La otra orilla
Ernesto Langer Moreno
Chile, 1998
Cuentos de muy diferente estilo y temática que fueron escritos para transportar al lector hacia mundos ficticios llenos de contenido y riqueza. Cuentos existencialstas y mágico realistas donde la realidad y la ficción logran revelar aspectos a veces ocultos de nuestra existencia. Cuentos para leer y disfrutar.
Cuentos ( 1 parte)
El hombre que no tenía sombra. Se desdibujó en la noche como de costumbre y continuó caminando por su recorrido también habitual, mientras ese mundillo nocturno de la ciudad despertaba estirando los brazos, sacudiéndose la modorra del día anterior.El deber de una madre. María Elisa Pereira de Santelices no se levantaba de su lecho de anciana convaleciente desde hacía casi 6 meses. Una extraña bacteria había venido a sumarse a sus numerosos años impidiéndole recuperarse y continuar con una vida normal. Era el año 1995 y el próximo año cumpliría los 92.
El muerto. El muerto estaba ahí sin decir una palabra. Y si alguien debía entonces decir algo ese era él, tendido allí en medio de la pieza dentro de un cajón mirando de frente hacia la otra vida, mientras los otros, todos los otros se agitaban a su alrededor.
Delirio . Me lo encontré en el camino, ajado y tiritando como un duendecillo con la caña. Balbuceando algo incongruente y tambaleándose. Fue en una esquina cuyo nombre no recuerdo. Una mañana que debió ser de Julio, por el frío.
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El hombre que no tenía sombra Se desdibujó en la noche como de costumbre y continuó caminando por su recorrido también habitual, mientras ese mundillo nocturno de la ciudad despertaba estirando los brazos, sacudiéndose la modorra del día anterior. El neón comenzó a reinar en las calles y un ambiente festivo se fue instalando poco a poco. No hizo ningún movimiento que no hubiese hecho antes una y otra vez. Atravesó las calles, miró indiferente a las personas que se agrupaban en los bares e hizo caso omiso de las palabrotas que al pasar le lanzaron a la cara las mujeres de mala vida que ya lo conocían.Sus pasos continuaron con el acostumbrado ritmo de cada noche, sin variar un ápice. El mismo recorrido en el mismo tiempo. Todo cronometrado. Diez cuadras en quince minutos. Exactos. Ni un segundo de menos, ni un segundo de más. Hasta sus gestos eran idénticos a los del día anterior; su manera de mirar de reojo los semáforos y los focos de los autos; el número de los respiros y los movimientos de los brazos.
Volvió a su habitación. Un cuartucho con una ventana que daba hacia los tejados de las casas colindantes o hacia el patio interior de algún oscuro conventillo. Allí se tendió sobre el catre y encendió un cigarrillo mientras sus ojos se pegaban al techo como para ignorar el tiempo. El tiempo pasó. La mañana lo encontró ahí mismo tirado sobre su cama medio dormido y medio despierto, pero en todo caso indiferente y desganado con olor a tabaco y humedad. Se preparó un café en una cocinilla a gas y se lo bebió haciendo una mueca de asco. Lo escupió. Se mojó un poco la cara en el trizado lavatorio mirándose al espejo sin darle mucha importancia tampoco a la imagen ajada que vio reflejarse en él. Acto seguido se sentó sobre el catre apoyando sus manos en las rodillas y allí se quedó sin pestañear. Debían ser como las diez.
Como a las tres cerró con llave la maltraída puerta y bajó las quejumbrosas escaleras rumbo a ninguna parte en especial. Afuera el aíre puro lo golpeó haciéndole trastabillar más de una vez. Tomó la vereda sur y debió evitar el estrellarse contra los numerosos transeúntes que a esa hora le daban vida a la ciudad. No hizo nada por tratar de estirar sus arrugadas prendas y sólo se acomodó la corbata, moviendo el cuello de un lado para otro y utilizando sus dos manos. Entonces se sintió más en forma, más presentable, y se irguió en un afán de reencontrar la dignidad.
Por el diario se enteró de que era viernes y de una y otra noticia a las que no dio ninguna importancia. Respiró. Y el aíre frío le caló hasta los huesos. Luego llegó la tarde y tuvo que soportar esa inquieta calma que se entromete entre el día y la noche como un invitado de piedra al decaer la actividad, cuando las calles, más quietas, se manchan con ese gris que va mutando hasta convertirse en un negro irremediable.
