La Isla Encantada

Por Dennis Quezada

     Desde hacía algunos meses, llegado desde la lejana Prusia, el profesor Jacobo Münzenmeyer, impartía clases de matemáticas en la escuela de Frutillar. Requerido por los colonos para hacerse cargo de la educación de sus hijos, había aceptado gustoso la invitación de atravesar el océano y radicarse junto a ellos, aquí, a orillas del gran lago, en el sur del mundo. Era un hombre alto, delgado, muy rubio y tenía un grueso y largo bigote. Usaba un monóculo y sombrero de copa. Era muy solitario, estudioso y reservado. Se construyó una pequeña casa a orillas del lago. Nunca se había casado y no tenía hijos.
Una tarde, al terminar su clase, el profesor Münzenmeyer hizo un importante anuncio a los alumnos de su escuela; se organizaría un paseo a la playa para todos los niños. Cuando Hans contó esta extraordinaria noticia en casa, los más contentos fueron sus gatos, que soñaban con perseguir gaviotas, atrapar algas o saborear anchoas.
—¿¡De verdad nos vas a llevar amo Hans!?—Preguntó la gata Daimine entusiasmada —, hace tanto tiempo que no veo el mar —agregó suspirando.
—¡Nos encantaría acompañarte amo Hans!—declaró el gato Meliki sonriente.
El día del viaje, los padres de todos los niños despidieron con pañuelos al viento a las carrozas a caballos que, atravesando campos y praderas entre suaves lomas, condujeron hasta la costa al profesor y a sus veinte alumnos. Hans había llevado a sus dos gatitos, que causaron sensación entre sus amigos, quienes los acariciaban y jugaban con ellos. Waikimill Lanza de Oro, el amigo nativo de Hans, iba sentado junto a ellos y había traído consigo bastones para jugar palín.
Tan pronto como las carrozas se detuvieron, los niños se abalanzaron deprisa hasta la playa. El oleaje y la fuerte brisa del mar impresionaron mucho a Daimine. Por su parte, Meliki no tardó en dedicarse impetuosamente a perseguir gaviotas sobre la arena. Los niños rieron y jugaron bulliciosamente en la playa hasta el atardecer.
Tras la cena, se organizaron para dormir; el profesor se ubicaría en una cabaña pequeña y los alumnos en otra contigua y mucho más amplia. Los gatos dormirían afuera, a los pies de la segunda.
Un rayo de luna se filtró cuando Meliki y Daimine se aprestaban a dormir. Ya todos dormían y solo se podía oír el rugir de las olas a los lejos. De pronto...Clac!
—¡Ay! —protestó Meliki.
Miró por todas partes y nada. Sin embargo, una nuez acababa de golpearlo en la cabeza.
Clac, Clac, Clac!
Tres nuevas nueces, una tras otra, rebotaron sobre su cabeza. Meliki se estremeció ¡Alguien estaba atacándolo!
—¿Qué sucede? ¿Quién está disparándome?—se preguntó el gato con las orejas en alto, sin atreverse a mover. Lentamente, levantó la cabeza y comprendió; sobre una de las ramas, una ardilla lo observaba con una importante munición de nueces. La ardilla se moría de la risa, parecía disfrutar mucho lanzarle nueces en plena cabeza.
Clac!
Esta vez, la nuez dio justo en la nariz del gato.
-¡Ay!—gritó Meliki dolorido.
La ardilla lanzó inmediatamente una nueva nuez que dio directamente en la oreja. Las risitas no se hicieron esperar
—¡Basta, estoy harto! —refunfuñó el gato encolerizado.
Meliki pasó al ataque. Subió por el árbol hasta llegar a la rama donde estaba la ardilla. Cuanto más avanzaba, más se inclinaba la rama. La rama crujió y la ardilla se puso a salvo, saltando a las ramas más altas, donde el gato no podía llegar. Meliki quiso dar media vuelta, pero ya era demasiado tarde; la rama se quebró y cayó sobre sus cuatro patas justo al lado de Daimine. Levantó la mirada hacia la copa del árbol y vio como la ardilla se burlaba de él.
—¡Me las vas a pagar!—lo amenazó.
