás que sonreírle a la vieja y saludarla con cortesía: "Señora, buenas tardes, ¿me convidaría un poco de agua... vieja de mierda? Si es tan amable. ¿Me permite lavarme en el balde, porque estoy acalorado y entierrado... y hediondo como tú vieja cochina?".

Mientras te lavas miras la ropa tendida, blanquita, porque la mujer está enjuagando con un poco de azul. ¡Cómo pudieras dormir en una cama con sábanas tan blancas!

Ahora que te has quitado la camisa sudada y te echas agua en la cabeza y en el pecho, ahora que estás más fresco y has calmado la sed, te baja el hambre. Hay que meterle conversa a ver si la vieja se hace la amable. En caso de que estuviera el hombre en casa, te convidará con algo de comer, aunque a lo mejor ya se han aburrido con tantos que recorren como hormigas las oficinas buscando trabajo.

Si la mujer está sola, porque el tipo se largó o ha muerto o anda en otra oficina, o tuvo que bajar a Iquique a ver a la sobrina nieta que iba a tener una guagua, la mujer puede desconfiar y decirte que no tiene nada, mientras te mira a los ojos y se seca las manos arrugadas en el delantal. Pero, si te mira más al fondo de los ojos y ve un trabajador honrado que está cesante, no por flojo sino porque los tiempos están malos y las oficinas cierran todos los meses, un hombre cansado, pero sano y bueno, aunque la barba crecida le dé aspecto siniestro, sobre todo si te has lavado ya y dejas de tener la cara con la costra de tierra, la vieja puede apiadarse, porque se acordó de un hijo o que sé yó. Y a lo mejor pinchas una buena comida. Una cazuela gruesa con papas grandes, que te queman la lengua, ya que eres incapaz de esperar y recién las has partido. Y hasta un trago de vino, que la vieja te sirve de una botella que tiene guardada en el aparador, mientras no le para la lengua de hablar de ella y el pueblo y de quien sabe que cosa más, porque pasada la desconfianza las mujeres se sueltan y se ponen lingotes.

Y entonces puede que la vieja se sirva también un vaso de vino para acompañarte, aunque ella no toma casi nunca, porque le sube la presión y ligerito siente unos dolores de cabeza que no se le pasan mientras no se vaya a la cama y duerma con el papel corcho de los puchos de cigarrillos pegado con saliva en las sienes. Y tú, que has tomado un par de vasos más, te das cuenta de que la vieja ya no te trata de hijo, con la misma mirada de antes, sino que te mira de otra manera, como a hombre joven que eres, Vieja de mierda, vieja caliente, que te has imaginado. ¿Crees que, porque me has dado de comer, tengo que pagarte de esa manera?. Puede que te enrabies, debido a que el sol te calentó la cabeza tanto tiempo y el vino te calienta las tripas. Puede que te pasen por el cerebro unos malos instintos y te acuerdes de que la próxima casa está muy lejos y que nadie de ha visto. y que divisaste en el cajón del aparador, detrás de la botella de vino, un rollo de billetes... y tú no tienes ni para hacer cantar un ciego.

La vieja coqueteándote como si fuera una cabra encachada. El demonio levantándole a uno la mano con la botella agarrada para descargarla en el cráneo ajeno. Y si la mujer se queda tirada en el suelo con los ojos bien abiertos y un charco de sangre debajo de la cabeza, te sentirás aterrorizado. Porque fue una cosa sin querer, porque la maldita pampa te comió de pronto hasta el pellejo y el alma, convirtiéndote de trabajador honrado en asesino. En asesino que se queda inmóvil escuchando, como si pudiera haber alguien que hubiera oído el golpe del cuerpo al caer. Que se da cuenta de que nadie lo ha visto y que debe retomar pronto a la pampa, desandar lo andado o seguir adelante, pero por pleno desierto, esquivando la huella por donde habrán de buscarlo los carabineros.

Sabes que tienes que borrar todo vestigio de tu presencia y sabes que, aunque siempre hubieras sido un maleante, no valía la pena aquella muerte, porque los billetes no alcanzaban ni a cien pesos.

Aunque también puede ser que la rabia inicial se te pasa y consideres que la pobre vieja hace tiempo que no ve una y que tú tampoco has tenido ahora último muchas oportunidades, y le hagas el servicio por el plato de cazuela, cerrando los ojos como si le pusieras un trapo negro en la cara. Cerrando los oídos para no escuchar sus bufidos de placer, pensando que estás acostado con la Teruca, que hace tiempo que no ves y que quizás como le habrá ido en Antofagasta, o con la pituquita que nunca se dignó siguiera mirarte cuando pasabas al lado suyo y te temblaba la nariz con el perfume que agregaba al que tenía en la propia piel.

Siempre hay sol aplastándote la cabeza cuando caminas por la huella, siempre hay sed cuando la cantimplora está seca. Siempre hay una vieja, compadre, a la entrada de un pueblo, lavando la ropa en la batea, cuando el pueblo no ha muerto todavía. Siempre hay malos pensamientos dándote vueltas por la cabeza, que a veces no puedes dominar.

En el desierto, mi amigo, todo puede suceder.

 

 

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