Continuación de la historia inconclusa
por Pedro Gilbert

 

Después de dos idas a Misa, María se dió cuenta que la iglesia no era el lugar indicado para encontrar a su ansiado Principe. Siguió yendo a Misa, pero mucho más recatada; lo cual -otra vez- despertó la atención de los feligreses. ¿Cómo tanta contradicción entre un domingo y otro? ¿Que había pasado por la mente de María? ¿Qué la llevó a cambiar de opinión? La verdad es que nada extraordinario; todo lo contrario: la vida ordinaria de la capital significó un gran cambio en su forma de pensar. Quedó, en efecto, cautivada con la grandeza santiaguina. Recorrió el gigantesco centro una y otra vez; se metió prácticamente a todas la tiendas y galerias subterraneas. Santiago era un mundo por descubrir y su buscado Principe estaba, categóricamente, pasando a un segundo plano. Le fascinaba caminar por las calles y sentirse una desconocida: ya no era la solterona de la Isla Tranqui de Chiloe; ya no era la amargada. Ahora era protagonista del más incierto futuro. Pero un futuro que, precisamente, por su radical contingencia despertaba en ella todo tipo de especulaciones y escondidos deseos. ¿Cuáles?

 

La verdad no lo sabemos. Sólo podemos afirmar que, lamentablemente, María murió atropellada en plena Alameda. Todavía no se había percatado de la existencia del Metro y que, por lo tanto, podía cruzar sin temor por debajo de dicha peligrosa avenida. Fue víctima de la cotidiana imprudencia de un chofer de micro. Pero, más aún, fue víctima de su soberbia: llegó a pensar que lo poseía todo: que era dueña de cada edificio que se alzaba sobre su cabeza. Y que, en consecuencia, ya no necesitaba del amor.

 

En todo caso, sépase, a modo de consuelo, que nuestra protagonista nunca perdió la fe religiosa: que siguió yendo a su Parroquía respectiva y que se confesaba con cierta frecuencia; todo lo cual lleva a suponer que, en el momento de su tragica muerte, ella se encontraba con su alma en gracia.