—Déjalo ya, es sólo una ardilla traviesa—dijo Daimine bostezando perezosamente y rasguñando el suelo con sus garritas— Mejor duérmete, es tarde, tengo sueño...
En ese instante, divisaron al profesor Münzenmeyer que se alejaba hacia el borde costero, alumbrado por la luz de una antorcha que llevaba consigo. Sin perder tiempo, los gatos lo siguieron, invadidos por una irresistible curiosidad. Lo vieron acercarse al estuario, en donde desenfundó un pequeño bote a remo, que estaba oculto con pieles de lobo marino. Lo vieron verificar las botellas, las cuerdas, los tapones de corcho y un puñal que el mismo profesor había depositado allí con anterioridad. A continuación, a la luz de la antorcha, el profesor desenrolló y estudió un extraño manuscrito, el que luego volvió a enrollar y finalmente depositó junto a las demás pertenencias. Cubriéndolo con las pieles, volvió a ocultar el bote.
—¿Para qué serán todos estos minuciosos y extraños preparativos?—Se preguntó Meliki.
El profesor pasó junto a los gatos, quienes, ocultos tras la maleza, lo vieron regresar a la cabaña, apagar la antorcha y cerrar la puerta tras de sí; todo en el más completo silencio. Los gatos se miraron y sin mediar palabra alguna, como adivinándose el pensamiento, se dirigieron rápidamente hacia la playa y se colaron por entre las pieles hasta interior del bote. La vista de los gatos es muchas veces más aguda que la de los hombres, por eso, no tuvieron problemas en examinar lo que allí había. Las botellas contenían un extraño y espeso licor de color blanco, en cuyas etiquetas se leía: ‘Rompón’. No había nada que hiciera sospechar algo anormal, salvo aquél roñoso y polvoriento manuscrito. Meliki apoyó sus patas en un extremo y Daimine lo desenrolló con las suyas. Era un antiguo y deteriorado mapa que señalaba la existencia de un tesoro en una gran isla. Con línea punteada, había un recorrido trazado desde la bahía hacia el interior de la isla y que finalizaba en un montículo de piedra, similar a una cúpula, a un costado de una laguna. El mapa terminaba en su parte inferior con la siguiente inscripción:

“...Seguid las huellas del Camahueto hasta la laguna arcoiris, hombres, haced oídos sordos a la Pincoya, Robad el corazón del deforme guardián y descended al túmulo. Allí, en el escondite secreto de los brujos embriagados, hallaréis los fabulosos tesoros de 'EL Dorado'...”

     Firmaba el documento un tal Sir Francis Drake, con fecha de octubre de 1578, ¡casi tres siglos atrás! Volvieron a enrollarlo, Meliki lo mordió con sus dientes y salieron del bote. Se lo llevaron a su amo, que dormía plácidamente en la cabaña de los niños.
—¡Amo, amo Hans! ¡despierta, mira lo que hemos encontrado!—dijo el gato acercándole el mapa.
—¡Sí, en un bote anclado en la costa!—agregó Daimine—, está cargado con sogas, antorchas y botellas de licor. También hay un puñal y tapones de corcho. Todo es tan extraño, amo, ¡queríamos que lo supieras!
Hans se acercó a la ventana y a la luz de la luna desenrolló el manuscrito. Examinó el dibujo con detenimiento y leyó atentamente la inscripción. Una frase llamó poderosamente su atención:
—¡...los fabulosos tesoros de El Dorado!—exclamó en voz baja, entusiasmado con la idea de un tesoro oculto—. ¡Con que ese es el secreto del profesor Münzenmeyer! El paseo a la playa ha sido sólo la excusa para venir hasta aquí y preparar una solitaria expedición con el fin de encontrar un tesoro—concluyó el niño.
