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© Ernesto Langer Moreno
Primera Edición 2004
Inscripción Nº 34.721
Arqueología
de un retorno
Novela
Ernesto Langer Moreno
Primer capítulo
A Martín Fernández la caída de la noche le hizo
recordar los duros días de invierno en
Europa, en una ciudad de provincia, donde a las seis de la tarde todo está
oscuro, frío y solitario. Pero pasaban
de las ocho y las calles se veían aún llenas de gente, con estudiantes
uniformados y juguetones, con personas que pasean sus mascotas mientras fuman un cigarrillo, con muchos autos
circulando.
Entonces pensó que
el bullicio del tráfico lejos de molestarle le atraía. Toda esa acción nocturna
le resultaba agradable, liberadora,
como si viniera de un convento donde lo hubiesen tenido encerrado en silencio durante muchos años.
–Nada es igual –se
dijo– y se estremeció pensando en los
diez años de su vida vividos tan lejos
de su patria, sus costumbres y los suyos. Si, de los suyos, aquella gente más
alegre y entusiasta, con el alma graciosa, llena de imaginación. Del diarero
que vende sus periódicos y grita en una esquina, mientras bromea y ofrece sus
papeles entre los autos detenidos por
el semáforo. O de aquel otro personaje
que ofrece rosas rojas esperando encontrar algún enamorado que meta su
mano al bolsillo y compre su perecedera mercancía hecha de tallos y hojas.
–Es tan diferente
–continuó– mientras sentía cómo el alma casi se le escapaba del cuerpo. Ver
aquel alboroto callejero lo conmovía profundamente. No había allí gente impertérrita y aburrida transitando
como si los otros no existieran; extraños que hablan un idioma diferente.
Por fin podía
respirar llenando los pulmones con el
aire de su patria. Era como haber cambiado de pronto de dimensión y de
piel. Algo soñado por mucho tiempo, guardado celosamente en su corazón. Un aire
distinto.
–De nuevo en mi
casa, es lo mejor que me ha pasado – se dijo.
El taxi se internó
finalmente por las estrechas callejuelas de la comuna de San Joaquín que lo
llevarían hasta la casa de su madre donde se hospedaba desde hace un par de
días. El auto, un viejo Peugeot del año
70 tenía un enorme tajo que dejaba ver la espuma de relleno como si fueran las
tripas de un acuchillado. El chofer del taxi era un hombre joven, que sonreía
cada vez que le dirigía la palabra. Pensó que no tenía la facha de un chofer de
taxis europeo, y seguramente su taxímetro estaría arreglado, pero lo sabía de
los suyos y en ese momento era lo que más le importaba.
Mientras lo veía
conducir reflejando sus ojos en el
espejo retrovisor buscó el botón para bajar un poco el vidrio y se encontró con
una de esas viejas manillas que lo obligan a uno a ejercitar su brazo, dándoles
vueltas y vueltas. Le dio varios giros y luego, por un momento, sacó la cabeza
para sentir el viento de la noche en la cara y disfrutarlo.
Menos de cinco
minutos después el auto transitaba por lugares conocidos; el grifo amarillo a
la izquierda, luego el pasaje y nuevamente a la derecha hasta llegar a la casa. Conocía el camino de memoria, nada había cambiado, esos
eran los pasajes de sus correrías
cuando joven, las esquinas donde se reunía con sus amigos a conversar y fumar
marihuana a vista y paciencia de todo el mundo, con desenfado. Que ahora le
parecía irresponsable. Pero que por entonces fue su rutina diaria, su manera de
disfrutar una placentera y alocada
juventud.
Martín se despidió
a través de la ventanilla y, respirando fuerte, como si quisiera llenarse los
pulmones de un espíritu familiar, dio unos pasos hasta abrir la reja de la
casa, un esqueleto de fierro rechinante.
– Por fin llegas
–dijo Cristina – mientras lo abrazaba y
daba besos sin ocultar la alegría de tenerlo junto a ella otra vez .
Para eso había esperado durante años. Porque una madre, según dijo, tiene que
aprovechar cada momento como si fuera el último, sobre todo si su hijo vive
lejos y no lo ve todos los días.
Antes de liberarlo
de su abrazo le dijo:
– Te llamó el Pato Mancilla, dejó un número
de teléfono para que lo llamaras esta misma noche. Dijo que te esperaba con una
magnífica sorpresa.
–Ah, si, el Pato, –
pensó – el Pato. Qué será de ese compañero de curso y de juerga, loco de
remate, falto de escrúpulos, mujeriego
empedernido, pendenciero. Todo eso lo tenía más que claro, pero al fin y al
cabo era su amigo. Cosas como las que
pasamos juntos –se dijo– no son fáciles de olvidar: los carretes, las
pichangas, las conversaciones interminables, las mujeres.
En un principio se
habían escrito, pero rápidamente las cartas se fueron distanciando, hasta que
los envíos cesaron. Lo último que supo de él era que estaba a punto de separarse
de Lucy, su esposa, quien ya no
aguantaba su desfachatada afición por las mujeres y el trago.
–Seguramente no ha
cambiado nada –se dijo– y al enterarse
de su llegada lo estaba llamando para invitarlo a carretear.
Le dio las gracias
a su madre con un beso en la mejilla.
–Después lo llamo.
Ahora quiero darme una ducha.
Tomó el papel donde
estaba anotado el número de teléfono de su amigo, lo guardó en el bolsillo y se
quitó la chaqueta para dirigirse al baño.
Todo iba muy
rápido, sin que hasta ahora pudiera hacer siquiera una pequeña síntesis de lo
que le venía aconteciendo. Durante la ducha de nuevo pensó en lo extraño y
sorprendente que le parecía su país. Se había impresionado ya al llegar al
aeropuerto y atravesar la ciudad encontrando las calles sucias, grises, los
autos viejos y la locomoción colectiva desordenada y agresiva. Esa fue su
primera impresión. Tan diferente al orden y limpieza del lugar de donde venía.
Pero también lo había impresionado el hecho de que se hablara en las colas; en
las colas del pan, en las colas de la parafina y hasta en las colas de los
bancos. Aquí en Chile –pensó– todos
hablan con todos sin conocerse. No recordaba esa costumbre popular, en la que
basta cualquier pretexto para entablar rápidamente una conversación. No existía
algo así en Saint Brevins les Pins donde la gente era más bien retraída,
encerrada en si misma.
Allá las colas eran
silenciosas y aburridas. No había comparación.
Cuando salió de la
ducha le pasó la mano al espejo para quitar el vapor y poder entonces peinarse
y afeitar, porque quería estar impecablemente limpio. Aún no sabía para qué,
pero sentía la necesidad como si ese sólo acto le augurará algo positivo. Por
alguna razón todo en su interior se agitaba ansioso, llenándolo de un enorme y agradable presentimiento.
Apenas le habían
aparecido unos bellos casi imperceptibles, pero igual decidió afeitarse
pensando que por mucho que se hubiese afeitado en la mañana ya su rostro le
parecía una lija. Quería tenerlo verdaderamente suave y limpio, preparado para
cualquier acontecimiento.
Pasado las diez de
la noche sonó el teléfono mientras Martín y su madre conversaban plácidamente,
sentados en la pequeña sala de estar alumbrada apenas por la luz amarilla de una lámpara de mesa. Ella se
levantó a atenderlo. Antes de partir encendió otra lámpara y dejó a Martín mirando un alto de fotos familiares.
Desde la pieza
escuchó a su madre riendo y hablando sobre
él con alguien al otro lado del auricular. Trató de averiguar quien era
atendiendo a las palabras entrecortadas
que percibía, aunque no logró hacerlo. En realidad aquello no tenía ninguna
importancia, porque después de todo era normal que la familia llamara para preguntar sobre su suerte. Seguramente
sería alguna tía que enterada de su llegada intentaba ponerse de acuerdo para
hacerle una visita. Nada más.
No pudo sin embargo
evitar sentir un poco de curiosidad y tuvo que esperar a que su madre volviera
para enterarse de quien había llamado.
Cristina volvió a
la sala contenta, haciendo gestos graciosos con las manos, y se sentó a su lado
en el sofá.
–Era la Chelita, ¿
te acuerdas de ella ? la prima de tu padre. Supo que habías llegado. Quiere
venir y presentarte a Marilú, su hija. Me contó que la niña quiere viajar y que
le sería muy conveniente conversar con alguien de más experiencia como tú. Es linda –acotó. Le dije que viniera
mañana a almorzar. Espero que no te importe.
–No, no me molesta,
respondió.
Un rato después
golpearon a la puerta. Esta vez Martín
se puso de pie y fue a abrirla. Apenas la abrió se encontró frente al Pato
Mancilla que un poco más moreno a como lo recordaba lucía una sonrisa enorme y
tenía sus brazos abiertos de par en par para abrazarlo. No había cambiado
mucho, tal vez se veía un poco más guatón y más viejo, pero al parecer el mismo
espíritu chacotero y travieso de su juventud permanecía intacto. Era el primer
amigo con el que se encontraba después de tantos años.
El abrazo casi lo
asfixia. Sabía que la gente de su
pueblo era mucho más extrovertida y
cariñosa de lo que sus anfitriones franceses lo tenían casi acostumbrado, pero
ese afecto impetuoso lo hizo sentir un poco incómodo.
En Francia lo
acogieron a su manera, un modo de ser que había aprendido y compartía en la
práctica, pero que sin lugar a dudas era, siempre lo pensaba, más calculador y
frío, impersonal y a veces hasta apático.
Sin embargo él
había entrado en ese juego, cambiando su modo de ver las cosas, mimetizándose,
actuando igual que esos europeos más prácticos e independientes que los
latinoamericanos, y a quienes les cuesta expresar a menudo el cariño hacia sus semejantes.
–Pero si estás
igualito, ni siquiera un pelo menos o una cana –le dijo el Pato mientras duró
el cerrado abrazo– Compadre –continuó–
esta noche nos reventamos porque le
tengo preparado como bienvenida un panorama inigualable.
–Espera,
conversemos un poco antes, saluda a mi madre –respondió– impresionado aún por
aquel efusivo encuentro. Tenía que averiguar primero los planes de su amigo, no
fuera ser ésta otra de sus locuras.
Cristina ofreció un
café al Pato y éste aceptó. Durante todo el rato Martín lo notó inquieto, no
paraba de hablar y de fumar. Parecía ser
el mismo Pato de hace 10 años, acelerado y ansioso. Muy pronto estaba
tomando su tercer café y entre conversación y conversación, de pronto Cristina se despidió para dejarlos
tranquilos.
“Hay que permitir
que se encuentre con sus amigos, que salga a redescubrir el Chile que tanto
añoraba, para eso vino”. A lo mejor le
gusta y se queda –pensó Cristina– y se marchó con el pretexto de que tenía
algunas cosas pendientes.
Una vez solos
tomaron unos sorbos de café en silencio, durante un par de segundos y ...
– No más palabras
–dijo de repente el Pato– lo tomó del
brazo, le pasó su chaqueta que estaba colgada en el respaldo de una silla y se
lo llevó.
Afuera la noche estaba
embarazada de estrellas y Martín respiró profundamente, después de acomodarse
la chaqueta.
Marilú tenía fama
de complicada. Los hombres eran fácilmente atraídos por su belleza exótica, por
su pelo ondulado, atado siempre con finas cintas de colores. Sus ojos azules,
la ropa que vestía siempre ceñida al cuerpo, más una especial alegría y gracia
femenina los deslumbraba. En verdad eran
encantados, pero luego de conocerla
mejor cambiaban de opinión, a causa del
modo tan extraño que tenía a veces de comportarse .
Joven, linda e
inteligente, ya había hecho varios intentos por encontrar su camino en los
estudios: bachillerato, fotografía, periodismo y cursos de un cuanto hay que no
habían logrado hacerla llegar a buen puerto. Corriendo el tiempo se había
vuelto un picaflor de los estudios.
En todo caso lo que
le interesaba ahora era la poesía. Le gustaba escribir y se atrevía a hacerlo,
combinando esta nueva afición con largas sesiones de lectura que la habían convertido en una verdadera devoradora de libros.
Debido a esto mismo
se había ido apartando aún más de la gente y su ya conocida insatisfacción por
las cosas iba creciendo, incubando en su espíritu un carácter todavía más
difícil y complicado que el habitual.
– Me importa un
bledo –se decía– lo que otros piensen de mi. Cada uno debe buscar su propio
camino, por difícil que parezca. Yo no
voy a ser igual a esas que sueñan con
encontrar un buen partido, casarse y formar una familia, para después
darse cuenta que son esclavas de sus responsabilidades y que no han hecho nada
de lo que hubieran querido. Yo quiero salir y conocer el mundo, ir a Europa,
vivir en una buhardilla en un viejo edificio de París donde hagan nata los
artistas, y escribir, y escribir, y escribir hasta que me dé puntada.
En ese pensamiento
estaba cuando entró a la pieza su madre, a contarle que había hablado con
Cristina.
–¿Y que no era
medio raro ese tipo?
La Chelita no respondió.
Claro que era raro,
pensó después la Chelita, si nunca se supo porqué de la noche a la mañana se
fue del país. Algunos decían que estaba metido en política con esos comunistas
que ponían bombas durante el gobierno militar, y que se comían las guaguas.
Aunque a ella eso
no le constaba en lo más mínimo y sus padres lo negaron desde un principio.
En todo caso había
quedado siempre una sombra de duda en torno suyo. Un misterio que tal vez ahora
sería el momento de aclarar.
El barrio alto de
Santiago lucía su habitual decoro de grandes avenidas y letreros publicitarios
iluminados. Grupos de jóvenes se apiñaban a la entrada de las discotecas y el
ambiente era festivo.
A Martín le pareció
que este sector de la ciudad se parecía mucho más a un barrio europeo de lo que
él hubiera imaginado. Era como si en ese momento descubriera que existían dos
Chile: uno moderno, limpio, iluminado, decoroso y próspero, y otro rasca,
sucio, estancado y pobretón.
–Cómo estás
encontrando Chile, le preguntó el Pato.
–No sé, cambiado.
–Si pues, harto
cambiado, nada que ver como cuando estaban los milicos. Ahora estamos en D E M
O C R A C I A, pronunció lentamente, gesticulando. Ahora no hay toque de queda,
pero hay poca plata, se la han robado toda. Aunque no falta donde ni como
pasarlo bien –concluyó.
El Pato
pensaba conocer bien a Martín y no
creía que hubiese cambiado. Aún lo veía como uno de sus compañeros de parranda.
Sabía que no era un mojigato, por eso estaba seguro que no se iba a alarmar con
el panorama que le tenía preparado. Sobre todo le van a gustar las minas –se
dijo– de eso estoy seguro. Sé que después me lo va a agradecer.
En la Villa el
Dorado, al final de Vitacura, el auto se detuvo frente a una casa de color
blanco cercada por una reja de madera a mal traer. El jardín se veía descuidado
y algunos de los pastelones del camino de la entrada estaban sueltos.
Martín vio a
alguien mirando por la ventana, detrás de las cortinas, y enseguida escuchó
abrirse la puerta de la casa.
El Pato lo instó a
entrar y cuando lo hizo éste ya tenía abrazada a la Piti, una mujer rubia,
cuarentona y a juzgar por sus gestos, coqueta. La besaba y le tenía sus dos
manos puestas en el traste desde donde la empujaba atracándola contra su
cuerpo.
