Continuación de la historia inconclusa Ricardo Zarate
María, a pesar de su edad, aún poseía en su figura una atractivo
especial, no sólo en lo relativo a su ajustados escotes, sino más bién
que de su cuerpo emanaba una frescura tal que ante cualquier tipo que se
le presentara le producía una sensación de placer el sólo hecho de
imaginar lo que había tras sus vestimentas.
Esta mujer no ajena a esta situación, optó por sacarle
provecho, no sin antes, por su estrecho vínculo hacia lo religioso, el
cuestionarse por su manera de pensar y actuar.
María, en un ir y venir de oportunidades frustradas, tanto de
carácter amoroso como laboral, un día cualquiera, la verdad no hace
falta detallar fechas, mientras cumplía su sabia rutina de hallar la
oportunidad esperada, halló la mirada de un hombre de carácterísticas
similares a ella, es decir, maduro, bien parecido, pelo cano, nariz
aguileña y bién vestido. Esta situación provechosa, pensó ella, era la
indicada para poner en práctica sus atributos y encantos propios de la
mujer chilena.
El individuo consciente de su condición de galán, optó por el
camino del diálogo referente a lo complicado del tiempo con escasez de
lluvia y al frio reinante, pese a haber pasado del mediodía, esto dió
pauta a una conversación trivial que se prolongó hasta el almuerzo al
cual fue invitada por el señor que acababa de conocer.
Como era de esperar, la atracción inicial dió pauta a una serie
de mutuos piropos que con el correr de los minutos encendía paso a paso
esa hoguera interna de dos seres que guiados por el deseo, todo acabó en
un motel del sector central, donde luego de satisfacer sus apetitos
sexuales, llenos de juegos, caricias y alto grado de exitación, llegó la
hora de la despedida de este hombre, que tuvo que regresar a su oficina
a cumplir su jornada diaria dentro de un Banco y luego volver a su
hogar junto a su esposa e hijos.
Sólo un frío, pero suculento cheque era el testigo palpable de
allí ocurrido en el día que finalizaba en la vida de María, sabía que el
momento de felicidad ya había muerto junto con el atardecer de una fría
noche Santiaguina y debía regresar a su realidad, el cuartucho que la
cobijó desde su llegada a la capital, el cual junto con presentar una
frialdad palpable, emanaba la soledad de un ser que sólo buscaba su
felicidad y anhelo de encontrar al hombre de sus sueños y una familia
típicamente sureña.
Tal vez ese anhelo truncado de esta mujer, debía ser encausado
hacia el hecho de pensar en regresar a su hogar en el sur, lugar que si
bién es cierto no cumplía con sus deseos, al menos le otorgaba la
tranquilidad de no ser utilizada por los caprichos y aventuras de
cualquier hombre bién parecido que le produjera una satisfacción
pasajera, pasajera como su vida misma dentro de este carril de
desventuras de la gran ciudad.