Hans despertó a su amigo Lanza de Oro. Le enseñó el mapa, señalándole el montículo de piedra y la inscripción al pie del manuscrito. Lanza de Oro lo leyó y reflexionó algunos instantes. Luego les contó que una vez había oído hablar de una misteriosa ciudad llamada El Dorado, capital de un imperio de antiguos y sabios guerreros, llamados los Hijos del Sol. Las calles de esta ciudad eran de plata y oro macizos y una gran cruz de oro coronaba las torres de una colosal iglesia, cuyas campanas, según contaba la leyenda, de llegar a tocarse, se oirían en el mundo entero. Ese imperio había sido saqueado por piratas y corsarios hacía muchos siglos. ¿Era posible entonces, que el mapa señalase la ubicación exacta de uno de los botines robados de esta esplendorosa ciudad? y esas extrañas frases al final del manuscrito, ¿serían acaso la clave para descubrir un tesoro celosamente guardado por unos brujos en un escondite secreto?
—Entonces, ¿Sir Francis Drake no es más que un pirata?—preguntó Daimine.
—No lo sé, pero al menos, eso parece—respondió Lanza de Oro.
—¿Qué será el Camahueto? ¿y la Pincoya?—preguntó Meliki.
—Eso no lo sabemos. Tendremos que averiguarlo—replicó Lanza de Oro.
—Meliki, Daimine, llévennos al lugar donde han encontrado este manuscrito—les solicitó Hans.
Acompañados de una antorcha, los niños siguieron a los gatos hasta la costa. Se introdujeron bajo las pieles que cubrían el bote y examinaron en su interior, los utensilios que había preparado el profesor.

     De pronto, el resplandor de una nueva antorcha, que se dirigía hacía ellos, los sorprendió. ¡Era el profesor Münzenmeyer que los había descubierto! Lanza de Oro bajó del bote y soltó rápidamente la soga que lo ataba a la orilla, para luego empujarlo con fuerza y saltar a bordo junto a sus amigos. Hans le dio uno de los remos y ambos comenzaron a remar mar adentro, a tiempo para escapar del profesor que se quedó ordenándoles que regresaran desde la playa.
El vaivén comenzó a hacer estragos en Daimine y Meliki, quienes pidieron regresar a tierra firme porque sentían mareos. Se habían alejado bastante de la costa, la mar estaba calma y el cielo muy estrellado. Se hacía tarde y decidieron que era mejor dejarse de travesuras y regresar. En eso, allí, en medio de la noche, y entre la espesa niebla que de pronto se formó, un gran buque velero, hermosamente iluminado, se les apareció. Desde lejos, podía oírse música y un gran bullicio, como si en cubierta hubiese una animada fiesta.
—¡El Caleuche! —exclamó Lanza de Oro horrorizado—¡El barco fantasma!
La Gente de la Tierra, su pueblo, tenía muchos mitos y leyendas. Una de ellas hablaba de un buque velero que recorría las costas y en la que habitaban fantasmas y espíritus. Lanza de Oro logró asustarlos a todos. ¿Podría tratarse realmente de aquél mítico barco?
El iluminado velero se acercó velozmente, levantando grandes olas que voltearon el bote. Todos cayeron al mar, pero surgieron del fondo, dos caballos marinos blancos que los transportaron a todos por los aires, para dejarlos dulcemente a bordo del buque. Se tocaron las ropas y pudieron constatar que, curiosamente, se encontraban todas nuevamente secas. A bordo, la tripulación del buque fantasma estaba compuesta por extraños marinos que cojeaban, porque tenían una sola pierna; pero todos estaban alegres y bebían mucho, como celebrando una gran ocasión. Fueron llevados hasta la torre de control. El buque estaba bajo las órdenes del Millalobo, un ser mitad hombre y mitad lobo marino. Su cuerpo estaba cubierto de un corto y brillante pelaje color amarillo oscuro. El Millalobo portaba un gran tridente verde en su mano derecha.
—¡Bienvenidos al Caleuche!—dijo cortésmente este extraño ser—, soy el Millalobo, el capitán de este magnífico buque. Poseo la facultad de controlar las mareas y todo cuanto anda bajo el océano.
Al comienzo, sintieron miedo, pero luego, la cordialidad de esta extraña criatura marina les hizo sentir que no había nada que temer.
—Mi nombre es Meliki—dijo cortésmente el gato—ella es Daimine. Este es mi amo Hans y él nuestro amigo Lanza de Oro. Estamos perdidos y necesitamos volver a la costa.