–Este es mi amigo
Martín del que te he hablado, viene llegando de Francia.
–Comment allez
vous, monsieur ?, dijo ella en un muy mal francés. Martín le sonrió y la besó dándole un beso en cada mejilla a la
usanza francesa.
–Cómo va la cosa,
le preguntó el Pato a la Piti
–Vienen en camino,
llamaron hace un rato, pero igual, yo tengo algo.
–¿Y la Florencia ?
–También está que
llega, no te preocupes.
En aquel preciso
momento, después de escuchar aquel breve diálogo, Martín intuyó que en ese
lugar se jugaba con fuego, pero continuó como si nada. Se imaginó estar
viviendo aquellos viejos tiempos de juventud en que el riesgo y la aventura
eran lo más importante.
Acaso, ¿no era para
eso que había vuelto a su país, a
reencontrarse consigo mismo, a recordar y tratar de entender la línea ya
trazada de su vida?
Esa juventud
perdida era también parte de su historia,
además, ¿quién podría certificar que no seguía todavía perdido,
solamente que con más tristezas en el alma y unos kilos de más en el cuerpo?.
Aquello le resultaba diferente y, no tenía por qué ser pecado portarse un poco mal. Después ya
vería –se dijo.
La decoración era
extremadamente sencilla, con muebles de mimbre y algunas imágenes como las del
che Guevara, Mahatma Gandhi y Jesucristo colgadas en la pared. En las ventanas
unas cortinas de Crea Cruda con algunos vuelos y en el piso alfombras
artesanales. Lo invitaron a sentarse en torno a una mesa de madera hecha de
palos quemados, con sillas de estilos diferentes, y antes que
alguien pudiera decir algo el
Pato dibujó varias líneas de polvo blanco sobre la mesa separándolas unas de
otras con una tarjeta de crédito. Luego, como para dar el ejemplo, tomó una
hoja de papel que enrolló haciendo un pequeño tubo con sus dedos y aspiró el polvo de una de las líneas dando
una fuerte inhalación.
–Dale que es de la
buena – le dijo.
Por curiosidad
Martín no rechazó la invitación e hizo
lo mismo llenando sus pulmones de la poderosa diosa blanca.
Después le tocó el
turno a la Piti quien lo hizo lentamente, estremeciéndose entera cada vez que
lo inhalaba.
Para sellar el
despegue siguieron unos vasos de pisco y unos pitos de cogollos verdes,
enormes, que Martín no había visto hace mucho, pero mucho tiempo.
–Ya va a llegar la Florencia amigo mío, le dijo el Pato, ahora mucho más acelerado que antes, con la lengua pastosa y los ojos saltones, mientras fumaba tomando pequeños y repetidos sorbos de pisco.
– Piti.... ¿a qué
hora dijiste que iba a llegar la Florencia?
Una hora después no
había llegado la Florencia y se habían acabado el pisco, los pitos y la coca.
La Piti hizo varios llamados por teléfono en los que no logró comunicarse y el
Pato se veía más nervioso fumando un cigarrillo tras otro.
Martín comenzó a sentirse un poco mal.
¿ Quién lo había
mandado después de todo a meterse en
ese asunto ?, –se preguntó– y deseó estar lejos.
Esa parecía ser la
historia de su vida. Estar en algún lado sin querer estarlo y verse
imposibilitado de cambiar su situación. Recordó entonces las noches de angustia
de los primeros años en Francia, cuando anhelaba poder volver a su país, sin
poder decírselo a nadie, solo en el silencio espantoso, a tantos kilómetros de
distancia, sintiéndose impotente, desamparado en tierra extraña, aguantando
como un hombre esa angustia mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Además, el Pato y la Piti se pusieron cariñosos de repente y sintió que estaba de sobra. Quiso entonces salir
arrancando de esa casa, disparado hacia cualquier otra parte, pero sin embargo
apretó fuerte el cojín que tenía a sus espaldas, como si su mano fuera una
garra que aprieta una presa, y
resistió.
El Pato se dio
cuenta que su amigo no estaba bien y no halló nada mejor que maldecir a esos
estúpidos que no llegaban con el paquete, y a esa Florencia que ¡ quién sabe
qué chuchas le pasó !
Tomó de nuevo a
Martín del brazo, como lo había hecho antes en la casa de su madre, y lo llevó
a la calle donde se sentaron en la cuneta bajo la luz de un farol. No quería
por ningún motivo que su amigo se aburriera, quería que recordara aquella noche con alegría. Pero,
tampoco podía irse y dejar botado el negocio. Lo mejor era tomar un poco de
aire, así que encendió otro cigarrillo y escupió el humo hacia las estrellas de
esa noche.
No se habían
contado mucho, pensaba que contarle su
desordenada y tormentosa vida sólo le aburriría. Muchas veces se había
preguntado el por qué no partió con él a Francia. Por miedo tal vez, o porque
la Lucy todavía lo amarraba en ese
tiempo. Se quedó en Chile sin ninguna explicación muy convincente. Mil y una
vez había pensado que por eso mismo era
un idiota. Mientras, Martín gozaba de los beneficios de una nación que a sus
ojos además de ser antigua, con una gran historia, era económicamente poderosa
y extremadamente culta.
Por eso también
había dejado de escribirle, porque no tenía cosas interesantes que contarle,
como las que Martín le relataba en sus cartas. Cosas extraordinarias,
entretenidas, novedosas, mientras él sólo podía contarle de la represión, de
los milicos en las calles, del general amenazando a la gente por la televisión.
– ¡Y al que no le guste...¡ –
Después se metió en
la droga y pensó que aquello era aún menos digno de contarse, así que no continúo escribiendo.
Mientras pensaba
todo esto, sacó de su billetera un papelillo de último minuto, cogió un poco de
coca con la punta de la misma tarjeta de crédito que había usado para separar las líneas anteriormente, y le
dijo a Martín, ofreciéndole:
–Toma, con esto te
vas a sentir bien.
Luego caminaron,
porque no hay nada mejor que caminar y fumar por las calles en silencio
mientras la mente corre a un millón de revoluciones por segundo y los dientes
permanecen apretados, imposibles de relajar.
Llegaron a
Vitacura, donde se veía aún bastante agitación. Autos que circulaban con
jóvenes sacando la cabeza por la ventanilla, víctimas de una evidente
intemperancia. Mujeres, o tal vez travestis, que esperaban algún cliente
solapados en una esquina, dejándose ver cada vez que un auto reducía la
velocidad. Una que otra micro y varios taxis a la caza de algún nocturno pasajero.
En esa caminata
nocturna y bien drogados el Pato se sinceró. Le contó que estaba metido en el
tráfico de coca y que tenía ahora un círculo de amigos muy importante a quienes
proveía continuamente. Le contó también que con la Lucy hacía tiempo que ya no
pasaba nada, que ella vivía sola con el patito, después de haberlo engañado con
un futbolista. Aunque él no le reprochaba nada en absoluto, ¿ cómo podría hacerlo?, si su engaño
fue uno contra cientos que él tenía a su cuenta. Además que ya era tarde para
arrepentimientos y reconciliaciones. A esas alturas de la vida cada uno intentaba rehacerla a su manera.
–No es una vida
buena –le dijo– al menos no como la tuya, Martín. Que bueno que estás aquí
–remató–, dándole una buena chupada a su cigarrillo.
Pero, ¿ estaba
allí? ¿ realmente estaba allí ? ¿No había sido de repente transportado 9 o 10
años en el pasado, al escuchar que su amigo consideraba que su vida, la suya,
era buena, correcta y atinada?
Su vida también
había sido dura. Qué sabía el Pato por lo que él había pasado siendo un
extranjero tratando de instalarse sin
siquiera entender lo que se dice, a la buena de Dios viviendo de la
caridad de organismos internacionales, compartiendo en hogares especiales para
refugiados, junto a orientales que
llenaban los pasillos de olores insoportables, y donde había que hacer caca en
cuclillas porque los inodoros eran asquerosos.
Pero no le estaba
permitido sincerarse con su amigo, debía callar si quería seguir siendo un tipo
respetado por su familia y por aquellos
que lo conocían. No le sería posible confesar jamás su condición de refugiado
político ni de los trucos y mentiras que se había visto obligado a decir para
no ser expulsado.
Todo eso debía
callarlo teniendo que inventarse una pantalla, un cuento, otro yo hecho de
miedo y falsedades.
¿ Buena su vida? ¡ De ningún
modo ! La suya tampoco era un modelo para nadie.
En la casa los
estaba esperando la Piti, sin noticias. Un poco más decaída y bajoneada, pero
sin ninguna novedad. Se había cansado de llamar por teléfono. Era como si a los dos sujetos que esperaban,
Humberto Garrido y el lucho Derrida, se
los hubiera tragado la tierra. La ausencia de Florencia no importaba, ella
nunca le había caído bien y no era más
que una de las voladas del Pato, una mina para otro de sus amigotes, eso era
todo. Lo importante era el negocio, y
la mercadería que no llegaba.
Desde que les abrió la puerta, Martín se dio cuenta que le
había cambiado el genio, seguramente por la espera inacabable y por la falta de
droga. Como no quedaban cigarrillos se fumaba las colas de los ceniceros, y
cuando el Pato se quiso poner cariñoso y besarla le quitó la cara.
–Algo anda mal
–dijo– y volvió a telefonear sin ningún resultado.
–Quizás los
pillaron a estos huevones –continuó– es lo único que falta para matar esta
noche desgraciada, que de pronto lleguen los tiras y nos vayamos todos en cana.
El ambiente comenzó
a ponerse tenso. El Pato daba vueltas nervioso en el living, como un león
enjaulado. Martín también comenzó a sentir una ansiedad terrible y pidió algún
trago para calmarla.
La Piti no lo miró con muy
buena cara, pero se fue a la cocina y volvió con medio vaso de vino tinto.
– Es lo único que queda.
Martín observaba la
situación mientras empinaba el vaso. Había viajado miles de kilómetros para
encontrarse ahí en medio de un drama de traficantes. Pero –pensó luego– eso era en realidad el Chile que a él le
tocaba. Porque por algo había llegado ahí y se encontraba ahora observándolo
todo como si aquello fuera un perfecto melodrama criollo: su amigo, la Piti, la
noche, esa casa, los discos de Silvio Rodríguez, la ausencia de la famosa
Florencia, la espera, las drogas. Todo aquello formaba parte de la experiencia
chilena y no iba a renegarla de ningún modo. Cualquier cosa que sucediese tenía
para él la importancia de suceder en Chile. Era del mayor interés atesorarlo en
su corazón, como quien guarda preciados recuerdos, porque sabe que después
llegará el momento de pasarles revista y disfrutarlos.
Alguien tocó a la
puerta y hubo un momento de tensión donde se miraron a los ojos.
El Pato masacró una
colilla en el cenicero y levantó la mano como señal para que se quedaran
tranquilos y en silencio. Luego se acercó a la ventana y haciendo apenas un
lado la cortina espió hacia fuera.
– Es el Humberto
–dijo de repente– y se apresuró a abrir la puerta.
Un relajo les
sobrevino.
Humberto contó que
habían tenido problemas y que el lucho iba a llegar después con el paquete. El
se había adelantado para avisarles.
–Pero, tienes algo,
le preguntó enseguida la Piti.
Sin demora éste
trazó varias líneas sobre la mesa. Y puso una
botella de pisco y cigarrillos.
Después de haberlo
presentado le ofrecieron el turno a Martín, pero éste no aceptó. Era mucho para
una sola noche. Sentía que no podía
seguir adelante, que había alcanzado su límite, que lo mejor era terminar
allí y despedirse. Eso si aceptó un vaso de pisco que se tomó al seco.
El Pato quiso
convencerlo de que jalara otro poquito, pero no hubo caso.
Después Martín se
quiso ir y argumentó como pretexto que la Florencia ya era caso perdido, que no
tenía sentido esperarla, que no
vendría, y que lo demás no era de su incumbencia.
Encendió un
cigarrillo y se despidió levantando la mano, a pesar de la insistencia del Pato
porque se quedara otro rato.
–No te preocupes
–le dijo– puedo irme solo perfectamente. A ti te quedan todavía cosas
pendientes.
Y abriendo la puerta salió de
nuevo a la noche y al silencio.
Caminó unas tres
cuadras fumando, cada vez más contento de haber abandonado esa casa.
Caminaba leyendo
los nombres de las calles y cuanto letrero se le ponía por delante, cuando de
repente escuchó la bocina de un auto que chillaba a sus espaldas.
Era el Pato que había decidido
acompañarlo.
El Pato lo dejó en la puerta de su casa y se marchó
dándole un buen apretón de manos.
Pero Martín no
entró y prefirió dar una vuelta por el barrio. No iba a encerrarse ahora en una
habitación a mirar el techo sin poder cerrar los ojos, porque sabía que le
asaltarían mil preguntas sin respuestas, preguntas que no lo dejaban en
paz y que bastaba unos instantes de
soledad para que, rápidamente, reclamaran su atención.
Se puso entonces en
movimiento, tranquilo, aunque por dentro todavía estuviera agitado. La ansiedad
que produce la droga aún le afectaba, así que no paró de frotar una mano contra
la otra y sin darse cuenta sus pasos se aceleraron.
Echó de menos un
cigarrillo y aunque por un momento pensó en buscar donde comprar una cajetilla,
enseguida desistió para no tener que alejarse demasiado. Prefirió quedarse allí
observando lo que le sugerían las sombras.
Cuando iba desde
Chile rumbo a Brasil en el avión donde haría escala para seguir luego hasta
Madrid, ciudad que sería su puerta de
entrada al viejo mundo, Martín se estremeció pensando en lo que hacía. Estaba
dejando atrás su madre y sus amigos, lanzándose hacia el vacío sin más armadura
que unos cuantos pesos que se habían encogido atrozmente al cambiarlos a
dólares y que llevaba escondidos en un cinturón especial muy ceñido a la
cintura, como si fuera parte de su cuerpo.
Había intentado
acomodarse en la estrecha butaca de clase turista y tratar de conciliar el
sueño, pero después de varias horas moviéndose de un lado para otro, no lo
lograba.
Era la primera vez
que viajaba en avión y los nervios lo acosaban pensando que iba por los cielos en un aparato que podía
precipitarse a tierra debido al menor desperfecto. Sucedía como si todo ese
presentimiento de fatalidad que solía poseerlo a veces le hubiese asaltado
ahora sin querer dejarlo. Pero, ya
estaba allí, y no le quedaba más que rezar, repensar una y otra vez sobre el
plan que había tramado para escapar de su país y radicarse en el extranjero.
Tenía todos los
papeles que le habían aconsejado que llevara, los certificados de nacimiento y
de estudios, el permiso de conducir internacional obtenido en el Automóvil Club de Chile, y la carta aquella que le
habían entregado donde decía que en su país era perseguido por la dictadura.
Esto último una gran mentira,
porque como él mismo se
decía, en Chile a lo más lo perseguían los boy scout o los bomberos.
Pero había sido una verdadera
oportunidad de abandonar esa tierra sin futuro, de dejar atrás ese pesado
ambiente represivo que afixiaba a sus compatriotas sin remedio bajo la bota de
los militares. ¿ Quién podría
culparlo de arrancarse de tal forma de aquella pesadilla?. Ante el horroroso
panorama de la dictadura casi cualquier cosa era legítima.
Le contaron de la
oportunidad y sin pensarlo dos veces había vendido sus cosas, juntado la plata
para conseguir la carta y lo incluyeran en la famosa red de escape hacia ese
otro mundo más promisorio.
