Continuación de la historia inconclusa por Nicolás Ojeda
Pero un día todo cambió. María se enamoró de un individuo que no sólo era ateo, sino que, lo cual es lamentable para cualquier mujer joven en busca de la perfección, era, él, digo, un ser repugnante; una especie de Villón o, mejor, un Henri Charrière de los bajos fondos de Santiago En realidad, no era de los bajos fondos, sino más bien del barrio Bellavista. Era conocido como Couve el Seminarista. Curioso apelativo para un no creyente, dirán ustedes pero, ojo, el Seminarista era un ser abominable, sí, pero, y he aquí otra de las contradicciones que atacan por la espalda a los seguidores de Joyce y Juan Emar, también era un lector empedernido. Conocía el monólogo de Molly Bloom de memoria, por citar un ejemplo académico, y, lo que es más terrible, casi siempre al amanecer, recitaba los versos de J. L. Borges mientras escuchaba una y otra vez el tema «Santa Maradona», de Mano Negra Group. De allí que la seducción María fuese un aleteo de mariposa en el Japón que causó un terremoto en el corazón de esta Eloisa cordillerana que, hay que hacerlo notar ya mismo antes de que sea demasiado tarde, a pesar de ser creyente, leía en secreto el libro «Mala onda», que tanto fascinaba a su amiga, La Rosada. A La Rosada le decían así, Rosada, porque no era chilena. Era che, ya que había nacido cerca de la casa de gobierno de Argentina, si es que saben de lo que estoy hablando; pero había llegado a Chile lindo luego de un pasado repleto de mutaciones espirituales a las que la había precipitado, en 1968, el inglés. El idioma, digo. Claro, fue en inglés que leyó «Las enseñanzas de don Juan», el libro de Castaneda que la hizo abandonar a su marido, un tratante de blancas chileno descendiente de por favor, tomen asiento y respiren hondo, descendiente de nada más y nada menos que de don Vicente Pérez Rosales. (¡Horror! El distinguido buscador de oro en California se debe estar revolcando en su tumba. Algo natural después de todo, tantos años ahí también, ¿no?) Bien, el asunto fue que María que en realidad no se llamaba así, sino Bárbara abandonó la poesía de la religión por el calambur nocturno y, cuesta decirlo, pero la verdad ante todo, cuando conoció a Couve El Seminarista, abandonó este mundo, el religioso no el planeta, y comenzó a vivir de acuerdo a los cánones de la mala vida. La cosa, entonces, ahí, se puso color de hormiga porque