El Millalobo sonrió y los invitó a pasar al puente.
—Todo a su debido momento, amiguito. Ahora, por favor acérquense, hay algo que deseo mostrarles—invitó cortésmente el Millalobo, a la vez que giraba el timón con gran rapidez hacia altamar. El buque se ladeó a estribor, y los jóvenes huéspedes debieron aferrarse vigorosamente a los pasamanos para no resbalar. Posteriormente, dando un gran salto, el Caleuche se sumergió hasta lo más profundo del mar. En esta rápida excursión a través de las profundidades, distinguieron muchos peces, galeones perdidos que yacían en el fondo marino, mantas, tortugas, crustáceos y cientos de algas y corales. Una ciudad en ruinas apareció, habían vastos templos destruidos, columnas caídas, una extraña arquitectura, restos de acueductos, un coliseo, murallas derribadas y anchas calles desiertas. Con el brazo el Millalobo hizo un gesto que abarcaba toda la ciudad.
—La Ciudad de los Césares —afirmó con tono solemne— Son afortunados al poder divisarla. Durante siglos los conquistadores la han buscado sin éxito.
El Millalobo les contó que la misión de su barco, era la de recorrer los mares del mundo para vigilar a los seres marinos y castigar a aquellos que intentan destruir su ecosistema. Durante su recorrido, ayudaban a otras naves en apuros, subiendo a bordo a los náufragos. Muchos de ellos eran convertidos en peces y habitaban la ciudad en el fondo del mar, otros eran convertidos en parte de la tripulación, pero nadie regresaba jamás.
—Este fantástico busque les servirá de eterna mansión. Serán mis huéspedes de honor—aseguró el Millalobo con gran alegría.
Luego de oír decir esto al capitán, un inquietante sentimiento invadió a los niños. Ellos encontraban muy hermoso el fondo del mar, pero sintieron tristeza al comprender que deberían quedarse a bordo para siempre o bien ser trasformados en peces. Ellos amaban la vida en el bosque, junto al lago y sus familias.
—Encontramos muy bonito su buque y agradecemos su hospitalidad, capitán—dijo Hans—, pero no deseamos permanecer aquí para siempre, y estamos dispuestos a pagar en oro nuestro regreso.
El Millalobo rió de buena gana. Luego, recuperando la compostura, afirmó:
—Nadie ha escapado jamás del Caleuche. Además, ¿qué oro podrían darme unos pobres niños como ustedes?
Hans le tendió entonces el mapa del tesoro. El Millalobo cogió el manuscrito, le dio algunas vueltas, y lo miró detenidamente. Frunció el ceño y luego pareció reconocer el dibujo.
—La isla grande—dijo—, es una isla encantada donde crecen exóticas plantas y viven extrañas criaturas. Es una isla dominada por malévolos brujos —aseguró.
Daimine se adelantó, lo miró hacia arriba e inquirió:
—¿Sabe entonces lo que significa ‘seguid las huellas del camahueto’, capitán? ¿y conoce el escondite de los brujos?
La respuesta del Millalobo no se hizo esperar.
El Camahueto —señaló con vehemencia—es una de las criaturas más misteriosas de mi reino marino. Es un elefante gigantesco con un largo y puntiagudo cuerno en la frente. Es un animal de extraordinaria fuerza y gran belleza. Está dotado, además, de fuertes garras y agudísimos dientes. Nace sólo cada cien años en la laguna Arcoiris, la misma que está dibujada aquí en el mapa, en el centro de la isla. En ella vive hasta que, crecido, emigra intempestivamente al mar, destruyendo todo cuanto encuentra a su paso y abriendo un profundo surco sobre el cual arrastra troncos, piedras y tierra, formando un sendero que va hasta la playa. Es a este sendero al que se refiere el mapa con eso de “seguid las huellas del Camahueto”.
Los brujos —continuó el Millalobo—, viven en una bóveda de piedra, llamada túmulo, que queda cerca de la laguna arcoiris. Ese es el escondite secreto donde supuestamente está el tesoro—concluyó devolviéndoles el mapa.