Esa carta entonces
era de suma importancia, debía
presentarla donde y cuando le dijeran aquellos que irían a recibirlo, estando
una vez en el país que había escogido para el
refugio. País donde entraría sin embargo con una simple visa de turista.
El avión fue víctima de
algunas turbulencias y se estremeció,
causándole temor y espantando
definitivamente el sueño.
Quiso sentirse
seguro y confiado de que hacía lo correcto, pensando en que nada malo podía
pasarle. Después de todo su pasaje era
de ida y vuelta con una duración de 90 días, igual que su visa de turista. Así
que si algo salía mal, siempre podía regresar y hacer como si volvía de un
viaje de placer visitando museos en Europa,
caminando por esas grandes avenidas de los Campos Elíseos en París.
Todo según él
estaba bien pensado, no iba nervioso por eso, lo que si le incomodaba y ponía a
ratos los nervios de punta era ese avión,
el miedo a no llegar y desaparecer antes de empezar siquiera la
aventura. El temor a desintegrarse y quedar hecho polvo entre miles y miles de
pedacitos esparcidos en el mar.
Tomó una revista y
la ojeó con prisa mientras el tiempo parecía que no pasaba, detenido allá
arriba sobre las nubes.
Trece horas más
tarde, después de un viaje que le
pareció una eternidad, llegó a Barajas, tan cansado que si no hubiese sido por
la enorme curiosidad que lo embargaba, se habría tirado allí mismo, sobre un
banco del aeropuerto.
Pero abrió los ojos
y forzó sus músculos obligándolos a despertar y revivir. Porque después de todo
estaba en España, la madre patria, por
primera vez.
Pasó su pasaporte
para que fuera timbrado por un oficial de aduanas, a quien dio también el formulario de ingreso al país que le
habían entregado en el avión.
Luego se fue directo a retirar su maleta.
–Ya estoy en España
–se dijo– y a salvo.
Minutos después
Martín asomó su maltraído cuerpo al calor aplastante del verano europeo, y con
su maleta a cuestas se acercó a preguntarle a uno de los choferes de taxis que
se amontonan a la salida del aeropuerto, sobre la tarifa de transporte hasta la
Puerta del Sol.
En todo momento,
desconfiado como era, temió ser un turista
víctima de engaños. No podía evitar sentirse así.
–¿ Cuánto es hasta
la Puerta del Sol ?
–Cuatrocientas
pesetas, señor.
Recordó que el dato
que le habían dado en Chile sobre las
tarifas de los taxis hablaba de una cifra muy inferior a la que pretendían
cobrarle. Comenzó a transpirar y decidió volver a entrar al salón del
aeropuerto para preguntar a un policía sobre la legalidad de esa tarifa.
Cuando el policía lo escuchó,
le pidió que lo acompañara a identificar a quien calificó como un verdadero estafador,
pero el chofer ya no estaba, se había hecho humo. Seguramente advertido por
mirones invisibles que podían estar en todas partes, como en su patria.
El policía llamó a
otro taxi y lo recomendó a su chofer, acordando con éste la máxima cantidad de pesetas a pagar por
ese recorrido. Y le tomó la patente.
–Me salvé –pensó–
mientras viajaba. Me quisieron hacer leso desde mi llegada.
¡ Vaya madre patria !
El Cervantes, hotel
de dos estrellas, con aire acondicionado, a pocas calles de la Puerta del Sol y
del Corte Inglés sirvió para que por fin descansara sus alicaídos huesos. Allí
en la habitación con una sola cama de un hotel madrileño logró dormir un poco,
luego se duchó y salió a conocer las supuestas maravillas de esa gran
metrópolis.
Entonces fue cuando
al pasar a depositar la llave de su habitación en el hall del hotel, escuchó de
los labios del conserje la frase aquella que no olvidaría nunca, y que se
convertiría además en una de sus principales anécdotas de viaje:
–¡ Señor, tenga
cuidado, cuide muy bien su billetera, mire que sus compatriotas andan muy
bravos, robando a medio mundo !
Después ocupó su tiempo en pasear, en conocer
parques y museos, durante los dos días que había decidido detenerse antes de
seguir a su destino.
Para mal o para bien no se
tocó con ningún chileno, conoció el Parque del Retiro, se comió una paella en
un pequeño y atractivo restaurante lleno de mesas con manteles color rojo, y ya
estaba en un asiento del tren que lo llevaría hasta París después de viajar toda
una noche.
Cuando el tren se detuvo en la estación Austerlitz de
París, pensó que el corazón se le saldría del pecho, sin que pudiera detenerlo.
De ahora en adelante deberían pasar muchas cosas para cumplir con su propósito
de quedarse en esas tierras.
Bajó del tren y comenzó a caminar por el andén
mientras escuchaba hablar en una lengua desconocida, incomprensible, hasta que
llegó a un gran salón repleto de personas.
Gare d´Austerlitz; día miércoles 27; 17 horas 30; hall
principal de la estación. Esas eran las instrucciones. Allí debía esperar. Así
que se sentó en un banquillo ocupado por otras dos personas y esperó.
Veía como la gente iba de un lado para otro. No
entendía ni una palabra de lo que decían, pero estaba seguro que con el tiempo,
algún día no muy lejano, llegaría a comprender. Le llamaban la atención el
carácter melódico de la lengua y el
persistente sonido gutural del francés. Sobre todo las ´r´ pronunciadas roncas, como si tuvieran
problemas en la garganta
Cuando fueron las seis de la tarde y nadie llegaba a recibirlo, se aventuró a
cruzar el enorme salón en busca de la oficina de informaciones, con la
esperanza de llamar por micrófono a quienes ya deberían haberlo contactado.
Marcelo Farías era uno de los nombres que tenía escrito.
Pero al llegar a la ventanilla todos los intentos que
hizo por comunicarse resultaron infructuosos. La mujer detrás de ésta sólo
hablaba francés y después de un rato de intentar entender lo que Martín trataba
de decirle, cambió súbitamente de actitud y simplemente lo ignoró.
Desconcertado
desistió y volvió a sentarse en el banquillo que ahora se encontraba vacío,
aprovechando para estirarse.
–Después de todo son chilenos –se dijo– aunque estemos
en París. Los chilenos nunca hemos sido puntuales.
Cerca de las ocho treinta Martín comenzó a pensar que
nadie llegaría a buscarlo. Que todo no había sido más que una vulgar estafa en
la que había caído fácilmente. Porque, ¿ de qué le serviría la carta sino sabía
qué hacer con ella ni mucho menos dónde dirigirse?
Por un momento se sintió obligado por las
circunstancias a cambiar de planes. Es decir, a seguir el plan B y disfrutar
del viaje como un simple turista.
Sin embargo, cuando ya se decidía a darlo todo por
perdido sintió que alguien ponía una
mano sobre su hombro.
–¿ Martín Fernández ? –preguntó el hombre
–Si, él mismo –Marcelo Farías– supongo
–Siento la tardanza, pero más vale tarde que nunca
–dijo sonriendo.
–Que chistoso –le contestó Martín– y yo que pensaba que me estarían esperando.
–No se preocupe amigo, yo lo llevo ahora a un hotel y
planificamos las cosas. ¿ Trajo la carta?
–Por supuesto.
El hotel estaba cerca de la famosa plaza de la
Bastilla y cuando llegaron ya casi oscurecía. Marcelo hizo de traductor y lo
dejó instalado prometiéndole pasar por él al otro día a primera hora. Además,
le hizo entrega de un número de teléfono “por si acaso”, como le dijo.
La habitación era amplia, con vista a la calle, desde
donde provenían las inagotables sirenas de las ambulancias que no pararon de
sonar durante toda la noche.
Anchas cornisas y un papel mural con motivos antiguos
le daban a la habitación un dejo de otro siglo.
El baño era amplio y limpio, pero estaba equipado de
manera muy curiosa. El agua caliente se pagaba aparte, estaba sujeta al
depósito de monedas de 5 francos en una ranura especialmente implementada para
tal efecto.
Martín no tenía idea. Recién lo vino a descubrir
metido en la bañera, cuando vio que el agua caliente se agotaba. Cada tantos
litros, 5 francos. Así era el asunto.
No
fue una grata sorpresa, pero el hecho de ser algo nunca visto y espectacular
ayudó a aplacar su ánimo y a conformarlo.
Luego prendió el televisor y se acostó sobre la cama
hasta quedarse dormido.
Su sueño aquella noche, como lo sería después
durante muchas otras, fue una mezcla de
ansiedad con imágenes difusas.
Soñó que estaba y no estaba allí en la ciudad luz, que
aún permanecía en su casa de Santiago y que los deseos de viajar y conocer
Europa lo embargaban. Soñó que todavía no había dejado su país y que una mala
racha de extrañas circunstancias no le permitía partir, ahogándolo, con ganas
de llorar, haciéndole sentir impotente.
Se despertaba por un momento para encontrarse
completamente transpirado y volvía a dormirse para caer otra vez en ese mismo
sueño.
Era la sensación de
no estar allá ni acá, envuelto permanentemente en una dimensión
transitoria, en la que el espíritu
pareciera resistirse a asumir el cambio
ya ocurrido.
Así, por la mañana, tenía la sensación de haber sido
triturado emocionalmente. Sentía que
una pequeña angustia le oprimía el pecho. Intentaba reponerse, cuando alguien
golpeó a la puerta y él, en español, le dijo que entrara.
–Votre petit dejeuneur, monsieur.
Café,
mantequilla, mermelada, panes tostados y un vaso de jugo de naranjas.
–Merci, –se le ocurrió decir .
La
camarera lo miró con simpatía, mostrando una pequeña sonrisa.
Como a las nueve treinta Marcelo Farías había pasado a
buscarlo y se dirigían a realizar su primera diligencia.
Lo primero era
ir a declarar su intención de refugiarse en Francia a una oficina de la
policía.
Martín estaba nervioso, pero Marcelo logró calmarlo
diciéndole que aquello era un mero trámite, que no había nada que temer. Estaba
acostumbrado, lo había hecho antes cientos de veces ayudando a otros
compatriotas.
En
la estación de policía gente de todas las nacionalidades y razas formaban una
cola interminable. Era una cola de Babel que según Marcelo se formaba igual
todos los días del año. La gente venía a Francia escapando de una guerra o
dictadura, con la esperanza de
encontrar una mejor vida, lejos de las pesadillas.
Los franceses son famosos por su tradición de “Terre d´ asile “, a la que hacen honor
abriendo sus puertas a los extranjeros perseguidos de todo el mundo, a pesar
que siempre hay gente en contra, a causa del desempleo y los millones de
francos que se gastan en mantener a miles de refugiados políticos.
Cuando llegó su turno Martín llenó un formulario
ayudado por Marcelo. Mostró su pasaporte y recibió una especie de recibo que
guardó en su billetera por instrucciones de su compatriota.
–La carta la muestra más tarde, cuando yo le diga.
Después de pasar casi toda la noche caminando y
haciendo memoria, Martín volvió a su casa a tomar desayuno, entrando por la
puerta de atrás sin hacer mucho ruido. Se preparó un café bien cargado, y desde
la ventana de la cocina vio llegar el amanecer. Un amanecer chileno, donde poco
a poco va apareciendo al este la cordillera, y sólo después de ella el sol.
No se sentía realmente fatigado, así que prefirió
tomar una ducha y cambiarse de ropa, dispuesto a enfrentar el nuevo día sin
haber pegado un ojo.
Cuando
su madre estuvo en pie él terminaba de mirar las fotos que habían quedado sobre
la mesa del living. Ella se extrañó de verlo despierto y vestido tan temprano,
cuando era de suponer que después de la salida nocturna iba a dormir a lo menos
hasta medio día.
Sin embargo se alegró de aquello que consideró
positivo. Debía aprovechar lo más posible su permanencia en Chile. Una estadía
demasiado corta para su gusto de madre. Ella hubiese deseado tenerlo más tiempo
a su lado, ordenarle su ropa y prepararle la comida con ese amor que la
desbordaba. Era toda sonrisas para su hijo, esperando que cada cosa suya le
agradara. Estaba decidida a hacerlo sentir cómodo y en familia. Así podría ser
que decidiera volver a vivir entre los
suyos y con ella.
En un principio no había logrado entender cuando
Martín partió hace años y después avisó que se quedaba.
Se
suponía que era sólo un viaje, al que ella misma había contribuido ayudando a
vender sus cosas y entregándole sus pocos
ahorros.
Su
marido, entonces vivo, había sospechado, pero fueron sospechas que ella no tomó
en cuenta para nada, segura de que eran sólo aprehensiones.
Pero ese era el ayer lleno de recuerdos tristes. Un
pasado malogrado para tantos chilenos y también para ella, que vio a su hijo
partir y no volver hasta ahora. Aunque después de todo, con el tiempo
comprendió que su hijo había tomado esa
decisión porque no le quedaba otra, porque el país estaba hecho un asco y era
lógico que intentara buscar
oportunidades que en su tierra
le negaban.
Hace tiempo que podía entender eso sin problemas.
Desde entonces incluso dejó de llorar por su partida, y le dio gracias a Dios por darle un hijo
capaz de atreverse a buscar por sí mismo una mejor vida en otra tierra.
Así se dieron las cosas –pensaba– pero ahora era
diferente, la dictadura había terminado y los nuevos gobiernos civiles podrían
ser una nueva esperanza para Chile. Ya podían volver los que se fueron.
Su Martín si lo quería, iba a encontrar una
oportunidad y se quedaría en Chile.
–De todos modos –¡despacio, mujer!– se dijo, calmándose a sí misma, si apenas ha llegado.
Como a las diez se acordaron de que habían invitado a
la Chelita con su hija a almorzar, y Cristina se apresuró en ir de compras para
tener con que agasajarlas.
–Pero, si esta niñita está hecha toda una mujer –
fueron las palabras de Cristina– al recibirlas.
Martín también pensó que Marilú era toda una mujer,
bien que esperaba encontrarse con una chiquilla. Y una mujer bella,
desenvuelta, atrevida. Esto último cosa rara entre las chilenas –pensó–
comparadas con las francesas.
Para él las francesas ya habían tenido hace rato su
revolución sexual y el sexo dejó de ser un tema lleno de pudores e hipocresía.
En Francia no había de qué extrañarse en materia sexual. O te encuentras con
una mujer que rápidamente te quiere llevar a la cama, o es una lesbiana que te
confiesa su desviación sexual como si
nada.
¡
Las chilenas no –estaba seguro– a las chilenas hay que pololearlas !
Tenía su francesa, Chantal, por quien, sin estar enamorado, sentía respeto y
cariño, pero había algo en aquella relación que le preocupaba. Tal vez la
excesiva independencia de su amiga y su amarga impotencia de macho para
adaptarse a esa forma de vivir en pareja. Demasiada libertad lo ahogaba,
haciéndole sentir inseguro.
–Así que tú eres Martín –le dijo Marilú– y ahora estás
de paseito en Chile, ¿ no es así?
La pregunta lo sorprendió, porque sin dudas él no estaba de paseito en Chile.
¿ Qué era eso de un paseito ? En realidad ni él mismo tenía muy claro la razón
de su venida.