Y ese era, precisamente, el momento más angustiante. El momento en el que todo su cuerpo, como el de un ser obsesivo, sufría los graduales estremecimientos del cambio. Se pasó la mano por el mentón y sintió la piel como una lija. Le gustó. No había nada más que pensar. Lo demás ya lo sabía. Cada día era lo mismo. Iba a llegar la noche y con ella el placer de su rutina, de su razón de ser. En todo caso de lo único que sabía realizar con precisión: caminar, atravesar las calles, marcar su terreno con indisimulada exactitud. Después, de nuevo el cuartucho, el catre, las tablas despintadas del techo y el humo del cigarrillo elevándose hacia el cielo. Hasta el amanecer.
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El muerto El muerto estaba ahí sin decir una palabra. Y si alguien debía entonces decir algo ese era él, tendido allí en medio de la pieza dentro de un cajón mirando de frente hacia la otra vida, mientras los otros, todos los otros se agitaban a su alrededor.
No había cruzado hace mucho esa delgada línea que separa los dos mundos pero, ya su cuerpo se estaba enfriando, tomando el color de los seres inanimados, aunque podía escuchar lo que sucedía y verse a sí mismo como si se viera en un espejo.
Algunos de sus parientes llegaban apurados, con una cara de pena ceremoniosa, y estrechaban las manos de sus hijos abrazándolos y besándolos en las dos mejillas mientras les decían al oído palabras cariñosas.
El personal del servicio funerario lo había hecho bien. Acomodaron su cuerpo y lo dejaron tendido allí como en el más confortable de los lechos. Y habían encendido a los cuatro costados unas luces en forma de velas para que todos pudieran apreciarlo mejor a través de una pequeña ventanita en donde su rostro sin gestos aparecía para que le dijeran adiós.
Al principio había gritado con todas sus fuerzas pero, rápidamente había comprendido que era inútil. Poco a poco fueron llegando todos sus hijos y sus nietos, los que a medida que llegaban se ponían a llorar. Al menos era confortable ver esas espontáneas manifestaciones de cariño, muestras claras de cuanto lo querían y del dolor que les provocaba verlo así, en ese estado.
Pero él estaba bien. Tranquilo.
En eso llegaron los vecinos y el ambiente comenzó a ponerse denso entre tantas personas amontonadas como nunca en aquella habitación.
Algunos lo besaban en el rostro sin que él pudiera sentir nada. Era extraña esa sensación de estar y no estar al mismo tiempo, observándolo todo como si fuera el espectador de una película.
Por la noche lo dejaron solo. Sumido en un silencio casi sepulcral. Entonces recién tuvo tiempo para echar una mirada a su vida. Pensó en lo feliz que se pondrían todos aquellos que habían deseado su desgracia de todo corazón. Y en esos que por fin podrían aspirar a un asenso profesional gracias a su ausencia desde ahora definitiva y permanente.
Pensó también en su perro y en como lo extrañaría todas las tardes cuando con infaltable cariño le llevaba su comida y éste movía su cola especialmente para él.
Podía ser que también lo echaran de menos en la garita de los juegos hasta donde llegaba impajaritablemente cada viernes con su cartilla ganadora. El hombre del servicentro , también.
Por su mujer no tenía porque preocuparse. Todos sus hijos eran grandes y había dejado para ella una suculenta suma pactada con una compañía de seguros.
Habían tenido una vida larga y bendecida, sin grandes tropiezos y muchas pero muchas veces habían conversado sobre este posible acontecimiento. Ella lo honraría, claro, con sus familiares y amigos. Derramaría bastantes lágrimas pero, continuaría su camino hasta reencontrarlo más adelante nuevamente.
Por último, nada tenía en su conciencia que le pesara de algún modo inusual. No había sido ni bueno ni malo, según él.
El día llegó y con éste, la gente de la funeraria otra vez.
Ellos lo llevaron al que sería su último paseo por este mundo. Lo instalaron frente al altar en una iglesia y nuevamente vio a la gente llorando desfilar frente a su ventanita. Ahora hasta pasaron junto a él personas a quienes ni siquiera conocía. El cura dijo unas palabras a las que, premeditadamente no puso atención. ¡ Pamplinas ! dijo él. Luego vio como lo rociaban con agua que no debió ser más que agua de la llave, mientras el llanto de los presentes aumentaba.