—¡Hagamos un trato, capitán!—Nosotros le traemos los tesoros de El Dorado a cambio de nuestra libertad—propuso Meliki con la mirada fija en su interlocutor. El Millalobo reflexionó durante algunos instantes, sopesó las ventajas y desventajas de una empresa como aquélla, y luego respondió:
—Está bien, pero sólo con una última condición: No deben revelar jamás los secretos del fondo del mar, ni mucho menos la ubicación de la Ciudad de los Césares que les he enseñado y que han visto en el fondo del mar.
Los niños estuvieron de acuerdo con las condiciones del trato y estrecharon la mano del monstruo marino. El Millalobo giró entonces el timón a babor y la nave emprendió rumbo hacia la isla grande, la isla del tesoro.
Anclaron al alba, precisamente donde indicaba el mapa, en la bahía de la costa occidental. Una nube de pájaros levantó vuelo, y durante unos instantes, llenaron el cielo con sus graznidos. Cargaron sus mochilas con las botellas de licor, los tapones de corcho y el puñal.
En tierra firme, la vida salvaje impresionó a los jóvenes aventureros. El sol resplandecía en el cielo y las gaviotas pescaban y chillaban entre el rugido de las olas al romper. El Millalobo ordenó salir desde el fondo del mar a una extraña criatura, para que los acompañara a buscar la ruta hasta la laguna. Era un simpático monstruo, llamado Cuchivilo, cuya mitad anterior del cuerpo tiene la forma de un cerdo y la posterior de serpiente. Este animal es un experto rastreador de lagunas, pues recorre constantemente los pantanos en busca de peces.
El excelente olfato del Cuchivilo le permitió dar rápidamente con el sendero del Camahueto; un camino largo y gris, que se alejaba serpenteando hasta perderse de vista y que los llevaría directamente hasta la laguna arcoiris.
—¡Que tengan suerte!—les deseo el capitán, mientras se adentraban en la isla.
El Cuchivilo los guiaba bajo los árboles y por entre las quebradas. A cada paso, descubrían misteriosos insectos y extrañas plantas; vieron una gran e insólita serpiente, con una roja cresta de gallo en la cabeza. La serpiente les sacó su bífida lengua, a la vez que les lanzaba una mirada brillante y penetrante.
—¡Corran y no miren al Basilisco!—advirtió el Cuchivilo—. Es una culebra venenosa que nace del gallo cuando cumple siete años. ¡Vamos, suban a mis espaldas, iremos más rápido de este modo!
A izquierda y a derecha, las ramas de los matorrales se sacudían tras el paso del cerdo. Dejaron atrás al Basilisco, que se arrastró velozmente y desapareció en medio de la selva.
Más allá, y de una de las escarpada y pedregosas laderas de una colina, oyeron caer unas piedras que rebotaron contra los árboles. Instintivamente, todos se volvieron hacia aquel sitio, y vieron una extraña silueta que se ocultaba tras el tronco de un roble. Era un ser parecido a un hombre enano, su altura no pasaba de un metro, era feo, horrible, de pelo sucio e hirsuto como largas enredaderas que caían de su cabeza. La criatura se deslizaba de un tronco a tronco y portaba una pequeña hacha de piedra.
—¡Es el Trauco! La leyenda de mi pueblo dice que si él los ve, quedarán todos paralíticos para siempre—observó oportunamente Lanza de Oro haciendo sonar de inmediato su kultrún—. El Trauco siente en sí mismo los golpes que se descargan sobre un kultrún—agregó.
El Trauco era una criatura oscura y abominable que habitaba los bosques de la isla. Es un enano jorobado capaz de producir enfermedades en los gatos, niños y aun en los adultos. Se alimentaba de los frutos de la selva y pasaba encaramado en los árboles, al acecho de las muchachas que se arriesgasen a transitar por el paraje. Los continuos golpes del kultrún de Lanza de Oro parecieron tener efecto sobre él, porque se llevó las manos al estómago, se retorció de dolor, retrocedió algunos pasos y luego huyó emitiendo espantosos alaridos.