Tal
vez porque nunca se le quitaron las ganas de regresar. Jamás nada ni nadie se
lo había impedido, pero durante mucho tiempo se quedó pegado, incapaz de tomar
la decisión y volver, aunque fuera de visita. Eso, hasta el día aquel en que
llevado por un impulso, después de 10 años, compró el billete de avión y llamó
a su madre para anunciarle su llegada. Su decisión fue espontánea , tal como
cuando se había ido.
Pero,
de paseito en Chile sí que no estaba. La experiencia del retorno era para él
muy importante.
Marilú, quien intuyó que algo ocurría y se había
detonado en la mente de su anfitrión, le dijo:
– No lo tomes tan a pecho, si es sólo una manera de
decir. Algo así como que estás de vacaciones. ¿ o es que piensas quedarte ?
Martín no lo sabía, y hubiese querido no tocar ese tema entonces, inseguro
de sus intenciones como estaba. Por el momento tenía que esperar y ver
como las cosas se dieran.
– Yo quiero volar –continuó Marilú– salir, descubrir
el mundo. Vivir tal vez en París, en una buhardilla, vecina de artistas y
poetas. Lo tengo decidido.
Bella, pero ingenua y desinformada –pensó Martín– otra persona que imagina que en París se vive de nada, de
sueños; que cree que caminará por sus calles como caminaron Bretón y Víctor
Hugo; se juntará en algún café con sus amigos y hablarán de poesía en un
ambiente infestado por el humo de los cigarrillos.
El conocía bien que la cosa no era así. Que la
vida no es fácil en ninguna parte del mundo, ni mucho menos en París. Esa
no era más que una visión romántica de
Francia, la que siempre terminaba en desgracia, ahogando a sus ingenuos
soñadores. Ya conocía algunos de ellos viviendo vidas complicadas.
Pero,
¿ tenía que contradecirla?
Hermosa
y decidida se veía una mujer de armas tomar. Así que sólo le preguntó:
–¿Te puedo
ayudar en algo?. Y le sonrió.
Durante el almuerzo, cada cierto tiempo, la Chelita lo
acosó a preguntas sobre su vida en Francia. Quería saber cómo lo trataban los
franceses, si las francesas eran bonitas, como se ganaba la vida, si se la
ganaba, y si echaba mucho de menos.
Eran
tantas cosas que Marilú se sintió obligada a interrumpir.
–Mamá –le dijo– lo estás atorando.
–Pero, si sólo quiero saber algunas cosas –respondió
ella, como la criatura más inocente– saber si es verdad lo que se dice sobre
quienes se han aprovechado de las circunstancias y están viviendo como reyes.
Martín se disculpó mientras se levantaba de la mesa,
antes que la Chelita continuara. Sabía reconocer cuando había segundas
intenciones. Y ahora alguien pretendía hurgar en sus secretos.
No
era posible. Qué podía saber ella –se dijo– típica señora que no sabe donde
está parada; quien cree que porque vio
algo en la televisión eso es verdadero; y que anda tratando de averiguar todo
para después chismear de buena gana.
Pidió
disculpas y se retiró, marchándose a la calle.
–¿ Dije algo malo?, preguntó la Chelita.
Marilú también se puso de pie después de hacerle unas
muecas de desaprobación a su madre.
Martín
no la esperó
Tuvo que correr para
alcanzarlo.
–Espera, no le hagas caso –le dijo– No se da cuenta de
lo que dice. Es una señora que no
piensa mucho.
Pero, ¡ Detente! -dijo de
pronto, cansada, tomándolo con sus dos
manos del brazo. –Conversemos, aún soy tu invitada ¿ no es cierto?.
Martín reaccionó y
disminuyó el ritmo de sus pasos. Luego, después de caminar otro poco en
silencio, con Marilú tomada de su brazo, llegaron a una plaza donde se sentaron
en el pasto, apoyando sus espaldas en el mismo árbol.
–A mi no me importa
cómo se fueron los que dejaron este país -dijo Marilú. -Lo importante es que se
fueron. A algunos los obligaron y para esos debe haber sido espantoso, pero
otros deben haber estado asustados o simplemente tan aburridos como lo estoy yo
ahora e hicieron sus maletas. ¡A quién le importa!. –continuó– A mi me tienen
hasta la coronilla con eso. Siempre mirando hacia el pasado.
-Lo encuentro
injusto. Igual que las preguntas camufladas que te hizo mi madre. No tenía
derecho. Pero, perdónala, ya te dije, este país está loco. La gente está
dormida.
Martín la tomó de la mano y
cambiando de tema le dijo:
–Sabes que somos
medios primos. Ahora que recuerdo te conocí cuando tenías pecas y chapes y
vestías trajes con vuelitos
Ambos rieron.
Decididamente no le
molestaba estar en compañía de esa joven bella e inquieta, quien además
mostraba ahora una inusual reflexión sobre las cosas que le acontecían.
Y a Marilú le parecía que por
fin podía compartir con alguien capaz de comprenderla, alguien con más mundo y
que había hecho hace mucho lo que ella ahora pretendía.
No volvieron a la
casa, estuvieron juntos toda la tarde, hasta que oscureció. Martín quería ir al
cerro Santa Lucía y desde su gran terraza observaron el crepúsculo. Ella no
paraba de hablar de su poesía y sobre el cómo instalarse en otra tierra.
Ya oscuro Martín comenzó a
sentirse fatigado y decidió volver . Primero se ofreció para ir a dejarla, pero
ella quería seguir mostrándole Santiago y tantas cosas que estaba segura
desconocía por completo. Muchas cosas cambian en una década.
–Te lo agradezco
–dijo– has sido muy buena conmigo, pero estoy agotado. No he parado desde que
llegué.
–Si no hay
remedio... –dijo Marilú.
La carta fue entregada más tarde ese mismo día, a
cambio de un permiso de residencia provisorio, en otra oficina de París, donde
tuvo que someterse a una entrevista en la que dos personas esperaban
amablemente que él les respondiera. Una de ellas era el intérprete, un tipo
delgado, de pelo corto, vestido con jeans y polera que hablaba un español de
España pronunciando todas las zetas. La otra era una funcionaria de esa
organización internacional que vestía pantalones, una blusa azul de seda con un
enorme prendedor y que se encargaba de llenar un cuestionario.
Allí dijo lo que le
habían dicho que dijera. Que como decía la
carta que portaba, emitida por
la supuesta agrupación por los derechos
humanos, él era un hombre que corría peligro en su país, perseguido por los
organismos de seguridad de la dictadura, quienes veían en él un activista del
marxismo internacional, a pesar de que
les había asegurado una y otra vez que no tenía nada que ver con esos
asuntos y que no era más que un
ciudadano común y corriente.
La carta decía también que
había sido víctima de llamados telefónicos, amenazándolo de muerte si no
terminaba con sus actividades subversivas, y él entonces aprovechó para dramatizar
este pasaje buscando un mayor efecto en quienes lo interrogaban.
–Cada día por las
tardes sonaba el teléfono y alguien me insultaba amenazándome. Después de eso,
ustedes saben, -les había dicho- después de eso es muy difícil dormir, sentirse tranquilo.
La entrevista fue
corta y durante ésta no le fue difícil mentir. Casi no se dio cuenta que no
decía la verdad y jugó su papel de maravilla.
–Señor Fernández, le comunicó el intérprete, desde
este preciso momento usted es aceptado en nuestro país como solicitante de
asilo político. De aquí a unos seis meses usted tendrá la respuesta definitiva,
de si su petición de asilo es o no aceptada.
Esto, que
cualquiera podría haber llamado un buen principio, fue para Martín su primera
piedra de tropiezo en la consecución de un sueño que ahora veía más complicado.
Esa condicionalidad oficializada –pensó-
desestabilizaba el control de sus planes, y lo ponía en una difícil
situación.
Por un lado estaba
casi seguro que le concederían el refugio y le permitirían radicarse en el
país, pero, –¡ y si no lo hacían
!– si investigaban y descubrían que
todo lo que les había dicho era falso. Que él era únicamente uno de esos
compatriotas que sufría una violencia encubierta, no declarada. Esa violencia
que se sufre cada día frente al noticiario de televisión cuando el general o
alguno de sus esbirros amenaza sin escrúpulos a todos los chilenos. Aquella
violencia que no se puede mostrar con marcas en el cuerpo porque las marcas
quedan en el espíritu.
Para él, sin
embargo, había sido más que suficiente el no haber querido continuar bajo la
bota del dictador. Eso era todo. Y en
estas circunstancias la carta y las mentiras no eran más que un subterfugio
necesario. El objetivo era quedarse.
Desde ese momento, Martín
quedó bajo la protección del gobierno francés y fue enviado al Hotel San
Jacques, en un barrio periférico de París, con
comida y unos cuantos francos para el bolsillo.
Había entrado en el sistema.
Desnuda en su tina, cubierta de espuma, Marilú decidió
soñar despierta en todas las posibilidades que tenía por delante. Pasó revista
a esa tarde con Martín quien a sus ojos era como un enviado del cielo para
ayudarla a cumplir su sueño.
Muchos habían intentado acercársele, pero ella los había
corrido. No quería hombres a su lado, por eso era siempre fría como una
estatua, cargante y hasta insoportable. Se alegraba cada vez que veía a uno de
ellos desistir en su conquista y abandonar su empeño hasta desaparecer. La
aburrían. Según ella no valían la pena. Los veía insensibles, siempre buscando
lo mismo, ignorando por completo su vida interior y verdaderas inquietudes.
Pero
Martín era diferente. Recordó cuando éste le tomó la mano en la plaza haciendo
que se crisparan todos los pelos de su cuerpo.
–Además es buenmozo –dijo de repente en voz alta –
contenta.
Luego se jabonó el cuerpo lentamente, se acomodó en la
tina y fue bajando su mano derecha hasta que sus dedos encontraron los rubios y
mojados bellos de su sexo. Allí los dejó, haciéndose cariño suavemente,
tiernamente, dejándose llevar sintiendo un gran placer procurado por ella
misma, hasta que se relajó y quedó rendida bajo la tibieza del agua y las
pompas de jabón.
–Martín – susurró....
Haber encontrado en Martín la persona precisa en el
momento oportuno no iba ya a dejar su
mente. Como nunca sentía que hacía lo correcto. Su intuición de mujer le decía
que ésta era la oportunidad que esperaba. Y usaría para ello todos sus
recursos.
Quería
que Martín espantara su miedo, que borrara sus temores con el simple traspaso
de su experiencia y fuera él quien le abriera la puerta a ese antiguo nuevo
mundo con que soñaba.
Pero, hasta el momento sabía tan poco sobre él. ¿ Cómo había partido a Europa?, ¿
Tendría razón su madre al haber sugerido que él podía ser uno de esos que se
aprovecharon de las circunstancias y que vivían un exilio dorado,
aprovechándose ? ¿ o había tenido realmente problemas políticos y simplemente no gustaba de andar gritando sus cosas a
los cuatro vientos, siendo más recatado?
No
era que le importara, le daba lo mismo,
pero necesitaba saber si había hoy una
oportunidad para ella.
De pronto se sintió despertar. Se dio cuenta que tenía
los dedos arrugados por el tiempo que llevaba bajo el agua, se mojó el pelo hundiendo
hacia atrás su cabeza y se paró alcanzando una toalla para secarse. Enseguida
se puso una bata, dejó una toalla cubriendo la parte superior de su cabeza y
salió del baño decidida a encontrar papel y lápiz con que escribir.
Al otro día como a las diez telefoneó a Martín quien
aún regaloneaba con las sábanas.
–
Te pillé durmiendo, ¡ dormilón ¡ –le dijo.
–
Es que estoy recuperando fuerzas
–
¿Juntémonos a almorzar?.
Casi sin reparar Martín se puso en pie y respiró
profundo mientras abría de par en par sus brazos. Era otro día en su tierra y a
la natural ansiedad del redescubrimiento de su país se sumaba ahora la
inquietud misteriosa que Marilú provocaba en su espíritu.
No había nada entre ellos, ni tenía la intención de
que lo hubiera, pero ella le agradaba. Esa ternura y espontaneidad le atraían,
además de su belleza que le hacían el centro de atención de donde fuera.
Ella
conocía lugares nuevos y atractivos que él hasta hace pocos días ni siquiera
imaginaba
– Hoy iremos al parque Forestal, y mañana a Viña. Tal
vez al museo de Bellas Artes si hay algo interesante.
Por un momento se sintió turista en su propia tierra,
y su madre sonrió al escuchar esto al desayuno. Aunque quedó pensativa al
enterarse que saldría nuevamente con Marilú. –¿No quería esta niñita irse a
vivir al extranjero ?
–Volverás en la tarde a comer, preguntó
–No sé, mamá,
te aviso.
Cuando salió de su casa ya era medio día, cuatro horas
menos que en Saint Brevins, donde seguramente Chantal, su compañera, se
encontraba preparando el desayuno para luego ir a trabajar.
Como a las 8:30 ella bajaría
del departamento y caminaría los poco más de 100 metros que la separan de la
parada de autobús. Allí a las 8:37 en punto subiría al autobús y se dejaría
llevar hasta el lugar donde trabaja.
Admiraba ese orden
casi perfecto, esa exactitud sin excepciones, en un país donde los trenes
parten a las 11:07 o a las 23:41, sin fallas.
Nunca había
entendido realmente como podía eso funcionar. Una flota de buses modernos circulando
en un orden espectacular, conducidos por choferes bien pagados y cumpliendo sin
problemas con un horario estricto.
Como aún tenía
tiempo prefirió tomar una micro en vez de un taxi, buscando una experiencia
diferente, más cerca de su gente. Y tomó la 239B que pasaba por la plaza
Italia.
Los frenos de la
micro rechinaban y el chofer venía acelerado. Unos cuantos paraderos más y la
micro se llenó hasta la pisadera. Entonces sintió como si se encontrara en
medio de una lata de sardinas y quiso bajarse de prisa aprovechando la
primera parada.
–Permiso, permiso,
perdón, disculpe
–Pero, oiga, porque
no se fija
Logró descender y
arreglarse la ropa, desordenada debido a tantos roces y empujones.
Caminó contento,
observando cada cosa sin perderse nada. El día estaba hermoso y la cordillera
podía verse a pesar del smog. Continuó silbando, relajado, hasta que descubrió
que su billetera había desaparecido. Incrédulo, se buscó otra vez en el
bolsillo posterior y como no la encontró siguió con más nerviosismo buscando en
sus otros bolsillos, sin encontrarla.
–¡ Chuchas! – dijo
de pronto– me robaron la plata, las tarjetas de crédito y el
pasaporte.
La micro ya iba
lejos para seguirla. No se había dado ni cuenta, tenía que haber sido en medio
de todos esos empujones y roces al bajarse.
Hizo parar un taxi
y le pidió que lo llevara al lugar acordado con Marilú. No tenía intención que
esto le arruinara el día. La plata perdida no era mucha, y las tarjetas
quedarían bloqueadas en cuanto diera aviso. El único problema era su pasaporte
francés, aunque aún conservaba el chileno, con lo que podía moverse sin
problemas.
Por esas circunstancias felices de la vida, Marilú había sido
puntual, y estaba esperándolo.
– Súbete, me
robaron
– Cómo que te
robaron
– Algún mano larga
metió sus deditos en mi bolsillo. Y ahora me veo obligado a bloquear las
tarjetas, denunciar el robo y volver a mi casa a buscar más plata. Aprovechemos
el taxi.