Después lo volvieron a pasear. Y esta vez el paseo fue más largo porque cruzaron toda la ciudad. Hasta que allá lo pusieron sobre una especie de camilla con ruedas y lo arrastraron cruzando por lóbregos y silenciosos portales de cemento y de metal.
Al final del camino se juntaron todos para decirle el , ahora si, último adiós. Algunos cantaron, otros rezaron el rosario y otros no pudieron siquiera pronunciar una palabra, entre ellos su mujer.
Después de un rato prudente se marcharon y él les gritó. Olvidándose de que ya no lo podían escuchar. Hasta que entonces murió definitivamente, junto al ruido de los pasos de los suyos que también desaparecían en la distancia, allá al final del corredor.
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Delirio Me lo encontré en el camino, ajado y tiritando como un duendecillo con la caña. Balbuceando algo incongruente y tambaleándose. Fue en una esquina cuyo nombre no recuerdo. Una mañana que debió ser de Julio, por el frío.
Apenas lo vi lo comprendí todo, absolutamente todo. Jamás antes había tenido una experiencia como esa y desde entonces, mi vida cambió radicalmente. Dejé de ser quien era y me convertí en la copia fiel de un hombre desconocido.
No me importó nada, ni presente, ni pasado ni futuro. Cuando me topé con él algo en mí se quebró y se hizo de nuevo, pero de una manera inesperada. Así es la vida.
Después no lo volví a ver ni en película. No era tampoco necesario. Fue suficiente aquel acto fortuito en que nuestros destinos se cruzaron. De ahí en adelante cambié de figura y de sombra e inexplicablemente, corrió por mi sangre una sangre extraña que llenó de fantasías mi cerebro. Mis manos sufrieron también un cambio sorprendente que las hicieron más diestras y proclives a lo ajeno.
Un día en que paseaba creyéndome poco menos que el mejor y que intentaba hacer crecer mi colección de billeteras, alguien que seguramente pensó reconocerme, se acercó para saludarme.
Elisardo, exclamó, estirando su mano. Y debió quedarse con ella estirada, porque yo no atiné a responderle, pues ese que yo tenía entonces frente mío me era completamente desconocido. Seguí como si nada. Ignoro qué sucedió enseguida porque no me di vuelta para mirarlo. Pero si escuché su desconcierto, y un garabato.
De ese modo me enteré de que mi nombre era Elisardo, a no ser que éste se hubiese equivocado; pero como hasta el momento era lo único que tenía, lo adopté: Elisardo.
Cuando volví donde vivía vacié mis bolsillos dejando nueve billeteras sobre mi cama. Luego las tomé todas juntas y sin mirarlas siquiera las arrumbé junto con otras que se amontonaban sobre un mueble de madera.
Miré por la ventana. Me pasé los dedos de la mano por el pelo. Me cogió un suspiro.
Al otro día sentí la imperiosa necesidad de vestirme de negro. Tenía un pantalón y una chaqueta oscura y encontré hasta un sombrero en el mismo tono. El problema fueron los calcetines. Decidí entonces cambiar el color negro por el blanco. Finalmente sólo pude vestirme de un verde palta, excepto claro, por los zapatos.
Me dio hambre. Me comí un pan con mantequilla y escuché como los bocinazos aumentaban en la calle.
Una vez frente a las vitrinas, un traje negro y elegante se me apareció como un delicioso caramelo. Recordé mi primer deseo matutino. Entré a probármelo, pero era excesivamente caro.
La que dijo ser mi madre me dio un abrazo y un beso cariñoso y apretado. No pude ignorarla, porque ante la duda me abstuve. Después de todo, todo el mundo tiene una madre, y me senté a escucharla.
Así pude comprobar que, efectivamente, mi nombre era Elisardo. Ella me encontró cambiado. Se extraño al ver billeteras amontonadas y me hizo preguntas sobre mi comportamiento, según ella, inexplicable.
Me dijo que mi mujer y mis hijos me esperaban. Que me habían llamado de la oficina.
Señora, le dije, lo siento, pero no recuerdo nada.