     Se detuvieron ante una bifurcación del sendero, donde el Cuchivilo debió agudizar su olfato para determinar cual sendero debían continuar. El resto, aprovechó la pausa para descansar junto a un arroyo colindante. Fue entonces cuando el zumbido de un panal de abejas atrajo profundamente la atención de Daimine, que adoraba la dulce miel del bosque y que no perdía oportunidad alguna de saborear tan delicioso manjar. Subió intrépidamente al árbol en que se encontraba el panal, y de un zarpazo, logró tirarlo al suelo. Esto, sin embargo, desató el encolerizado ataque de una nube de abejas. Todos huyeron despavoridos y tras una larga persecución, no les quedó más remedio que lanzarse al arroyo para ponerse a salvo. Cuando las abejas se hubieron retirado, Lanza de Oro volvió al árbol con cautela, reunió algunas hojas secas, les prendió fuego y comenzó a ahuyentarlas con el humo. Al rato, cesaron los zumbidos, y la colmena, ya desierta, entregó varios kilos de una miel perfumada para goce y deleite de Daimine y los demás. El Cuchivilo determinó finalmente la senda correcta y continuaron hasta la laguna Arcoiris.

     Ya en la laguna, el fatigado Cuchivilo se tendió junto a la orilla para tomar una siesta. Los exploradores escucharon un aletear entre los juncos, y decenas de patos silvestre levantaron el vuelo con ruidosos graznidos. Algunos instantes después, toda la laguna exhaló un espeso vapor y fue cubierta por una suave niebla. Las aguas se arremolinaron y una hermosa sirena, mitad mujer, mitad pez, surgió de las aguas. Tenía una larga cabellera, hermosos ojos turquesa y una escultural figura. Los niños y Meliki cayeron inmediatamente en un trance, hipnotizados por su hermosa voz. Tenían la mirada perdida, fija en la sirena que danzaba sensualmente en medio de la laguna y los invitaba a adentrarse ciegamente en sus profundas aguas, donde de seguro morirían ahogados. Por algún extraño motivo, el armonioso canto no surtía efecto alguno en Daimine. Ella era la única que podía escapar a la trampa. Sin comprender porque los niños y Meliki parecían tan enamorados de la sirena, y viendo que ya comenzaban a adentrarse peligrosamente en la laguna, Daimine pensó en una de las frases del mapa, aquella que decía: ‘...hombres, haced oídos sordos a la Pincoya...’
—¡Eso era!— dijo Daimine— ¡El canto sólo atrae a los hombres! ¡Para eso son los tapones de corcho! Astutamente, puso primeramente los tapones a Meliki, para que, impedido de oír el canto de la ninfa, despertase de aquél extraño embrujo; y luego, pasándole otro juego de tapones, ambos se lanzaron a las aguas y saltaron a los hombros de los niños, a quienes el agua llegaba ya a la altura del cuello. Les pusieron rápidamente los tapones de corcho. Hans y Lanza de Oro despertaron confundidos, preguntándose que hacían en la laguna a punto de ahogarse.
Fracasado su intento de apoderarse de las almas de los expedicionarios, la Pincoya los observaba furibunda desde el centro de la laguna. Comenzó a sumergirse nuevamente en sus profundidades.
—¿¡Buscamos el escondite secreto de los brujos!?—la interrogó Daimine. Pero la Pincoya no le respondió. Sin embargo, antes de perderse bajo las aguas, agitó sus brazos en su extraña danza, y les indicó que debían seguir hacía el oriente.
Continuaron marchando y posteriormente divisaron una pequeña colina, tal como figuraba dibujada en el mapa. Al acercarse, se dieron cuenta que se trataba en realidad un montículo, construido con cientos de piedras, unas sobre otras; Era el túmulo, ¡hogar de los malvados brujos! La única entrada a esta singular construcción, era una pequeña gruta o cueva que permitía el acceso al interior, y en cuya puerta había un ser humano deforme, grotesco, que llevaba la cara vuelta hacia la espalda, las orejas, la boca, la nariz, los brazos y los dedos torcidos. Andaba sobre una sola pierna, la izquierda, por tener la derecha pegada a la nuca. Era el invunche, el guardián del túmulo, hogar de los brujos.