Llegaron a la
comisaría y antes de bajarse Marilú
tuvo que pagar el taxi. Entraron y al hacerlo
el carabinero de guardia, apostado detrás de un gran mesón, les pidió esperar para ser atendidos. Un
poco más allá se veían otros carabineros conversando, pero ninguno se interesó
en preguntarles por el motivo de su visita.
El que estaba de
guardia escribía en un libro gordo sin levantar la cabeza mientras se escuchaba
una voz entrecortada en un pequeño, pero al parecer potente equipo de
comunicaciones. Martín pensó haber olvidado ese olor habitual de los cuarteles
policiales. A pesar de que él había
sido un frecuente visitante durante la dictadura, detenido innumerables veces
por infringir el toque de queda.
Un rato después el carabinero
de guardia levantó la vista y sin mirarlos siquiera preguntó:
–Qué se les ofrece?
–Venimos a denunciar un robo.
–Qué robo
–Me robaron la billetera
mientras viajaba en una micro.
–Cuándo, y dónde.
– Bueno, la micro iba por la
Gran Avenida, como a medio día.
–Su nombre
–Martín Fernández
–Carnet
–Precisamente me robaron el
pasaporte, yo vivo en el extranjero. Pero soy chileno – se apresuró a decir
–El de la dama entonces
Marilú sacó su
carnet y lo puso sobre el mesón para que el carabinero lo anotara. El
carabinero escribió la denuncia, les pidió que la firmaran y les dijo que en
todo caso ellos no podían hacer nada. Que sólo quedaba estampada la denuncia
del robo del pasaporte, lo más importante, por si acaso algún vivo quisiera
suplantarlo. Acto seguido el carabinero se puso a atender un llamado hecho por
radio e hizo como si el asunto estuviera terminado.
–Vamos –dijo
Marilú– aquí no hay más que hacer.
Vamos ahora a bloquear tus tarjetas de crédito.
Martín se sintió
aliviado de dejar la comisaría. Dieron media vuelta y cuando se disponían a
salir, de pronto aparece ante ellos el mismísimo Humberto Garrido, traficante
amigo de su amigo Pato Mancilla, esposado, en medio de dos enormes carabineros.
Cuando Humberto vio
a Martín abrió grandes sus ojos, pero fingió no conocerlo, y en su lugar no
halló mejor idea que ponerse a cantar:
”Díganle a la Piti que la
estoy queriendo, díganselo rápido”.
Pero hasta ahí
llegó, porque lo hicieron callar con un fuerte manotazo en el pecho.
En todo caso esto había sido
más que suficiente. El mensaje había sido recibido y bien comprendido por
Martín quien salió de prisa con Marilú tomándola del brazo.
–Pero, qué te pasa
¿viste un fantasma?
–Algo parecido
Humberto Garrido
había sido arrestado no hace mucho y
por casualidad cuando un policía, llamado por el deber, perseguía poner
término a una trifulca suscitada por tres hermanos que trataban de darle una
pateadura a uno de sus cuñados.
Al ser alertado por los
vecinos el policía había apurado el paso y en su recorrido tropezó
estúpidamente con Humberto, quien estúpidamente también se pasó una terrible película y cuando se
vio con el hombre de verde encima entró en pánico y desesperó.
El policía, que por
el costalazo veía como su intención de correr tras los hermanos agresores se desvanecía, se levantó sobándose la
cadera y se desquitó con Humberto, sospechando de inmediato de él y procediendo
a revisarlo.
Humberto portaba dos gramos de
coca para su consumo personal, suficiente para ser arrestado y puesto a
disposición de los tribunales.
El no iba a decir
nada, pero sabía que cuando sus amigos lo supieran se iban a preocupar,
temerosos de que abriera la boca. Así que el encuentro casual con Martín le venía como anillo al dedo.
Tenía que prevenirlos.
De París lo
enviaron en bus a Saint Brevins les Pins a vivir en la habitación de un hotel
especialmente acondicionado para recibir a demandantes de asilo político. Su
pieza, una más de las 80 que poseía el edificio, medía unos seis metros
cuadrados, tenía una cama, una pequeña mesa con una silla y un ropero metálico
donde metió sus cosas amontonadas. La única
ventana le permitía mirar hacia un estacionamiento repleto de automóviles.
Sus vecinos más
próximos eran un joven iraní que apenas balbuceaba el francés y una familia de
camboyanos que mantenía permanentemente el piso del edificio oliendo a un insoportable
olor a frituras y que sonreían amables bajo toda circunstancia, sin poder tampoco comunicarse.
El baño era un baño
en común, con varios excusados y duchas al final del corredor. La cocina, la
sala más grande, era un lugar provisto de quemadores, lavaplatos y grandes
mesones cubiertos con el mismo azulejo blanco de las paredes. Las escaleras
eran sucias, oscuras como boca de lobo, y en todos los pasillos del edificio
había de esas luces que sólo se mantienen encendidas unos cuantos minutos y
luego se apagan automáticamente.
En ese lugar y
recién llegado había enfermado hasta sentir, debido a la fiebre, que todo su
cuerpo no era más que un delgado esqueleto, tiritando, vuelto un guiñapo que
deliraba y transpiraba sin tener mucha conciencia de lo que en ese momento le
ocurría.
El doctor. Shu Lin,
camboyano a cargo de la salud de los residentes lo atendió lo mejor que pudo
con la ayuda de Veronique una enfermera francesa que hablaba español y que
decía tener un especial aprecio por los chilenos. Cosa bien comprensible como
pudo después comprobar al conocer a
Domingo, un chileno radicado en Francia desde hacía ya algunos años.
–Casi te vay pal
otro mundo –le dijo Domingo Cáceres– chileno de pura cepa, de Melipilla.
-Trabajo como jardinero y soy el compañero de la francesita que te está
cuidando. Es un poco mayor pero igual está bien rica, me quiere y me ha ayudado
un montón. –¿ Habla bien el español la gringa, no te parece?.
Domingo era un
muchacho como él, no pasaba de los 26 años, moreno, de pelo negro, corto,
tieso, ojos café, flaco y alto que parecía una espiga, y que hablaba un pésimo
francés a pesar de llevar años practicándolo.
Se había refugiado después de
haber sido sacado violentamente una madrugada, a punta de culatazos, de la casa
de su madre en una población de Melipilla.
Sin tener nada que
ver con nada, según fue su relato, de puro miedo arrancó siguiendo a su primo
militante de la juventud comunista que se asiló en la embajada de Francia en
Santiago, sin tener otra cosa que hacer porque su vida estaba en peligro.
Habían llegado
juntos, pero su primo después de vivir algunos meses en Francia decidió emigrar
a Bélgica donde lo esperaban algunos de sus correligionarios.
El por su parte había conocido a Veronique en pleno trance de
separación de su marido ingeniero, la que
luego de ahogar durante varias noches las penas en sus brazos, le pidió
que se quedara.
Domingo parecía
conocer bien todo el tejemaneje de la
supervivencia en el país. Desde las primeras semanas lo ayudó a postular y
obtener varios beneficios sociales disponibles en Francia para cualquier
residente que los solicitara.
Así, sin llevar siquiera un
mes Martín ya tenía una cuenta corriente y con los dólares aportados desde
Chile compró su primer auto en una gigantesca feria de autos usados. Un Citroen
AX, color beige, con una suspensión de las mil maravillas.
En ese entonces
dormía durante todas las mañanas. Por
las tardes bajaba a unos cursos de francés impartidos especialmente para
aquellos recién llegados, y en ellos conoció a una pareja de chilenos con dos
niños.
– Cuídate del chico Manuel –le
dijo Domingo un día– es un tipo extraño. Antiguo militante del Mir con muy
malas pulgas, se jacta de haber aparecido en la primera plana de Le Figaro como uno de los terroristas que el gobierno
francés acoge y protege, para disgusto de muchos.
Cualquiera se da cuenta de que
eso es algo malo, pero él se siente orgulloso. ¿ No te ha mostrado aún la
revista?
Para Martín el hecho de haberse encontrado con Humberto
en la comisaría y haber recibido tan claro como el agua ese mensaje era
angustiante. No quería por nada del mundo inmiscuirse. Ese era un mundo del que
prefería mantenerse a distancia. Aunque por otra parte no se trataba sino de
dar una mano a conocidos evidentemente en problemas, una simple llamada por
teléfono, una pequeña ayuda de buen samaritano.
Llamó por teléfono para bloquear sus tarjetas de
crédito y cambió algunos dólares después en el centro. En la calle Huérfanos,
en donde varias veces estuvo a punto de abalanzarse sobre un teléfono y alertar
a la Piti tal como Humberto le pidiera.
Pero,
no quería que Marilú sospechara. Temía que al enterarse pudiera imaginar cosas
que asustan a la gente decente.
Así
que prefirió olvidar el asunto y dedicarse a comentar acerca de los cambios de
la ciudad.
–Modernos dijo, modernos -refiriéndose a los
edificios- como en cualquier otra parte del mundo. El café Haití eso si está
igualito. Esto de los vendedores ambulantes perseguidos por los carabineros es
de lo más folclórico que he visto.
–Y allá, cómo es, preguntó Marilú, ¿muy diferente?
–Como en el barrio alto –dijo-. Ni más ni menos.
Tomaron varios café,
algunos sentados en un salón y otros en la barra de un local atendido
por esbeltas mujeres con sus cuerpos casi desnudos. Comieron un completo en el
Dominó de calle Agustinas, casi al llegar al paseo Ahumada y la oscuridad los
pilló caminando en medio del ajetreo de la gente volviendo a sus casas.
Martín estaba en verdad fascinado de estar ahí en ese
lugar, escuchando los gritos de los vendedores en su propia lengua, viendo esos
rostros morenos, hijos de su tierra. Era para él un momento incomparable y
entonces, dejándose llevar por la emoción, compró una rosa a un vendedor
callejero y se la regaló a Marilú haciendo un gesto de reverencia, del mismo
modo que un caballero andante saludaría a una princesa.
–¿Qué
hacemos ahora? Cher Monsieur
–Lo
que hagamos no importa, la noche aún es joven, no tienes problemas supongo
–Para
nada, respondió firmemente Marilú.
Se pusieron en marcha otra vez, mientras ese mundillo
nocturno de la ciudad comenzaba a tomar posesión de las calles del centro.
Marilú sintió miedo, pero sin decir nada se aferró con todas sus fuerzas al
brazo de Martín. No había sido nunca temeraria y conocía la inseguridad de las
calles del centro a esa hora.
–Tomemos mejor un taxi –dijo– que a esta hora por aquí
se pone peligroso.
Pero a Martín la Alameda le parecía una verdadera taza
de leche. Gozaba de poder caminar libremente por las calles sin tener que temer
alguna patrulla de los milicos que apareciera de las sombras. Sin tener que ir
ocultándose a cada rato en la entrada de los edificios por temor a ser
descubierto.
– Si, ya sé lo que estás pensando –dijo Marilú– como
si le hubiese leído el pensamiento –pero los fusiles de los militares se
cambiaron ahora por los trabucos de los delincuentes. Y éstos no te detienen,
te asaltan.
Finalmente, después de pasar a la fuente Alemana y
comerse un lomito largamente añorado, y que según él no se compara con ningún sándwich servido en el más especializado
restaurante de París, Martín y Marilú se sentaron en plena Plaza Italia bajo la
luz de los letreros luminosos, a conversar de amores y desamores, de sueños y
pesadillas, como dos grandes amigos invitados por el destino a una íntima
conversación.
Sin embargo, él sabía que su deber era cuidar lo que
decía, que ni por un momento podía relajar sus máscaras y caer en confidencias
que podrían después costarle caro. Por eso
en muchas cosas tuvo que mentirle, contarle hechos inventados,
preparados con antelación para mostrar una imagen fabricada y, de súbito, se
dio cuenta de que le estaba contando precisamente lo que ella quería escuchar;
de cómo había logrado instalarse con mucha garra y sin ayuda en ese país
extranjero. Le relató varias anécdotas inventadas y terminó diciéndole que el
objetivo de su viaje era sondear lo que realmente sucedía en su país. Sin
pensar en un regreso definitivo, porque donde él estaba estaba bien, sin
problemas económicos y feliz, viajando a un país diferente cada año, totalmente
integrado.
Marilú por su parte también tenía su ideal de mundo,
mezcla de realidad y fantasía esperando concretarse o desaparecer. Ya era toda
una mujer y se resistía, según fueron sus palabras, a caer en convencionalismos
esclavizantes e indignos para una mujer de este siglo. Ella quería un cambio
radical y pensaba que lo conseguiría alejándose de los suyos, de su madre y su
país.
–Imagino que el dolor del extrañamiento purifica, que
la distancia sana de los prejuicios que nos envenenan y que le proporciona
oxígeno a los sueños. Yo sería capaz de trabajar en cualquier cosa con tal de
forjarme un futuro en otro país. Limpiaría escusados, cuidaría niños, o
manejaría camiones si fuera necesario. Pero en este país siento el peso de la
noche y los ojos de todos queriendo inmiscuirse en mi vida. Además que no hay
oportunidades, ni mucho menos para una aprendiz de poeta.
Marilú apoyó su cabeza en el hombro de Martín y éste
se sintió un poco culpable. Culpable de incentivar esos locos sueños de mujer
bonita con mentiras de hombre enaltecido por sus propias palabras, porque se
dio cuenta de lo peligroso que podía resultar el crear falsas expectativas en
su nueva amiga.
– Sigamos caminando, le pidió, y una vez de pie, al
mirarla, pensó que su belleza era la de una verdadera diosa.
Durante sus primeros seis meses en Francia, hasta que
llegó su carta de residencia por diez años, y hasta que fue aceptado
definitivamente como refugiado, Martín no hizo otra cosa que dedicarse a
conocer la gente y la lengua del país
que lo acogía.
Pero cuando le llegó la hora de abandonar el hotel y
las regalías que en éste disfrutaba, no pudo hacerlo, tuvo que subsistir por un
tiempo con las ayudas del estado, víctima de
su imposibilidad de encontrar un empleo como la gente, es decir como los
franceses comunes y corrientes, quienes
si bien sonreían y repetían su ´ bonjour ´ en todas partes y a todas horas,
eran celosos de sus puestos de trabajo, escasos y hasta cierto punto,
reservados.
Limitado por el lenguaje, los puestos de vendedor u
oficinista le estaban vedados, y sólo pudo conseguir un empleo de medio tiempo
pintando muros de edificios, trabajo que debió abandonar muy pronto al no poder superar su fobia
natural a las alturas.
Únicamente después de 18 meses de haber llegado, con
ayuda de Domingo y Veronique, logró
abandonar el edificio del hotel para mudarse a un pequeño departamento de un
sólo ambiente en el 15 avo piso de una torre infestada de extranjeros y árabes
desadaptados, en la periferia de la
ciudad.
Este cambio y esta sensación de empezar una nueva
etapa lo hicieron sentir feliz y olvidar también ciertos síntomas de
frustración que comenzaba a sentir en su estrecha pieza del hotel.
Entonces fue cuando empezó a escribir a sus padres que
todo iba bien y mejorando. Claro que nunca relató los verdaderos hechos, que en
un principio fueron extremadamente complicados.
–Tenís que contarle puras cosas buenas, le aconsejaba
Domingo, y él les escribía maravillas, mentiras piadosas para no preocuparlos.
Seguro de que las cosas mejorarían.
La noche se armaba de a poco en Santiago, alumbrada
por una magnífica luna llena.