Como se puso a llorar la dejé sola sentada sobre mi cama y salí a fumarme un cigarrillo de marihuana. Era como las siete de la tarde y por primera vez comencé a hacerme preguntas. Cuando volví ella ya no estaba.
Me tocó visitar un nuevo planeta, para mí totalmente desconocido, y en donde los habitantes no llevaban ningún tipo de billetera en sus bolsillos.
Eso me incomodó en un principio, hasta que me percaté que todo el mundo me sonreía.
Traté de mantener mis manos quietas y sonreír a mi manera.
A decir verdad no me gustó ni la atmósfera ni el tiempo que casi no pasaba. Cerré entonces decididamente los ojos con fuerza y volví a la tierra. Más relajado.
Aquí sucedió lo que según creo tenía que suceder. Mientras me estiraba tratando de despertar, entre varios me inmovilizaron. La mujer que había dicho ser mi madre sollozaba en un rincón de la pieza limpiándose la nariz con un pañuelo. Otra persona revisaba las billeteras.
Me queda la certeza que jamás hice daño a nadie. Toda la maldita culpa la tiene ese extraño personaje y, debiera ser él, y no yo, quien esté pagando sus culpas encerrado.
A mí debiera devolvérseme mi verdadera identidad y dejarme tranquilo, como lo estaba antes de pasar por esa esquina y cruzarme con ese maldito renacuajo.
II
Y bien, si ahora he de ahondar en mis recuerdos, debo decir que lo más insólito, lo más tierno, lo más provocador y emotivo que me ocurrió siendo ese que no soy, fue el encuentro con Eritrea, una hembra singular, acostumbrada a entregarse a fondo a quien ella decidiese, sin maldad ni perversión, como una palomita ávida y libertina, falta de pudor y ardiente como ninguna.
Estaba allí, no la busqué. Algo le dijo que tenía que envolverme con su olor. No preguntó nunca mi nombre y solía esperarme completamente desnuda sentada en una silla.
Por un tiempo compartió mi afición por las billeteras. Se entretenía en ordenarlas apilándolas unas sobre otras, pero jamás hurgó en sus interiores ni se interesó remotamente en ello.
Supe su nombre porque casi fue lo único que pronunció conmigo. Eritrea. Sobre todo durante el amor, ejercicio que ella practicaba maravillosamente.
Se encargó de ordenar mi vida y yo lo acepté, porque era limpia y silenciosa. Jamás tuve un reclamo, nunca pretendió de mí más de lo que le daba. Y yo le di bastante, ocupando la nueva destreza de mis manos con la que acariciaba su cuerpo y su alma y sabía como mantenerla tranquila, contenta y delicada como sus gestos lo expresaban.
Nos gustaba tomar té sin pan mirándonos a los ojos, como si se tratase de un íntimo ritual, hasta que caía el negro de la tarde.
Entonces, salía yo a vagar y ella lo entendía.
Ahora me digo a mí mismo que tal vez eso fue amor. Un gesto limpio viniendo de dos seres con sus vidas trastornadas.
Al cumplir un año juntos ella amaneció dormida, y se quedó ahí sin despertar. La cargué y la volví al mar , de donde estoy casi seguro había venido.
Como es de suponer, ese otro que era yo se sintió solo. Reconozco que esa fue una etapa difícil. Seguí con mi colección de billeteras y me di al trago con locura.
Estuve oliendo a alcohol durante un buen tiempo. Los días pasaron sin que yo pudiera atenuar siquiera un poco mi soledad.
No sé cuantas veces tomé todas las billeteras y las arrojé a la basura, hasta que volvían a apilarse donde mismo.
Supongo que extrañaba su orden, su olor y su mirada.
Para alguien que no es quien realmente es esto puede llegar a ser algo indescriptible. Pero un día sucedió lo que es difícil que suceda.
Eritrea volvió en los ojos de todas las mujeres. En los senos de mi vecina; en las caderas de la cajera del supermercado; en el olor de las colegialas adolescentes; en las fotos de mujeres de las revistas y los diarios; en la tele.
Al principio me costó creerlo. Las quería a todas en mi cama. Pero, sólo una se enredó conmigo entre las sábanas; Eritrea, la verdadera, la que volvió del otro mundo. Hasta que por un acto de magia, al cabo de un tiempo, logró curarme completamente.
