Optimizado para una resolución de pantalla de 800 X 600 pixeles

 

 

 

Delirio

 

por Ernesto Langer Moreno

 

Me lo encontré en el camino, ajado y tiritando como un duendecillo con la caña. Balbuceando algo incongruente y tambaleándose. Fue en una esquina cuyo nombre no recuerdo. Una mañana que debió ser de Julio, por el frío.

Apenas lo vi lo comprendí todo, absolutamente todo. Jamás antes había tenido una experiencia como esa y desde entonces, mi vida cambió radicalmente. Dejé de ser quien era y me convertí en la copia fiel de un hombre desconocido.

No me importó nada, ni presente, ni pasado ni futuro. Cuando me topé con él algo en mí se quebró y se hizo de nuevo, pero de una manera inesperada. Así es la vida.

Después no lo volví a ver ni en película. No era tampoco necesario. Fue suficiente aquel acto fortuito en que nuestros destinos se cruzaron. De ahí en adelante cambié de figura y de sombra e inexplicablemente, corrió por mi sangre una sangre extraña que llenó de fantasías mi cerebro. Mis manos sufrieron también un cambio sorprendente que las hicieron más diestras y proclives a lo ajeno.

 

Un día en que paseaba creyéndome poco menos que el mejor y que intentaba hacer crecer mi colección de billeteras, alguien que seguramente pensó reconocerme, se acercó para saludarme.

Elisardo, exclamó, estirando su mano. Y debió quedarse con ella estirada, porque yo no atiné a responderle, pues ese que yo tenía entonces frente mío me era completamente desconocido. Seguí como si nada. Ignoro qué sucedió enseguida porque no me di vuelta para mirarlo. Pero si escuché su desconcierto, y un garabato.

De ese modo me enteré de que mi nombre era Elisardo, a no ser que éste se hubiese equivocado; pero como hasta el momento era lo único que tenía, lo adopté: Elisardo.

 

Cuando volví donde vivía vacié mis bolsillos dejando nueve billeteras sobre mi cama. Luego las tomé todas juntas y sin mirarlas siquiera las arrumbé junto con otras que se amontonaban sobre un mueble de madera.

Miré por la ventana. Me pasé los dedos de la mano por el pelo. Me cogió un suspiro.

Al otro día sentí la imperiosa necesidad de vestirme de negro. Tenía un pantalón y una chaqueta oscura y encontré hasta un sombrero en el mismo tono. El problema fueron los calcetines. Decidí entonces cambiar el color negro por el blanco. Finalmente sólo pude vestirme de un verde palta, excepto claro, por los zapatos.

Me dio hambre. Me comí un pan con mantequilla y escuché como los bocinazos aumentaban en la calle.

Una vez frente a las vitrinas, un traje negro y elegante se me apareció como un delicioso caramelo. Recordé mi primer deseo matutino. Entré a probármelo, pero era excesivamente caro.

 

La que dijo ser mi madre me dio un abrazo y un beso cariñoso y apretado. No pude ignorarla, porque ante la duda me abstuve. Después de todo, todo el mundo tiene una madre, y me senté a escucharla.

Así pude comprobar que, efectivamente, mi nombre era Elisardo. Ella me encontró cambiado. Se extraño al ver billeteras amontonadas y me hizo preguntas sobre mi comportamiento, según ella, inexplicable.

Me dijo que mi mujer y mis hijos me esperaban. Que me habían llamado de la oficina.

Señora, le dije, lo siento, pero no recuerdo nada.

Como se puso a llorar la dejé sola sentada sobre mi cama y salí a fumarme un cigarrillo de marihuana. Era como las siete de la tarde y por primera vez comencé a hacerme preguntas. Cuando volví ella ya no estaba.

 

Me tocó visitar un nuevo planeta, para mí totalmente desconocido, y en donde los habitantes no llevaban ningún tipo de billetera en sus bolsillos.

Eso me incomodó en un principio, hasta que me percaté que todo el mundo me sonreía.

Traté de mantener mis manos quietas y sonreír a mi manera.