–Vamos a comer,
tengo hambre
–Está bien, pero
avisemos, dijo Marilú
Cuando llamó a su casa el recado que le dieron era para Martín, de su amigo Patricio
Mancilla. Necesitaba hablar con él de urgencia, y había dejado un número de
teléfono.
–No importa -dijo
Martín, después lo llamo, ignóralo, nada importante–, y se apresuró a hacer
parar un taxi.
El Pato era su
amigo, pero aún así se resistía a ser arrastrado a ese escenario de drogas e intrigas que nada tenía que ver con él, en
absoluto.
Sabía o suponía porque lo
llamaba, pero no estaba con ánimo para repetir experiencias de ese tipo. La
noche anterior había sido más que suficiente.
Cerró los ojos y no se dio por
enterado del mensaje.
–A Pedro Valdivia
con Providencia, le ordenó al taxista.
Mientras comían
pensó en decirle a Marilú lo que pasaba. Lo dudó, pero finalmente terminó
contándole con lujo de detalles lo que a ella le pareció insólito y peligroso.
No entendía como podía haberse mezclado con esa clase de gente. A no ser que
Martín fuera también un narcotraficante, porque de nuevo pensó en que no sabía casi nada de su
persona.
Quién podría
creerle tamaña historia sin pensar que estaba también comprometido. Pero como
había tomado unas cuantas copas de más se sintió valiente y
suficientemente intrigada.
–Por qué entonces
no llamas de una vez y te enteras de
lo que pasa, le dijo.
–Acaso estás loca,
podría meterme quizás en que lío
–Pero, si sólo se
trata de una llamada telefónica
–También es cierto
Desde un teléfono
público en pleno Providencia marcó el número dejado por su amigo y le respondió
una voz femenina que le pareció ser la de la Piti, pidiéndole que esperara un momento.
–¡alo¡ –escuchó
después la voz de su amigo al otro lado del auricular –Martín ¿eres tú?
Pero Martín cortó
la comunicación y se quedó mirando con la vista fija hacia el piso, mientras
Marilú que estaba detrás lo abrazaba
apoyando la cabeza en su espalda.
Algo lo detuvo, una
intuición que le avisaba de posibles conflictos. Algo que le decía que era
mejor no tener ningún contacto con cosas como esas, y que debía alejarse de
ello como se alejaría del sida o de cualquier otra enfermedad contagiosa. Daba
lo mismo que pareciera un acto sin importancia y sin peligro. Una llamada de
teléfono puede desencadenar toda una tragedia.
–Mejor posponer ese
llamado –dijo– sin despabilarse todavía– y luego se puso a caminar por Pedro de
Valdivia hacia la costanera, de la mano de Marilú quien no dijo palabra.
El río Mapocho
bajaba de la cordillera alborotado
arrastrando su caudal de aguas sucias, y Martín con Marilú se sentaron a
mirarlo iluminado por la luna llena.
Otra vez sintió esa emoción de
estar junto a lo suyo y abrazó a Marilú quien le puso la mano en su muslo.
Decidieron ir más a
la orilla y avanzaron para sentarse en el suelo desde donde ya no se divisaba
ni la calle ni los autos.
El paisaje era nocturno y
agreste, a pesar de estar en medio de la ciudad. Se quedaron en silencio.
Había rechazado a
tantos hombres que comieron como frágiles pollitos de su mano y ahora estaba
allí exponiéndose al peligro de la noche santiaguina al lado de quien
inevitablemente le atraía y agitaba sus hormonas.
Qué dirían sus conocidas si
supieran que estaba a punto de cometer una locura, de perder el juicio frente a
un hombre medio francés y medio chileno, de quien ni siquiera sabía mucho.
Morirían de envidia, de
seguro, pensó para sí misma.
Entonces volvió a
apoyar su cabeza en el hombro de Martín y sin siquiera pensarlo,
instintivamente como una hembra en celo, metió su mano dentro del pantalón del
hombre buscando su pene.
Martín se
estremeció y comenzó a besarla, respondiendo a su osadía. Hasta que Marilú
logró bajar el cierre y descendió para meter en su boca el delicado y erguido
hueso del amor.
Luego, sin que ninguno dijera
una palabra, ni tampoco tuviera tiempo para pensarla, Marilú se sentó sobre sus
piernas y se hizo penetrar, envueltos ya en el fuego imparable del deseo y la
pasión.
Se quedaron
abrazados, disfrutándose, saciados y gozosos. Unos minutos después se
incorporaron, arreglaron sus ropas y se tendieron de espaldas uno junto al
otro, sabiendo que no podrían quedarse así, en ese lugar, por mucho tiempo.
Marilú se había
dejado ir sin importarle lo que hacía. Había subido y bajado como una
desaforada buscando el placer en los brazos de un hombre casi desconocido, pero
no sufría arrepentimiento, sino más bien
agradecía esos momentos de sana locura, esa catarsis callejera en la que
se había transportado por un momento a
los siete cielos, sintiéndose más mujer que nunca.
No sabía lo que
Martín pensaba o pensaría. Mañana o esa noche tal vez se dirían adiós y no se
volverían a ver, y ella fracasaría en su propósito de arrimarse a él para
partir al extranjero, pero no le importaba.
En realidad en ese
momento tirada allí en silencio de espaldas mirando las estrellas, eran sólo
ella y el universo, el dulce placer, como si todo le hubiese resbalado por su
blanca piel llena de deseo. Lo demás ¿qué podía importarle?. Ella era una
hembra y lo disfrutaba, satisfecha, como Dios manda. Para eso estaba en el
mundo.
No mucho más tarde,
aún tendidos sobre la hierba, unas risillas los pusieron en alerta. Sobre todo
a Marilú que conocía muy bien el peligro al que estaban expuestos. Se miraron el uno al otro y se levantaron
por si acaso. Sacudieron su ropa y decidieron reincorporarse a la civilización.
–¿Escuchaste
ruidos?
–Si, y comienzo
también a ponerme nervioso
–Salgamos a la luz
–No tan rápido
–dijo una voz que venía desde unos matorrales– Ya lo pasaron bien, ahora nos
toca a nosotros. También tenemos derecho.
Amparados en la
oscuridad y de entre los matorrales comenzaron a aparecer una media docena de
niños y niñas.
Marilú se sonrojó
inmediatamente por el sólo hecho de
pensar que ellos habían podido ser espectadores silenciosos de todo su
desborde. No dijo una palabra y de nuevo se aferró al brazo de Martín para
sentirse protegida y con más ánimo.
–Qué quieren – los
increpó Martín
–Bueno, dijo uno de
ellos, después de habernos
hecho pasar tan buen rato en
primera fila del espectáculo, ahora queremos algunas cositas y los dejamos
tranquilos para que se vayan a la mierda si quieren, y juntitos.
El muchacho hablaba
en serio, y los demás le secundaban riendo. Pero, no podían ser peligrosos -pensó Martín- son sólo niños con
hambre. Sacó una monedas de sus bolsillos y se las entregó al más grande.
–Y que creí huevón,
que con esto vamos a conformarnos. Date vuelta que te vamos a revisar. La
Juanita tiene manos de princesa.
Una de las niñas
del grupo se le acercó decidida y cuando Martín hizo ademán de rechazarla dos
de ellos sacaron un cuchillo rápidamente.
–No te vayai
poniendo cabrón pus huevoncito, si ya te dije, ahora nos toca a nosotros.
A Martín no le
quedó otra que aceptar mientras escuchaba a Marilú sollozando en su hombro,
diciéndole que era mejor hacer todo lo que les pidieran.
Volaron los relojes, la plata
chilena que había cambiado esa tarde y su chaqueta de cuero negro comprada en
Holanda.
–¿ Y ahora ?
–¿Por qué, estay
apurado?, claro si ya te pegaste la cachita. Pero, no te preocupis, anda a
dejar tu mina.
Acto seguido
desaparecieron como habían venido, en silencio y entre los matorrales.
Marilú temblaba. De
miedo y de vergüenza. Martín la aferró contra su pecho y le dijo:
– ¡ ya ¡ – todo
está bien– te llevo a tu casa.
Después de sobreponerse a la emoción y recuperar un
poco la calma, cuando regresaban a Providencia para intentar tomar un taxi,
Martín iba pensando en que su viaje se estaba convirtiendo en una verdadera
aventura. Sentía a su lado el cuerpo
tembloroso y tibio de Marilú que no se le despegaba y, mientras caminaban,
recordó que en materia de mujeres siempre le ocurría algo insólito.
A Caroline la conoció en una de esas reuniones
obligatorias que citan las agencias de empleo si uno quiere continuar
recibiendo el subsidio de desempleo.
Ella
era casada con un dentista, rubia, crespa,
delgada, y tenía poco más de cuarenta. Martín la atrajo como atraía a
muchas al saber que era extranjero y que venía de un país tan exótico y
distante para los franceses como le
Chili.
Sin perder tiempo Caroline se le acercó y dirigió la
palabra. Estaban conversando cuando se les sumó de improviso y a pito de nada
Jacquelinne, otra francesa cuarentona, aburrida de permanecer en su casa criando
sus hijos y que fingía buscar trabajo para salir. Casada con un constructor.
Las dos se mostraron muy interesadas en Martín y éste
se sintió halagado al punto de llegar a coquetear con ellas abiertamente sin
importarle los demás.
Esa misma tarde, Jacquelinne y Caroline, que se
hicieron en poco más de un minuto grandes amigas, se ofrecieron a llevarlo.
–Queremos llevarte para que no tengas frío, ¿ qué te
parece?
El auto era un Renault y Martín subió en el asiento de
atrás.
Cuando
se pusieron en movimiento y no llevaban más de tres cuadras recorridas
Caroline, que conducía, le insinuó un cambio de rumbo e ir directamente a la
cama a fornicar.
Martín no supo que responder y para tratar de
sacárselas de encima dijo que si, siempre y cuando fueran las dos, seguro que
con esto las desalentaría.
Pero
Caroline miró a Jacqueline y ésta le dijo:
–Porque no. ¡Vamos!
Caroline lo debe haber visto palidecer por el
retrovisor, sentirse pequeñito y asombrado.
Tuvo
que arrancar, desaparecer a la primera oportunidad cuando pararon por
cigarrillos.
–Esperen aquí, compraré unos tragos y cigarrillos –
mintió.
Aún
así, Caroline, quien resultó ser la más persistente de las dos, averiguó su
dirección y un día la encontró esperando frente a su puerta con un regalo, una
camisa de lunares que él no aceptó, a pesar de su insistencia.
Ese invierno en Saint Brevín le Pins fue duro.
Persistentes oleadas polares entumecieron a la población. Martín ya llevaba
años subsistiendo en gran parte gracias a las ayudas sociales y a uno que a
otro “ pololito ” que lograba de vez en cuando.
Su francés era lo bastante sólido como para haber
logrado dominar esa “ r “ gutural que tanto le asombrara al principio. A veces
hasta era aplaudido por los mismos franceses que se asombraban de escuchar a un
extranjero hablar su idioma con la gracia que
él lo hacía. Como tenía un acento extranjero algunos al escucharlo le
preguntaron si era canadiense. Porque ya manejaba a sus anchas los tiempos de
los verbos y los pronombres personales, además de poseer un extenso
vocabulario, improvisando incluso
pequeñas sutilezas.
La vida no lo había tratado mal. Conocía casi al
dedillo la ciudad y el buen nivel de vida francés le agradaba.
Su
último trabajo por ese entonces fue en un restaurante autoservicio, como reponedor
de ensaladas. El trabajo consistía en decorar platos de ensaladas en los que el
diseño era hecho utilizando un huevo partido en seis pedazos iguales, más
cuatro lechugas en forma de cruz y una porción de mayonesa en el centro. El diseño en cuestión debía semejar al
modelo de una fotografía.
Lo pusieron al lado de una madame para que aprendiera
y lo ayudara. Pero en definitiva, mientras Martín hacía un plato, que por
defectuoso y cochino daban ganas de botar a la basura, madame hacía diez, y con
la prolijidad de una profesional.
No hubo caso y el jefe del restaurante le dio las
gracias por los servicios prestados, le pagó las horas trabajadas y le dijo que
simplemente no tenía dedos para el piano.
Su deporte entonces era jugar a los bolos, pasatiempo
que practicaba todos los días martes por las tardes con otros chilenos en un
boliche especializado y abierto hasta altas horas de la madrugada.
Allí,
en medio del ruido de la música
extremadamente alta y de las bolas que rodaban sobre un suelo de madera, se juntaban los chilenos a comentar sus
vivencias de seres expatriados, ávidos de su tierra.
Algunos lloraban a Chile y el pisco y maldecían a los
franceses que los desesperaban con sus costumbres tan diferentes. Otros, más
resignados, disfrutaban del bienestar que nunca o muy difícilmente tendrían
alguna vez en su tierra, y cuando comenzaban estos pelambres, ellos callaban.
El
había sido primero de los unos, después
de los otros.
De pronto sonrió perdido en su recuerdo. Marilú
pareció despertar y le dijo:
–Que bueno que a pesar de todo, conserves el buen
humor. –¡ Increíble !
–Al mal tiempo buena cara, fue su respuesta
Su experiencia política en Francia había sido corta y
accidentada.
El
chico Manuel era quien organizaba las reuniones políticas en la Maison des Artisans, a la que concurrían latinoamericanos y franceses para enterarse de la vida
en Chile bajo la dictadura.
Casi todo el mundo conocía el país exclusivamente
gracias a Pinochet, que junto con el Ayahtola Homeini, encabezaba una célebre
lista en la que se mostraba a los dictadores más odiosos y repudiados del
mundo. Sus fotos aparecían todos los santos días en la televisión, antes de los
noticiarios.
En esas reuniones se vendían empanadas mientras se
denunciaban las persistentes atrocidades cometidas por la dictadura contra un
pueblo privado de voz y libertad.
El
chico Manuel era buen orador y lograba conmover el corazón de los franceses
para que estos contribuyeran con dinero a la resistencia chilena.
–Chers amis –decía Manuel– tenemos noticias que los
militares siguen haciendo de las suyas sin contrapeso, negándose a respetar los
más elementales derechos humanos. La prensa opositora es continuamente
silenciada y los empresarios son dueños y señores del país llenándose los bolsillos a manos llenas. Para que hablar
de los jueces que desoyen los recursos de amparo, convirtiéndose con esto en
uno de los mejores aliados de la dictadura.
Martín cometió entonces el error de preguntar en voz
alta por la fuente de esas informaciones. Quería saber cómo se conocía tanto de
lo que pasaba en el otro extremo del mundo, porque citaban casos de personas y hechos con lujo de detalles.
Hubo un silencio completo en la sala mientras los ojos
de todos se clavaban en su persona.
–Tenemos compañeros que nos mantienen al día – dijo
enérgicamente Manuel– fuentes de primera calidad. No hay porque preocuparse,
dijo cambiando de tema, para no continuar ahondando en el asunto. No sin antes
casi fulminarlo con la mirada.
Martín no quedó nunca conforme. Lo mismo le había
sucedido la vez que un alto prelado de la iglesia católica visitó Saint Brevins
les Pins para levantar fondos.
No
entendió bien los argumentos que se daban. El estaba de acuerdo con ayudar a la
oposición de su país, pero encontró que las cosas no eran claras.
En esa oportunidad simplemente lo hicieron callar y
durante la recepción posterior el mismo cura se encargó de llamarle la
atención.
–Cómo se le ocurre preguntar esas cosas pues hombre.