Otro día desapareció de nuevo, pero a mi ya no me importaba, y la dejé partir.
III
Otra historia es la de mi metamorfosis: Es difícil no ser uno. Hay que acomodarse a la nueva piel. Es como cambiar de huesos, de médula, de aliento. Y todo pasó en una fracción de segundo. De pronto allí estaban mis ojos mirándose a sí mismos, mi boca con un fuerte gusto extranjero y mis miembros que apenas se reconocían.
Cuando dejé esa esquina del encuentro ya era otro, y por lo tanto mi camino también cambió de dirección. Si antes iba al sur ahora iba al norte, y no sé ni como abrí con una llave la cerradura de una puerta desconocida.
Adentro todo era y no era mío: la cama, la mesa de madera donde después acumularía billeteras, las cortinas, una tetera. Me pasé varias noches palpándome el nuevo rostro y soñando que era otro. No fue grato. Hasta que por fuerza del destino me acostumbré de a poco a ser quien era: un perfecto extraño viviendo una experiencia terrible y sin precedentes.
A la semana comencé a vivir las excentricidades que ya he relatado. Todo eso me daba agradables tiritones. Sobre todo el poder meter y sacar mis manos de bolsillos ajenos sin que nadie lo notara; y también el caminar mirándome en las vitrinas sin lograr reconocerme y sin que eso me importara.
Así dejé de buscarme. Premeditadamente permanecí lejos de mí mismo pensando que después de todo ser libre es algo impagable.
Ese fue, creo yo, el momento en que comencé a gozar el placer de ser otro, de haber olvidado hasta mi nombre, de haberme transformado completamente. Supongo que así pude hacer cosas que de otro modo jamás hubiese podido.
A veces, cuando ligeros destellos de mi vida anterior me interpelaban yo repudiaba esos recuerdos. Los dejaba irse desvaneciendo hasta que desaparecían.
Súbitamente, tomé la costumbre de salir todos los días miércoles con un bastón y unas polainas que encontré dentro de un ropero.
El miércoles siempre fue un día especial. Ese día conocí mi nombre pronunciado por un perfecto desconocido; ese día arrojé al mar el cuerpo sin vida de Eritrea. Nací un miércoles, al menos así lo imagino. Y un miércoles me tengo que morir.
Hoy es martes, por eso es que mañana es un día de extrema importancia para mi vida.
IV
Pero ese miércoles pasó sin pena ni gloria como muchos otros anteriores. El interrogatorio comenzó recién el viernes. Un hombre vestido con un delantal blanco impecablemente abotonado y que le llegaba hasta casi los tobillos, me habló creyendo que yo no estaba en mis cabales.
Me preguntó quién era y yo le respondí mi nombre. Donde vivía, y yo le di mi dirección. Luego estuvo un largo rato observándome sin decir una palabra. Me ofreció un cigarrillo.
Yo no podía decirle que yo no era el que era. Se trataba del mismo jueguito de seguir siendo el que no soy.
Hasta le dije que tenía mujer y dos hijos. Que sin duda era un desgraciado empleado de oficina, y que no sabía porque razón mi madre me había tratado de esa manera.
Y al parecer éste no me creyó. A veces las cosa se complican demasiado. Pero a mí me urgía salir rápidamente y me encontraba dispuesto a decirle lo que fuera.
Dos días después me habían liberado.
A la verdad no sé bien quien salió de allí. Porque una vez en la calle comencé a dudar de todo. Más y más recuerdos indeseables empezaron a azotarme. Cuando llegué a mi casa no pude impedir sentirme extraño. Me sentí confundido.
Al parecer inicié de nuevo el viaje, pero esta vez hacia la otra orilla. Asi es que no me quedó otra opción que salir a caminar. Y lo que me puso más nervioso es que volví, por primera vez, sin ninguna billetera.
El lunes fue increíble. Llegué a la misma esquina. Allí mis neuronas hicieron cortocircuito. Algo me decía que la tormenta ya venía.
De pronto el renacuajo cruzó la calle y se me acercaba de frente como si no me viera. Y en eso lo recordé todo. Mi nombre no era Elisardo. No lo había sido nunca.
Cuando llegó el miércoles me desperté y le di un beso a mi mujer en la mejilla. Encendí la luz y me levanté como nunca, completamente renovado.
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