—¡Déjanos pasar, guardián!—ordenó Lanza de Oro.
El Invunche se limitó a negar violentamente con la cabeza. Este hombre bestia no sabía hablar, sino que lanzaba rugidos como un chivato viejo.
Lanza de Oro desenfundó entonces el puñal que traía consigo y se puso en guardia. El mapa era claro, decía ‘...Robad el corazón del deforme guardián...’. Para él no había otra solución que enfrentarlo.
—¡No, espera!—dijo Daimine brincando por entre sus piernas e interponiéndose entre ambos.
La gata se acercó lentamente al atrofiado ser, y para sorpresa de todos, comenzó a ronronear y a frotarse dulcemente contra la pierna del guardián. El semblante del Invunche cambió radicalmente; dejó de gruñir, acarició a Daimine y luego la tomó en sus torcidos brazos. Había en el gesto con el cual el monstruo abrazaba a la gata, una profunda ternura. Aquel ser feo y deforme jamás había visto una criaturita tan adorable. Los niños se miraron sin comprender. Lo que ellos ignoraban era que el Invunche, en realidad, era un niño que había sido raptado por los brujos al momento de nacer y al que convirtieron luego en monstruo, deformándolo desde los primeros meses; le habían dislocado una pierna para que no pudiera escapar, practicándole luego varios torcimientos. Le habían condenado a ser el portero del túmulo y a no permitir a nadie la entrada. Sin embargo, y a pesar de esta vida tan injusta y cruel, el Invunche, en el fondo, seguía siendo sólo un niño, y como tal, su corazón se estremecía al ver una gatita tan simpática y dulce. Sólo ella, Daimine, logró reconocer en la mirada del monstruo, la bondad que se ocultaba tras esa horrenda apariencia, y que los malos tratos de los brujos habían transformado en brutalidad. El mensaje del mapa apareció ahora muy claro para todos, en realidad ‘...robad el corazón del deforme guardián...’ no quería decir arrancarle ni extraerle el corazón como se pensó primeramente, sino que significaba más bien conmover, emocionar, ganar su corazón.
Lanza de Oro enfundó el puñal. Daimine le explicó al Invunche los motivos del viaje y la necesidad de ingresar al escondite y a la bóveda del túmulo. El Monstruo comprendió, y sin decir nada, tomó una antorcha que colgaba junto a la entrada y les hizo una seña para que lo siguieran.
Para acceder a la bóveda subterránea del túmulo, descendieron, uno tras otro, los escalones de un estrecho, oscuro y sinuoso túnel de piedra, a cuyos costados, bajo el resplandor de la llama, se podían apreciar extrañas inscripciones y dibujos de animales y cazadores. Bajo tierra, al final del túnel, se encontraba una puerta de roble que el Invunche abrió con una de las llaves del manojo que portaba. Ante ellos se abrió una espaciosa galería, que recibía luz de lo alto por una obertura practicada sobre la roca. En su interior, se hallaban cofres y baúles atiborrados de collares, brazaletes, pendientes, colgantes y piedras preciosas. Había perlas y diamantes, de todos los colores imaginables. El azul de los zafiros, el fulgor del rubí, el verde de las esmeraldas, el sol de los topacios y sobre todo, ¡el resplandor centelleante de miles de monedas, copas, lámparas y coronas del más puro oro!
Al fondo, alrededor de una gran mesa de alerce, los brujos conciliaban, reían y bebían con gran entusiasmo. Meliki se acercó por detrás de los baúles para contemplar de cerca los tesoros y, casualmente, pasó a llevar una cáliz que se volteó y rodó por el suelo, atrayendo la atención de los brujos. El jolgorio cesó y uno de ellos, se acercó para investigar. Descubrió a los intrusos detrás de unos cofres.
—¡Tenemos visitas!—exclamó el brujo conduciéndolos hasta sus compañeros.
Los brujos observaron a los recién llegados con hostilidad y recelo. Se decía de ellos que eran tacaños y perversos.
—¡Convirtámoslos a todos en cerdos!—propuso uno.
—¡Sí. Eso, buena idea!—concordó otro alzando su copa.
Desafiante, el Invunche se interpuso entre los brujos y los niños.
