Ana
del Silencio
por Rodrigo Castillo
Ana dice las cosas tan quieta que a
veces es difícil distinguir si te está
hablando o si sólo murmura conjuros o frases
sueltas para ella. Mientras está recostada entre
mis almohadones, por momentos creo que se ha ido a otro
lugar, que sólo está conmigo una presencia
física vacía y que la Ana que importa me ha
dejado de nuevo sólo. Pero desde ese abismo en el
que cae, a ratos reaparece para soltar de la boca alguna
frase y recordarme que con ella casi siempre me equivoco.
¿Quien es el Martín que está
aquí junto a ella? No soy yo, de eso estoy seguro.
No, ni siquiera de eso estoy seguro.
- Tengo los ojos azules de tanto
mirar...
- Yo me tiento a preguntarle de que
está hablando, pero de alguna manera siempre
termino por sentir que hacerlo es como confesar que a
pesar de todo, no he conseguido acercarme nada a ella,
que a pesar de este tiempo, aun me sigo quedando
atrás en el silabario de entenderla.
Esta vez, trato de comprender sin
preguntas, la miro despacio para no aturdirla. La miro
desde mi rincón tratando de no violentar su
espacio y de pronto siento que caí en su juego,
que yo también me he convencido que sus ojos, por
alguna razón, se han vuelto de un azul noche, de
un azul de tarde entrada y sin estrellas y empiezo a
preguntarme como lo habrá hecho. pero claro, soy
yo el que deliro, soy yo el que no tiene ni idea de como
son de verdad sus ojos que cambian tan rápido que
despistan las constantes.
- Una vez me pasó, pero ya
no lo recordaba .... dame una manzana, haber si
así me acuerdo.
Yo me paro y trato de no mirar
más sus ojos que se han vuelto tan oscuros que
podrían ser de cualquier color. Camino hasta la
cocina aturdido, lavo con cuidado una manzana verde y la
miro. ¿Por qué será que siempre me
hace sentir como un idiota?
Los pasos que me separan de ese
cuerpo echado sobre mi suelo son cortos y rápidos.
Se que voy a rozarla al extender mi
mano-con-manzana-verde y me pongo contento de eso. - Con
que poco me conformo en estos ratos ¿no? -
Esta manzana es verde!!, ¿no
tienes una roja?
Muevo la cabeza con vergüenza,
sorprendido en una falta enorme. Ana sonríe y me
dice con un poco de pena que no importa, y yo, como una
mascota tonta, agradezco para mis adentros esa sonrisa
para seguir mirándola así, tan cerca, por
un rato.
Me es inevitable comprobar lo dulce
de sus contrastes. Aquí, tirada sobre el suelo,
ovillada en los almohadones y tapada con toda clase de
mantas y chalones, su cuerpo se me aparece con una
inocencia extrema. Sus piernas que apenas se asoman, son
sólo vestigio imprudente de otros episodios, otros
tiempos en los que esas mismas piernas caminan por la
calle o se estiran sobre la cama o se dibujan en mitad de
un tiempo irreal en el que a veces soy capaz de
encontrarla. Ana es eso, es casi un sólo contraste
- armado para desarmarme - , levantado de quien sabe que
mito, como una diosa inexistente o sólo casi
existente, que a ratos es y luego, casi sin aviso,
desaparece de todos los márgenes, de todos los
ríos y se enrisca de tormentas pasadas o presentes
sin que nada del agua la toque o la queme.
Ana de pronto sonríe con esa
sonrisa vieja, tan suya. Se para del suelo y camina
despacio, cruzando la habitación desnuda hasta el
baño, única puerta de este lugar. Se
levanta tropezando con todo, desprendiéndose de
las colchas sin usar casi las manos, dando
pequeñas patadas a los pedazos de abrigo que la
cubren, con una agresividad que me encanta y me asusta.