A decir verdad no me gustó ni la atmósfera ni el tiempo que casi no pasaba. Cerré entonces decididamente los ojos con fuerza y volví a la tierra. Más relajado. Aquí sucedió lo que según creo tenía que suceder. Mientras me estiraba tratando de despertar, entre varios me inmovilizaron. La mujer que había dicho ser mi madre sollozaba en un rincón de la pieza limpiándose la nariz con un pañuelo. Otra persona revisaba las billeteras.

Me queda la certeza que jamás hice daño a nadie. Toda la maldita culpa la tiene ese extraño personaje y, debiera ser él, y no yo, quien esté pagando sus culpas encerrado.

A mí debiera devolvérseme mi verdadera identidad y dejarme tranquilo, como lo estaba antes de pasar por esa esquina y cruzarme con ese maldito renacuajo.

 

II

 

Y bien, si ahora he de ahondar en mis recuerdos, debo decir que lo más insólito, lo más tierno, lo más provocador y emotivo que me ocurrió siendo ese que no soy, fue el encuentro con Eritrea, una hembra singular, acostumbrada a entregarse a fondo a quien ella decidiese, sin maldad ni perversión, como una palomita ávida y libertina, falta de pudor y ardiente como ninguna.

Estaba allí, no la busqué. Algo le dijo que tenía que envolverme con su olor. No preguntó nunca mi nombre y solía esperarme completamente desnuda sentada en una silla.

Por un tiempo compartió mi afición por las billeteras. Se entretenía en ordenarlas apilándolas unas sobre otras, pero jamás hurgó en sus interiores ni se interesó remotamente en ello.

Supe su nombre porque casi fue lo único que pronunció conmigo. Eritrea. Sobre todo durante el amor, ejercicio que ella practicaba maravillosamente.

Se encargó de ordenar mi vida y yo lo acepté, porque era limpia y silenciosa. Jamás tuve un reclamo, nunca pretendió de mí más de lo que le daba. Y yo le di bastante, ocupando la nueva destreza de mis manos con la que acariciaba su cuerpo y su alma y sabía como mantenerla tranquila, contenta y delicada como sus gestos lo expresaban.

Nos gustaba tomar té sin pan mirándonos a los ojos, como si se tratase de un íntimo ritual, hasta que caía el negro de la tarde.

Entonces, salía yo a vagar y ella lo entendía.

Ahora me digo a mí mismo que tal vez eso fue amor. Un gesto limpio viniendo de dos seres con sus vidas trastornadas.

Al cumplir un año juntos ella amaneció dormida, y se quedó ahí sin despertar. La cargué y la volví al mar , de donde estoy casi seguro había venido.

Como es de suponer, ese otro que era yo se sintió solo. Reconozco que esa fue una etapa difícil. Seguí con mi colección de billeteras y me di al trago con locura.

 

Estuve oliendo a alcohol durante un buen tiempo. Los días pasaron sin que yo pudiera atenuar siquiera un poco mi soledad.

No sé cuantas veces tomé todas las billeteras y las arrojé a la basura, hasta que volvían a apilarse donde mismo. Supongo que extrañaba su orden, su olor y su mirada.

Para alguien que no es quien realmente es esto puede llegar a ser algo indescriptible. Pero un día sucedió lo que es difícil que suceda.

Eritrea volvió en los ojos de todas las mujeres. En los senos de mi vecina; en las caderas de la cajera del supermercado; en el olor de las colegialas adolescentes; en las fotos de mujeres de las revistas y los diarios; en la tele.

 

Al principio me costó creerlo. Las quería a todas en mi cama. Pero, sólo una se enredó conmigo entre las sábanas; Eritrea, la verdadera, la que volvió del otro mundo. Hasta que por un acto de magia, al cabo de un tiempo, logró curarme completamente.

Otro día desapareció de nuevo, pero a mi ya no me importaba, y la dejé partir.

 

 

III

Otra historia es la de mi metamorfosis: Es difícil no ser uno. Hay que acomodarse a la nueva piel. Es como cambiar de huesos, de médula, de aliento. Y todo pasó en una fracción de segundo. De pronto allí estaban mis ojos mirándose a sí mismos, mi boca con un fuerte gusto extranjero y mis miembros que apenas se reconocían.