Domingo
le había advertido de cuidarse del chico Manuel y esa noche, después de la
reunión, supo porque.
– Que te pasa a vos huevoncito –le gritó Manuel–
cuando ya quedaban sólo algunas personas. ¿Me queriai aguar el asunto?. No sé
como crestas llegaste hasta aquí, porque yo tengo claro que vos soy un
conchatumadre democratacristiano, y te vamos a tener vigilado por si acaso.
Otro paso en falso y te cagamos.
Martín se quedó mudo, sin poder creer lo que
escuchaba, mirando hacia un lado y al otro, avergonzado.
Nunca supo que se hacía con la plata. El día en que
intentó convencer a los demás que era necesario averiguar cual era su destino,
sólo encontró evasivas entre sus compatriotas.
–Es cierto, dijeron, pero para que nos vamos a meter
en las patas de los caballos.
De allí que rehuyó siempre los actos y reuniones
políticas.
En
todo caso no era nada nuevo. Por algo todo el mundo había perdido la fe en la
política, porque se consideraba a los políticos unos sinvergüenzas, más
interesados en buscar el provecho propio que el de la gente.
¿Qué
podía esperar entonces de un extremista ?
Mitad
para Chile y mitad para sus bolsillos, eso pensó que hacían siempre.
Su verdadero vía crucis sin embargo no había empezado
sino después del día en que supo de la muerte de su padre, en Santiago.
Aquejado del corazón una tarde como otra su madre lo encontró muerto sentado en
el baño, víctima de un ataque.
Entonces descubrió que era prisionero en una cárcel de
oro. Porque sin atreverse a regresar, por temor a que en Chile se supiera de su
estatus de refugiado político, tuvo que sufrir la pena de estar ausente en la
despedida de su progenitor y además tener que inventar disculpas para
justificarse ante su madre.
–Lo siento mamá, no puedo ir como quisiera y Dios lo
manda, pero estoy con ustedes en espíritu.
Tenía de todo, comodidades, auto, departamento, viajes
de verano, pero no podía, no tenía cara para regresar a Chile. Suponía que
allá, al pisar tierra, seguramente lo detendrían.
No
durmió por varios días y llegó a odiar el haberse expatriado. Porque hubiera
dado cualquier cosa por abrazar a su madre en ese momento. Pero, la propia tela
de mentiras que había tejido, no se lo permitía.
Fue entonces que pasó a ser uno de los otros, de
aquellos que lloraban a Chile y se revolcaban de nostalgia y recuerdos en esa
otra tierra, lejana, distinta, extranjera.
En su casa lo esperaban cinco recados del Pato, todos urgentes, y supo que
desconocidos habían venido preguntando por él durante la tarde.
Entonces finalmente decidió llamarlo antes de ir a
acostarse. El Pato le dijo que no se
moviera de donde estaba, que él llegaba en no más de quince minutos.
–Tanta alharaca por tan poca cosa –pensó Martín.
El Pato llegó fumando e inquieto como siempre. Apenas
entró se sentó en el sofá y se volvió a parar inmediatamente como si fuera un
mono porfiado.
–Estás en un terrible lío amigo mío –le dijo. -El
Humberto fue tomado preso esta mañana y poco después de medio día lo
interrogaron por dos papelillos de coca que llevaba. Pero ese no es el
problema, ya arreglamos su salida. La cosa es que Humberto les dijo a mis
amigos que se había encontrado contigo antes de que lo capturaran, y tú te habías quedado con un kilo de polvo
que falta. Por eso te buscan.
–Pero, eso es absolutamente absurdo -dijo Martín-
qué
tengo que ver yo con eso. Te juro que...
–Nada, yo se los dije, pero falta un paquete y los
tipos
lo quieren de vuelta. ¿ Dónde está tu amiguita ?
–La dejé en su casa
–Malo, corre peligro, saben que anda contigo.
Tendremos que hacer algo. Llámala
Martín tomó el teléfono y marcó el número sin que
nadie contestara. Una terrible premonición hizo que se le atragantara la saliva
en su garganta y miró a su amigo en busca de una solución.
–Tenemos que ir a ver. Es lo único que podemos hacer.
Tomaron el auto y partieron. Martín alegaba que
aquello era completamente absurdo, que desde que llegara a Chile le habían
ocurrido cosas increíbles.
–Creerás –le dijo– que me han robado dos veces hoy
día.
–Porque no -contestó el Pato- si la situación
económica está pésima y tú pareces un perfecto turista. Carne para tiburones.
La casa de Marilú tenía todas las luces apagadas y la
reja de calle estaba cerrada con llave. Tocaron el timbre, pero éste no sonó.
Intrigado
e inquieto Martín decidió saltar la reja y entrar a la casa a como diera lugar.
Una
vez dentro del patio, sin importarle lo que pasara, comenzó a golpear la puerta
esperando que alguien encendiera algunas luces y le abriera. Pero fue en vano.
– Tenemos que hacer algo, ir a los carabineros
– Estás loco, dijo el Pato, sería lo último que yo
haría. Vamos, yo sé donde pueden tenerla.
–Y el Humberto, ¿ dónde está ?
–Lo tienen ellos, hasta que la cosa se aclare.
Mientras atravesaban la ciudad Martín iba pensando en
que si algo le sucedía a Marilú no podría perdonárselo. Entonces le dieron
ganas de llevársela con él a Europa, de ayudarla a escapar no solamente de ese
lío donde la había metido, sino que definitivamente del país. Acogerla en su
departamento y conseguirle papeles de estudiante para que después obtuviera la
residencia. Enseñarle francés y ayudarla a instalarse como era su sueño.
Un rato después llegaron a la misma casa ubicada en la
Villa el Dorado donde la Piti los esperaba. Pero, no había allí rastros de
Marilú y la Piti tampoco sabía nada.
El
Pato se mostró preocupado e hizo unas llamadas.
–No te inquietes -le dijo- la encontraremos.
En ese tanto la Piti había puesto dos líneas de coca
sobre la mesa. Una la aspiró el Pato y enseguida le ofrecieron la otra.
–No gracias, prefiero estar sobrio.
El sol se anunciaba y todavía no tenían noticias de su
amiga. La Piti dormía sobre el sillón un sueño inquieto, a saltos,
despertándose y tratando de acomodarse
lidiando con los cojines.
De
pronto sonó el teléfono y el Pato saltó sobre el aparato para contestar.
–Vamos rápido –dijo- después de colgar, tenemos que
irnos.
Trasnochado y muy
irritable, Martín ni siquiera se despidió, salió detrás del Pato y se
subió al auto casi en movimiento.
Atravesaron de nuevo
la ciudad, esta vez del
nororiente al surponiente, hasta llegar desde la Villa el Dorado a la Villa
Olímpica, detrás del estadio nacional.
Allí,
en uno de los edificios de cuatro pisos
comunicados por largos y oscuros pasillos interiores, el Pato golpeó la puerta
en un departamento del segundo piso.
Alguien
miró por el pequeño ojo de buey y luego abrió tres cerrojos y la puerta.
Martín dio un paso atrás al constatar que el sujeto
era la copia fiel del chico Manuel. Sus mismos ojos saltones, las manos morenas
y llenas de bellos, el pelo corto y parado. El parecido era increíble, pero no
era él, se llamaba Mauricio y era otro traficante empantanado en la misma
mierda que los demás.
–Dónde están -preguntó el Pato
–Se fueron hace poco. Porque el Humberto desapareció
de repente, se hizo humo y con eso se delató él mismo. Le siguen la pista.
–¿ Y la mujer ?
–Se la llevaron con ellos. Aunque ahora saben que el tal Martín Fernández es
inocente. Pero es que es harto buena la mina y don Sebastián, parece que se calentó con ella. Vos sabis como son
estos huevones con plata.
Al escuchar esto Martín apretó los puños y sintió que
la maldita impotencia le recorría todo el cuerpo.
Y
ahora ¿ qué haría?, ¿ Cómo devolvería a
Marilú a su antigua vida sana y salva ?
Las piernas le flaquearon y tuvo que sentarse en un
viejo sillón a recobrar sus fuerzas mientras escuchó al Pato decirle al
hombrecillo:
–Este señor que ves aquí es el mismísimo Martín
Fernández, un amigo de siempre.
–Encantado de conocer a alguien con tan mala cueva,
dijo Mauricio, irónicamente. Me contaron que usted vive en Europa.
Martín bajó su mirada, sin responder ni darle
importancia a sus palabras. No quería seguir mezclándose, ni menos aún con
quien le recordaba a uno de los hombres más desagradables y violentos que había
conocido en todos sus años de existencia.
La llegada de la democracia en Chile provocó un gran
estremecimiento en la comunidad chilena residente, obligando a muchos tener que tomar lo que a esa altura
resultaba una difícil decisión. Algunos prepararon sus maletas de inmediato,
dispuestos a partir lo antes posible y volver a esa tierra suya idealizada y
lejana. Pero otros, entre ellos la mayoría de aquellos que lamentaron durante
años su imposibilidad de regresar, prefirieron optar por obtener la
nacionalidad francesa y quedarse en el país.
Por ese tiempo Martín conoció a Chantal, una muchacha
del sur de Francia que trabajaba como mesera en un restaurante de
especialidades bretonas. La atracción fue mutua e inmediata. Ese mismo día la
esperó a la salida del trabajo y se fueron a su departamento donde hicieron el
amor hasta agotarse.
Al otro día fue igual, y al siguiente y subsiguiente,
hasta que se acomodaron tan bien el uno al otro que Chantal le propuso vivir en
pareja y sin compromiso.
–Yo pagaré la mitad de los gastos. Conozco un
departamento genial a pocas cuadras del centro, le dijo un día después de que
hicieran el amor y Martín aceptó.
En un principio Chantal estuvo a punto de lograr
borrar de su mente el deseo del retorno. Un nuevo círculo de amigos compuesto
únicamente por franceses se abrió para él. Recién había adquirido la
nacionalidad francesa y, por primera vez desde su llegada, sintió que se estaba
adaptando.
Además,
no había pasado mucho tiempo después de la caída de la dictadura cuando esos
compatriotas que partieron ilusionados a rehacer su vida en su patria volvieron
decepcionados a reinstalarse en Francia para siempre.
Pocas o ninguna posibilidad de trabajo, un nivel de vida muy inferior al que disfrutaban
hasta entonces en su tierra de exilio lograron rápidamente desvanecer por
completo su idealizado retorno.
–Imagínate, le comentó un día un retornado, si en Chile te enfermas y no
tienes un cheque para dejar en garantía, te mueres, no te atienden. Las
familias tienen que estar dispuestas a arruinarse con tal de pagar los estudios
de sus hijos, porque la buena educación también es pagada, y cara. Una
verdadera mierda, y pensar que yo hace algún tiempo me hubiese cortado las
venas por regresar.
Martín consiguió por entonces un empleo como conserje
nocturno de un hotel y continuó en el país sin decidirse a regresar, mientras
los años no dejaban su loca carrera hacia adelante.
Al salir del oscuro y mal arreglado departamento ya se
veía más gente en la calle. Martín,
cansado, sin respuestas, se sentía además de sucio, molesto. Cientos de
pensamientos le asaltaban. De aventura, su viaje se estaba convirtiendo en
pesadilla.
–Y ahora qué hacemos, preguntó
–Esperar a que se comuniquen conmigo. Tienen que
hacerlo, tenemos negocios en conjunto
Ambos volvieron a subir al automóvil, sin hablar. El
Pato lo dejó en su casa con la promesa de volver por él a lo más dentro de dos
horas.
Martín se duchó y cambió de ropa, y mientras se afeitaba
mirándose al espejo vio su rostro demacrado acusando la falta de sueño y la
preocupación. No pensó nunca tener que volver a vivir emociones como esas, pero
ya era demasiado tarde para echar pie
atrás, debía hacer frente a los acontecimientos.
Jamás se había considerado a sí mismo un valiente,
pero no era hora de sentir temor. El ex mirista le había puesto una vez una
pistola en la sien, el día en que se enteró de que había intentado poner a los
demás chilenos en su contra. Lo había amenazado con matar y hacerlo desaparecer
para siempre. Pero él, cansado de esas bravatas, había sido entonces capaz de
dominar el miedo y mantener su dignidad desafiándolo a que lo ejecutara de
inmediato, que le reventara los sesos si eso buscaba y se atrevía.
–Yo sigo teniendo mis dudas acerca de lo que hacen
ustedes con la plata, le dijo.
Y el chico Manuel no le hizo nada, ni un rasguño, sólo
miradas despreciativas que no matan.
Así
mismo debían ser estos traficantes de mala vida y mala muerte, pensó.
Sin
embargo, temía lo que estuviera viviendo entre ellos Marilú, y al echarse
colonia en la cara se palmoteó las mejillas con sus dos manos frente al espejo,
tratando de darse ánimo y recobrar sus fuerzas.
–Tienes que encontrarla, se dijo
Más tarde su madre le sirvió desayuno y le preguntó
por Marilú
–Ella está bien, nos veremos esta tarde.
Se han hecho grandes amigos –continuó su madre– pero
creí que la niña tenía un carácter de los mil demonios, según dicen.
–A mi me cae bien, eso es todo. Lo que digan los demás
no me importa
–¡ Ah¡ veo que te ha picado fuerte la cosa.
–Mamá, por favor, no se pase ninguna película.
Como a la una
pasó por él el Pato, también afeitado y viéndose un poco más repuesto. Esta vez
se dirigieron a un restaurante de avenida Matta, El Pollo caballo, donde si
tenían suerte encontrarían a alguien para obtener información.
Cuando llegaron el restaurante estaba repleto. La
gente esperaba su turno para que le asignaran una mesa. Los garzones se veían
acelerados corriendo con sus bandejas
llenas de platos y vasos entre una mesa y otra. El murmullo general era como el
zumbido de una colmena de abejas y en un rincón del gran salón, en una mesa
pegada a una de las ventanas, se encontraba Javier Olympo, antiguo amigo de
ambos, conversando animadamente con una morena de sonrisa impecable y muslos
estupendos que lo más bien podía ser su hija.
Sin importarles si era ese un buen momento se
acercaron directamente a saludarlo.
Javier Olympo había sido siempre un tipo ostentoso,
que aunque no tenía mucha plata le gustaba pasar por un gran señor. Hablaba y
vestía elegante y se hacía acompañar siempre por mujeres bonitas. Jugaba
también extraordinariamente al fútbol, afición que compartían los fines de
semana en la cancha, donde Javier intentaba siempre oficiar como el capitán del
equipo.
Al verlo acercarse Javier miró primero a su compañera
de mesa y enseguida se levantó a saludarlos.
–Pero, hombre -le dijo- esto si que es una sorpresa.
Yo te hacía en Europa ganando plata.
Por
única respuesta Martín sonrió y le estrechó la mano, antes de recibir un
abrazo.
–No queremos molestarte -dijo Martín- aludiendo a su
compañera.
–No molestan
–respondió– con ella no tengo secretos.
–¿ Has sabido algo de Sebastián ? -preguntó el Pato
–Supe que andaba de cacería detrás de un ladrón y
desertor. Hace un rato recibí una llamada suya al celular.
–¿ Y dónde está?
–Van en auto hacia el sur, bien acompañado parece.
––Volverán esta misma noche. Seguramente irán a mi casa.
Martín se dio cuenta de la estrecha relación que
existía entre ambos. Estaban metidos en el mismo negocio.
