Cuento Navideño.
LOS
CABALLOS QUE CAMBIARON DE COLOR
por Pepita
Turina
Nacieron en
distintas fechas, unos antes, otros después, de padres y madres
diferentes: unos alazanes, otros bayos, unos overos, otros pintojos.
Los más, de un color café oscuro, retintos, casi negros.
Nacieron de cuanto color hay caballos, menos blancos, porque a esa
región no habían llegado nunca yeguas ni caballos de
ese color.
Eran hermosos,
semisalvajes. Nadie les cortaba la tusa ni la cola. No conocían
las tijeras. Y su andar, su correr ágil, era libre y natural:
las crines de sus cuellos y de sus colas ondeaban en sus trotes y
carreras con un ritmo hermoso.
Todos eran
poco apacibles, desconocedores de las riendas y de las enseñanzas
de utilidad doméstica; pero, cerca de los niños, olían
la amistad, se dejaban tocar y caminaban lentamente al lado de ellos,
siguiéndolos en sus incursiones por el campo, llegando a veces
a lugares apartados y bosques desconocidos.
Cuando iban
naciendo los potrillos, en los niños crecía la felicidad
y se acercaban aún más hasta ellos. Y como el potrillo
jamás se separa de su madre y sigue todos sus andares, los
niños formaban parte del grupo familiar, lo integraban y hablaban
con el caballo. chico como si fuera a aprender el lenguaje de ellos,
repitiendo lo que ellos les decían:
¿Vamos
a pasear? ¿Tienes hambre?
Muchas preguntas,
más que respuestas. Los potrillos los miraban y cuando los
niños se sentaban en el suelo, ellos también se tendían
a descansar.
Entre los
niños había uno más soñador. Su padre
tenía una biblioteca llena de libros. Y nadie le prohibía
acercarse a ellos y mirar lo que allí habla. Es que no sabia
leer. Todavía no habla ido a la escuela y parece que en esa
biblioteca no se guardaban 1ibros con estampas prohibidas, que no
pudieran ver los niños. Así es que él sacaba
libros y libros para mirar los que estaban ilustrados.
Había
un libro de dibujos coloreados, donde aparecían muchos caballos
blancos. Cuando el pequeño los descubrió, salió
aquel día a mirar y a recorrer todo el campo. Examinó
cada caballo y lamentó no encontrar ninguno blanco. Esperó
mucho tiempo, un año, dos años. vio potrillos nuevos
que nacían durante cada temporada. Ninguno fue blanco.
¿Por
qué? ¿por qué? por qué? preguntaba.
No
tienen herencia blanca. No han llegado aquí caballos blancos.
Cuándo
mi papá viaja ¿no puede traer uno? interrogaba.
Tu
papá no se preocupa de caballos le decían.. Va
a la ciudad donde no hay caballos.
¿
Y qué hay?
Automóviles.
Son
lindos. Pero meten mucho ruido - comentaba -. No lo siguen a uno cuando
camina. No lo miran. Yo no hablaría con un auto.
Los
caballos tampoco te contesten.
No.
Parece que me entienden. Me miran, me siguen, se alegran cuando los
toco. Son mis amigos
Aquella noche
del 24 de diciembre fue excepcional. Nadie podía dormir. Era
una noche calma y clara. No corría una brisa. Parece que no
oscurecía. Algo en el aire anunciaba un acontecimiento singular.
Todas las estrellas brillaban más. Y de repente, emergiendo
como un sol tras las montañas, apareció una estrella
gigante, resplandeciente, multiplicada en haces que iluminaban desde
el cielo a la tierra. Grandes y chicos se levantaron a mirar esa claridad
sobrenatural. La estrella se movía como un farol guía
que mostrara un camino. Los caballos empezaron a seguir ese fulgor,
y a medida que avanzaban, centellas de luz los iban envolviendo, destiñendo
sus pelajes y dándoles una inmaculada blancura. A medida que
recibían las chispas fulgurantes de la estrella, tomaban el
más puro color blanco.
El niño
soñador, con ojos asombrados vio esta transformación.
Pero, una pena inmensa lo cogió cuando los caballos se fueron
alejando del lugar en pos de la estrella, hasta perderse de vista.
Lloró y lloró, sintiéndose enemigo de esa estrella
ladrona que le había robado los caballos.
Los caballos
caminaron y caminaron guiados por esa luz. Al llegar a un pesebre
donde había nacido un niño, a quien llamaban Jesús
o Niño-Dios, formaban una tropilla blanca y su pelaje brillaba
como iluminado.
Allí
se detuvieron toda la noche y al amanecer tomaron el camino de regreso.
Cuando volvieron,
el niño salió a recibirlos al camino. Saltaba y aplaudía
de contento. Reía, gritaba, llamaba a sus compañeros,
para que se alegraran junto con él del retorno de los caballos
y de que todos se hubiesen convertido en tan blancas y lindas bestias,
corno las de las ilustraciones del libro que él habla visto.
Y desde entonces
ese lugar se llama la "región de los caballos blancos",
porque en todo el globo, en ninguna parte, hay caballos más
blancos que los que allí viven, que los que allí nacen.
Cuento
Navideño. Publicado en Revista Mampato Nº 309, Año
VIII, Santiago de Chile 23/12/1975, pp. 14-15.