Me cuesta creer que esta mujer tan
poco previsible se preocupe tanto de su ropa. Está
muy abrigada - siempre que viene a mi casa siento que se
ha preparado para un viaje al ártico - pero su
pollera es cortísima y por abajo, cubiertas de
esas medias de lana gruesas y grises, asoman
íntegras sus piernas flacas y perfectas. Se toma
el pelo con un gesto aprendido de memoria y me regala una
vista deliciosa de su cuello. Está tan lejos. Mi
presencia parece haberse esfumado y camina sin prisa
acomodando desde metros antes la ropas, para sentarse en
mi baño. Cuando estamos solos, nunca cierra la
puerta para hacer pipi. Es una costumbre que al principio
me incomodaba pero de la que con el tiempo he terminado
por enamorarme. Se sube las polleras, se baja las medias
y los calzones mientras toma el rollo de papel y va
enrollándolo, jugando con él en la palma,
haciendo un pequeño rollo y contemplándolo.
Desde lejos, la miro tratando de no invadirla, pero se
que en eso nunca la invado, que lo hace porque sabe que
me encanta. Siento el sonido nítido del chorro
cayendo sobre el agua y veo su cara que poco a poco se
vuelve alivio, y espera y dulzura. Se limpia con cuidado
y yo muero sólo por verla un poquito, por saber
que está compartiendo conmigo una parte de su
intimidad y me pierdo en los movimientos suaves de su
cuerpo y de sus manos que acomodan telas y tiran cadenas
y abren llaves y jabón y lavar las manos y
secarlas despacio y acomodar mejor la falda y el sweater
y mirarme.
Ana me mira desde la puerta, y creo
que está menos lejos por un instante. Me
sonríe y yo devuelvo su sonrisa como en un
intento. Avanza hacia mi sin pudores tontos y vuelve a
sonreír y acaricia mi cabeza con brusquedad y se
me inclina detrás y abraza mi espalda. Me tapa
los ojos con esos dedos largos y suaves con aroma a
canela. Yo tomo sus manos rogando que no se vaya, que
esta aproximación tan liviana no sea una despedida
y entonces ella inclina su boca junto a mi oído y
dice despacito - hazme el amor, me va a hacer bien -
Yo con sus manos entre la
mías trato de entenderla mientras beso esos dedos
como si fuera la primera vez, (de alguna manera sabiendo
que es la primera vez). Con cuidado busco sus labios
delgados y húmedos y reconozco el sabor de su
saliva sin tener demasiado claro el tiempo que ha pasado
desde nuestro último beso. Despacio la estiro
sobre la alfombra para reconocer en su cuerpo caminos
recorridos, orillas sobre las cuales deambular, montes ya
escalados. Pero no, con Ana todo es nuevo, y sus dedos
crispados y tensos me hablan de días que no han
existido, de otras manos que han pasado al galope por
esos parajes ciertos y mientras la desvisto tengo ganas
de llorar. Me emociona tanto su cuerpo que casi me impide
amarla. Su cuerpo es como una llave por la que se llega a
todos los rincones, su cuerpo constante y tenso, va
buscando huecos en el mío para recomenzar desde
algún punto sin saber el camino de vuelta. Me
lleno de vertigo entre sus caderas y sus piernas y sus
pechos.
Ana está sobre mi - desnuda
- y su rostro me habla de lo que le ocurre por dentro.
Sólo así es mía pienso
rápido, y una voz - que tal vez viene de ella - me
corrige. Ni aun así soy tuya.
Estoy perdido dentro de su cuerpo y
mientras sus labios murmuran quejidos casi
imperceptibles, se que estoy en un punto en el que ella
ya no va a parar, y casi me tiento a soltarla, a privarla
de lo que viene, sólo para sentir algún
poder sobre ella, pero claro, no soy capaz porque esa
felicidad abstracta desde sus labios es un bálsamo
que me cura. Me quedo quieto para que ella reconozca su
acción, la observo despacio, sus caderas se mueven
como en una danza y al mismo tiempo su boca se abre y se
humedece, se va de la realidad, me deja casi en silencio.
Sus dedos toman mi cara, se flecta entera y me besa con
agresividad. Puedo sentir que el puerto está cerca
y la miro a los ojos mientras ella decae en un suspiro
apagado.
Nos quedamos abrazados por un rato
largo, Ana ha arrastrado de nuevo los chales y las
mantas, se queda quieta y me mira despacio.
Por un segundo me fijo en sus ojos,
negros y brillantes y por fin entiendo. Aunque ya sea un
poco tarde, mi cabeza logra recomponer los mapas. Pero ya
no sirve, los labios de Ana han pronunciado las palabras
mágicas. No hace falta, ando en auto me dice,
mientras se va vistiendo despacio.