Cuando dejé esa esquina del encuentro ya era otro, y por lo tanto mi camino también cambió de dirección. Si antes iba al sur ahora iba al norte, y no sé ni como abrí con una llave la cerradura de una puerta desconocida.

Adentro todo era y no era mío: la cama, la mesa de madera donde después acumularía billeteras, las cortinas, una tetera. Me pasé varias noches palpándome el nuevo rostro y soñando que era otro. No fue grato. Hasta que por fuerza del destino me acostumbré de a poco a ser quien era: un perfecto extraño viviendo una experiencia terrible y sin precedentes.

 

A la semana comencé a vivir las excentricidades que ya he relatado. Todo eso me daba agradables tiritones. Sobre todo el poder meter y sacar mis manos de bolsillos ajenos sin que nadie lo notara; y también el caminar mirándome en las vitrinas sin lograr reconocerme y sin que eso me importara.

Así dejé de buscarme. Premeditadamente permanecí lejos de mí mismo pensando que después de todo ser libre es algo impagable.

Ese fue, creo yo, el momento en que comencé a gozar el placer de ser otro, de haber olvidado hasta mi nombre, de haberme transformado completamente. Supongo que así pude hacer cosas que de otro modo jamás hubiese podido.

A veces, cuando ligeros destellos de mi vida anterior me interpelaban yo repudiaba esos recuerdos. Los dejaba irse desvaneciendo hasta que desaparecían.

Súbitamente, tomé la costumbre de salir todos los días miércoles con un bastón y unas polainas que encontré dentro de un ropero.

 

El miércoles siempre fue un día especial. Ese día conocí mi nombre pronunciado por un perfecto desconocido; ese día arrojé al mar el cuerpo sin vida de Eritrea. Nací un miércoles, al menos así lo imagino. Y un miércoles me tengo que morir.

Hoy es martes, por eso es que mañana es un día de extrema importancia para mi vida.

 

IV

 

Pero ese miércoles pasó sin pena ni gloria como muchos otros anteriores. El interrogatorio comenzó recién el viernes. Un hombre vestido con un delantal blanco impecablemente abotonado y que le llegaba hasta casi los tobillos, me habló creyendo que yo no estaba en mis cabales.

Me preguntó quién era y yo le respondí mi nombre. Donde vivía, y yo le di mi dirección. Luego estuvo un largo rato observándome sin decir una palabra. Me ofreció un cigarrillo.

Yo no podía decirle que yo no era el que era. Se trataba del mismo jueguito de seguir siendo el que no soy.

Hasta le dije que tenía mujer y dos hijos. Que sin duda era un desgraciado empleado de oficina, y que no sabía porque razón mi madre me había tratado de esa manera.

Y al parecer éste no me creyó. A veces las cosa se complican demasiado. Pero a mí me urgía salir rápidamente y me encontraba dispuesto a decirle lo que fuera.

Dos días después me habían liberado.

A la verdad no sé bien quien salió de allí. Porque una vez en la calle comencé a dudar de todo. Más y más recuerdos indeseables empezaron a azotarme. Cuando llegué a mi casa no pude impedir sentirme extraño. Me sentí confundido.

Al parecer inicié de nuevo el viaje, pero esta vez hacia la otra orilla. Asi es que no me quedó otra opción que salir a caminar. Y lo que me puso más nervioso es que volví, por primera vez, sin ninguna billetera.

 

El lunes fue increíble. Llegué a la misma esquina. Allí mis neuronas hicieron cortocircuito. Algo me decía que la tormenta ya venía.

De pronto el renacuajo cruzó la calle y se me acercaba de frente como si no me viera. Y en eso lo recordé todo. Mi nombre no era Elisardo. No lo había sido nunca.

Cuando llegó el miércoles me desperté y le di un beso a mi mujer en la mejilla. Encendí la luz y me levanté como nunca, completamente renovado.

 

 

Fin

 

 

sobre el proyecto de escritores.cl lea aquí

Comentarios y sugerencias