Pero,
¿qué bicho les habrá picado? –se preguntó. Ninguno de los dos era de mala
familia. Javier incluso tenía estudios de ingeniería, no se habría imaginado
nunca de él algo por el estilo. No llevaba más de una semana en Chile y ya el
país le deparaba tamañas sorpresas.
–¿ Qué será entonces de mis otros conocidos ? -pensó
de repente- y tuvo ganas de buscarlos e indagar en sus vidas, para averiguar
sobre su suerte. ¿ Sentaron algunos cabeza y lograron formar una familia, tener
hijos y un empleo estable?
–Se sirven algo –interrumpió Javier
–No, mejor nos vamos, pero nos veremos pronto, dijo
Martín, y se paró para salir del restaurante. –Ha sido un gusto.
El
Pato, sorprendido por la salida de su amigo,
se levantó también y lo siguió sin decir una palabra.
–Si esta noche no la encontramos voy directo a los
carabinero y a los tiras, dijo Martín, al salir del restaurante, tan rápido
como si alguien lo persiguiera. –Estás metido en la misma mafia con Javier,
continuó, acelerado, –¿No podían haber encontrado un trabajo más digno?.
–Seguro que si, respondió el Pato, pero no tan
lucrativo. Qué te pasa, de repente pareces un santo. Puchas que te han cambiado
los franceses
Cambiado los franceses –repitió Martín para sí mismo, en silencio– mientras caminaba sin
rumbo fijo por la avenida Matta hacia el oriente. –Yo preocupado de proteger mi
secreto por temor a que algunos lo tomen a mal y me condenen como antipatriota o cualquier otra estupidez, con un cierto sentimiento de culpabilidad
encima y éstos metidos hasta la médula en la droga.
¡
Qué ironía ! se dijo. Si yo, haya hecho lo que haya hecho, al lado de estos soy
una guagua inocente.
–Lo único que quiero es encontrar luego a Marilú, le
dijo en un tono serio y nada de amigable
El Pato subió los hombros, sin comprender y siguió
caminando a su lado, aunque tuvo también sus ganas de mandarlo a la cresta. Qué
se creía él, que no había estado ahí
sufriendo la falta de oportunidades de un país tercermundista en dictadura.
Quién era él para juzgarlo. No le
gustaban los moralistas.
En Chile hacía tiempo que la moral no tenía ninguna
importancia, imperaba sólo el reino de las leyes, la legalidad. Y a ésta se le
encuentran siempre resquicios para violarla. Así los chilenos somos todos unos
violadores, pensó. Por eso este negocio de la droga es perfectamente aceptable, ya que en el fondo lo que manda es la
plata – se dijo.
Chantal no había querido tener hijos negándose a traer
al mundo niños que, según ella, vendrían sólo a sufrir.
Uno
trabajaba de noche y el otro de día, cosa que por un momento pareció amenazar
la relación. Tenían menos tiempo para hacer el amor y esa falta de desahogo de
la pasión estaba logrando distanciarlos.
Por eso, con el tiempo debió arreglárselas para dejar
su empleo de conserje nocturno del hotel y poder inscribirse de nuevo en los
programas del seguro de desempleo.
Chantal recibió con beneplácito esta decisión de
Martín y estuvo completamente de acuerdo en tener que correr con la mayoría de
los gastos de la pareja.
–No hay problema –le dijo– de ahora en adelante
dormiremos juntos todas las noches. No habrá necesidad de nadie más.
–¿ Es que hay alguien más ?– preguntó Martín
–¡ Ah ! mon cher, no te pongas difícil, nada
importante, olvidémoslo.
Y Martín no se puso difícil. Aunque ya no podía ser lo
mismo, su honor de macho había sido triturado.
En un principio pensó en mandarla a la mierda, en
pegarle y enseñarle que con él no se jugaba. Pero, de inmediato comprendió que
eso sería completamente ilógico, ridículo, porque cosas como esas suceden a
cada minuto entre un pueblo como el francés. Y además, ¿ acaso no decía ella
quererlo a su lado todas las noches ?
No habían sido más que aventuras ocasionales, con las
que ella pretendió suplir la ausencia que él mismo dejaba abandonando su lecho
por las noches.
Así
que se quedó. Jugó a ser un hombre moderno, liberal y progresista. Hizo como si nada hubiese pasado y continuó
haciéndole el amor noche tras noche, sin exigir reparación, pero sin poder
olvidar ni quitarse el mal gusto.
Chantal
lo abrazó. Ella adoraba que él la hubiese comprendido. –“Cosas así suceden
siempre y no tienen mucha importancia.”
Marilú no paraba de llorar tirada sobre la cama de una
habitación lujosa, donde la mantenían encerrada. Había pasado una noche terrible, asustada, temerosa de lo que
pudiera sucederle.
Le dijeron que no tenía de que temer, que tomara esa
estadía como una visita, que sólo estaba allí hasta que su amigo Martín
apareciera con un encargo que le habían hecho.
Gritó,
pateó e intentó escapar, pero todo fue inútil. Un matón incluso quiso
levantarle la mano y si no lo hizo fue porque Sebastián se lo impidió.
–Tranquila, querida, -compréndanos. –Su amigo Martín
tiene algo que nos pertenece.
–Pídanselo a él, había respondido.
Luego la encerraron en esa pieza, donde no había
parado de llorar. ¿ Cómo era posible que la engañara de ese modo?, ¿Quién era
Martín realmente?
Tenía
miedo que la violaran y mataran. ¿ Por qué la comprometió de esa manera ?
Sebastián la mandó a buscar e intentó seducirla, sin
lograrlo. Se portó como todo un caballero, pero ella lo único que hizo durante
todo ese rato fue exigirle su libertad.
–Usted no tiene derecho a mantenerme como un rehén.
Esto es un secuestro –le dijo.
Finalmente Sebastián terminó por perder la paciencia y
ordenó que la volvieran a encerrar.
Cuando viera de nuevo a Martín lo arañaría, lo
escupiría y golpearía sin detenerse. Únicamente rogaba poder verlo para
vengarse.
–Debí estar loca al pensar en viajar juntos.
Desgraciado.
Chileno, tradicionalista, macho y orgulloso desde ese
día sobrellevó con dificultad los persistentes fantasmas que lo agobiaron. Muy
pronto, toda aquella adaptación que había creído adquirir en Francia,
desapareció. Volvió a añorar su tierra y a mirar todo con otros ojos.
–En Chile yo haría esto –decía– porque en Chile la
gente es diferente, menos fría y calculadora. En Chile yo....
Fue
tanto lo que habló de su Chile que la misma Chantal le sugirió hacer un viaje a
su tierra.
–Y vuelves renovado, le había dicho. Pero él no estaba
listo, no se sentía preparado.
Sin embargo, el persistente desempleo y ocio obligado
agudizó su rechazo a todo lo que fuera francés. Imaginaba que en Chile sería de
otro modo. Amaba ese pueblo que lo había acogido y aceptado entre los suyos,
incluso manteniéndolo. Pero ya no aguantaba más esa vida marginal, de segundo
orden, en medio de gente que vive de prisa y que no usa desodorante. Se sentía
prisionero en su departamento, liberando sus tensiones yendo a comprar y
consumiendo, su actividad más habitual.
Uno de esos martes por la tarde, en el salón de bolos,
se encontró con Domingo, y se enteró de que había abandonado a Veronique.
–Me cansó la gringa, le dijo, capaz que ahora me vaya
a chilito a buscar una chilena.
–Y a saludar a los boys scout y a los bomberos que te
perseguían, acotó Martín, riéndose
–No, si no es broma –continuó Domingo– hace tanto
tiempo que no voy que me hace falta el sur de mi país y me estoy olvidando de mi barrio. Tengo ganas de comerme un
sándwich de potito a la salida del estadio
y andar en esas micros llenas de vendedores ambulantes. Me hace falta
respirar el aire de campo y hasta de cantar la canción nacional.
Esa noche Martín
soñó que bailaba cueca y comía
empanadas bajo un sauce llorón, a la
orilla de un estero, pero también que
las sombras misteriosas de unos ojos espías escudriñaban sus movimientos. Vio
la cordillera de los Andes en su sueño, nevada y majestuosa; sintió el abrazo
de su madre cobijándolo.
El
era uno entre tantos caminando por las calles de Santiago, parándose en los
quioscos a leer las portadas de los diarios. Luego, sin saber como, tenía entre sus manos el grano amarillo de
la arena de las playa de su Chile, y enseguida estaba huyendo de los
uniformados como si fueran una peste.
Al otro día despertó ansioso, se despidió con un beso
de Chantal que se iba al trabajo, tomó desayuno, se vistió y salió a recorrer
las calles del centro de Saint Brevíns les Pins.
Ese mismo día, llevado por un impulso, cuando recorría
la calle grande frente a la estación de trenes, entró a una agencia de viajes y
compró su pasaje para hacer que Chile estuviera decididamente más cerca.
Javier vivía bien, su casa en un barrio residencial de
la comuna de Ñuñoa era bonita.
Blanca,
con tejas chilenas, poseía unos ventanales que miraban hacía un gran jardín
iluminado por focos que apuntaban hacia las plantas, y en donde vigilaban dos
pastores alemanes al parecer de muy mal carácter.
Fueron bien recibidos. Al salón de la casa se entraba
por dos enormes puertas de roble y luego de bajar una pequeña grada. Allí
estaban Javier con su joven amiga, la
misma del restaurante. Les ofrecieron un trago y se sentaron a conversar.
–Y cómo has encontrado Chile, quiso saber Javier.
–Agitado, respondió Martín, un país lleno de peligros.
–Te tengo una sorpresa –continuó el dueño de casa–
mientras se levantaba para ir a tomar algo sobre una pequeña mesa. Y puso en
las manos de Martín su pasaporte francés.
–Pero, ¡ cómo!, si me lo robaron
–Para que veas como es de chico el mundo. Tenemos
contactos: políticos, rateros, curas, periodistas, prostitutas, todas personas
de bien. Llegó a mis manos esta tarde,
cuando me puse a averiguar sobre ti
Esto último provocó inquietud en Martín y sintió como
le transpiraban las manos. Tomó un buen sorbo de whisky y siguió escuchando.
–Estás limpio –continuó Javier– solamente hay una
ficha tuya como refugiado político en el servicio secreto, pero ese no es un
problema, si muchos de los retornados están ahora en el gobierno. No existe
ninguna orden de detención en tu contra
y por supuesto no estás en la oficina
de informes comerciales, el nuevo purgatorio de los chilenos, dijo riendo. Así
que alguien quiere conocerte, alguien importante.
–Por los viejos tiempos, levantó su vaso el Pato.
–Por los viejos tiempos, le siguió Javier.
Martín estaba ahí para encontrar a Marilú. Contaba que su amigo Pato lo
ayudaría. No era el momento de decir algo equivocado.
– Por los viejos tiempos, dijo también.
Una hora más tarde la casa se llenó de hombres con
armas y Sebastián hacía su entrada al salón de la mano de Conchita, una
española brava, antigua agente del servicio secreto y que ahora era su amante.
Martín se puso tenso e inquieto, pues pensaba verlo
con Marilú.
–Aquí está quien quería presentarte, dijo Javier,
indicando con la mano a su jefe –Sebastián Arredondo, algo así como nuestro
padrino y protector.
–Así que usted es el famoso Martín Fernández que se
había arrancado con uno de mis paquetes, dijo Sebastián en tono de broma. No se
preocupe. Ya se aclaró. Sabemos que es
inocente.
–Y Marilú ¿dónde está? inquirió Martín, seco,
agresivo, cansado de tantas palabras.
–Su amiga está bien, no se preocupe. Se la
devolveremos de inmediato. Está afuera esperando en el auto, custodiada por
algunos de mis hombres.
Martín se puso de pie y pretendió salir del lugar,
pero dos enormes gorilas se lo impidieron.
–Calma, primero quiero hacerle una proposición.
Escuche, puede convenirle. El Pato y Javier me han hablado de usted, de su
coraje, de cómo se las arregló para salir del país en plena dictadura, y en
como se las ingenió para radicarse en el extranjero valiéndose de una artimaña,
por medio de un engaño. Yo admiro eso, continuó Sebastián. Para mi usted es lo
que yo llamaría un hombre de recursos. Le tengo un gran negocio. Se trata de
ingresar al mercado francés una hierba chilombiana increíble y de competirle al
hachich marrocano. Para eso necesitamos un contacto valeroso. Es mucha plata.
Qué dice.
–Que usted está completamente loco, respondió Martín.
Sebastián volvió a sonreír y se acomodó en el sofá
mientras la Conchita le servía un vaso de Whisky.
–Me decepciona. No fue esto lo que me hablaron de
usted.
Javier y el Pato escuchaban en silencio, sin
interrumpir. Martín quiso pararse nuevamente e intentar salir, pero otra vez se
vio imposibilitado de hacerlo.
–Pero, qué quiere usted de mi –le preguntó.–
¡
Quiero ver a Marilú !
– Ella está bien, se lo aseguro. Estamos bien
informados –continuó– usted vive actualmente de la beneficencia francesa y
jamás ha tenido un empleo como la gente. Conocemos a otros que como usted no
saben si quedarse o regresar. Aquí en Chile no hay pegas decentes, eso es un
hecho, a no ser que quiera vivir al tres y al cuatro, y allá en Francia, ya
sabe, su destino es vegetar y vegetar. Nosotros le ofrecemos hacerse cargo de
un negocio que lo convertirá en un rey.
–Parece que usted no me ha entendido, interrumpió
Martín.
–No se me ponga así. Tengo contactos –sabe– podría
hacer que lo encerraran para siempre en una cárcel criolla, y no volvería a
verle la nariz a la ciudad –le dijo cambiando un poco de tono– a su amiga se la comerían mis hombres, todos
mis hombres.
–¡Tranquilos! Tuvo que interrumpir Javier, llamándolos
a la calma.
Martín volvió a sentarse y miró a su amigo Pato,
implorando por ayuda.
–Sebastián –dijo entonces el Pato– sacando la voz– a
lo mejor sería bueno que lo piense, démosle un tiempo prudente
–¿ Ustedes se encargarán de convencerlo?
Martín se paró por tercera vez y los hombres le
dejaron el paso. Poco a poco fue apurándose hasta atravesar el jardín.
–¡ Marilú ¡ gritó, y más allá se encontró de frente
con el Mercedes donde la vio apenas a través de los vidrios.
Ella
abrió la puerta y salió corriendo para arrojarse a sus brazos
–Martín, Martín, mi querido Martín, sácame de aquí.
La tomó con fuerza del brazo y armado de valor pasó a
través de los dos guardias que la custodiaban, abrió una pequeña puerta de
fierro y salieron a la calle para alejarse lo más rápido posible.
Cuando se sintieron lejos y tomaron un respiro,
jadeando y transpirados, Martín le dijo:
–Mañana mismo vuelvo a Francia, ¿ Vienes conmigo?
Y
Marilú le respondió, como si se hubiera destapado:
–No quiero
verte nunca más. – ¡ Aléjate, Aléjate !–
gritaba a todo dar, rechazándolo y apartándose, caminando hacia atrás
sin dar la espalda, tres o cuatro pasos, hasta por fin correr y desaparecer.
Martín se derrumbó ahí mismo, quedó tirado de espaldas
sobre el pavimento, con los brazos abiertos mirando fijamente las nubes del
cielo, pronunciando una sola palabra:
–¡ Merde! ¡ Merde! ¡Merde!