—¿Así es que estás de su lado, eh?—inquirió irónicamente el jefe de los brujos—. Muy bien, traidor, entonces, compartirás su misma suerte. Te convertiremos a ti también en cerdo, pero en un cerdo deforme—agregó volteando hacia sus compañeros brujos, quienes explotaron de risa.
Los brujos se pusieron todos de pie, se prepararon para realizar el conjuro que los convertiría a todos en cerdos, ante la atónita mirada de los cautivos. Sólo Hans reaccionó, recordó lo que decía el mapa en una de sus líneas: ‘...en la bóveda de los brujos embriagados...’ y entonces, comprendió el verdadero motivo por el cual el profesor llevaba las botellas. Se adelantó a sus compañeros e interrumpiendo a los brujos, dijo:
—¡Momento! Antes de que nos conviertan en cerdos, queremos hacerles entrega de un obsequio que hemos traído desde muy lejos, especialmente para ustedes—anunció sacando del saco las botellas de Rompón y depositándolas, una a una, sobre la mesa.
Desconcertados, los brujos, que eran bebedores empedernidos, no pudieron resistir la tentación de probar este singular brebaje. Ellos ignoraban que el Rompón, era un licor mágico, de origen desconocido, que tenía sobre los brujos un poderoso efecto alucinógeno. Pronto olvidaron el conjuro, comenzaron a ver visiones, a reír a carcajadas y no dejaron botella alguna en pie. Se emborracharon como nunca, hasta que se quedaron dormidos, repartidos por todo el lugar. Los niños aprovecharon la oportunidad para llenar sus mochilas con joyas, monedas de oro y otros tesoros que había a su alrededor. A continuación, alcanzaron la superficie subiendo las sinuosas escaleras del túmulo, para luego huir a toda carrera. En la laguna Arcoiris, el Cuchivilo dormía profundamente. Meliki, Daimine y los niños lo montaron despertándolo y se alejaron en él a todo galope.
Poco después, uno de los brujos, se percató que los intrusos habían escapado y despertó al resto.
—¡Maldición, nos han robado!—exclamó otro.
—¡A los caballos!—ordenó el jefe.
Subieron a la superficie y de un chiflido, hicieron salir del fondo de la laguna arcoiris, nueve caballos negros capaces de volar, y se apresuraron a ir tras ellos.
Cuando el Invunche vio a los brujos acercarse, se quedó atrás, para defender a los niños.
—¡No! ¡Ven con nosotros!—rogó la gata. A lo que el Invunche respondió sacudiendo la cabeza e indicándoles con movimientos de brazos y gemidos que se alejaran rápidamente. Con determinación, enfrentaría solo a sus tiranos patrones y protegería a sus nuevos amigos. Los niños continuaron la huida sin él. El Invunche cogió algunas piedras y comenzó a lanzarlas con descomunal fuerza contra los brujos voladores. Logró derribar a uno en el aire. Entonces, el brujo jefe ordenó entonces al Basilisco, la serpiente con cabeza y cresta de gallo que obedecía las órdenes de los brujos, que descendiera de las ramas y lo atacara. La culebra cayó a los pies del Invunche. Sus amenazantes ojos amarillos se clavaron en él y su temible lengua bífida lo paralizó de estupor. El Basilisco lanzó un vertiginoso y violento ataque, logrando clavar sus venenosos colmillos en la pierna izquierda del guardián, que cayó mortalmente herido.

     En la costa, el cerdito Cuchivilo se despidió afectuosamente de los niños y desapareció bajo las olas del mar. Todavía anclado en la bahía, El Caleuche aguardaba pacientemente el regreso de los exploradores. Desde la playa, los niños comenzaron a llamar al Millalobo, y éste, al oír el llamado, ordenó a dos caballos marinos blancos salir del fondo del mar y traerlos de vuelta a bordo.
Pronto llegaron volando los brujos y comenzaron a atacar el buque. El Millalobo ordenó levar anclas y a continuación, blandiendo su tridente, lanzó un impresionante conjuro que convirtió, en el aire, a todos los brujos en gaviotas y pelicanos, y a sus negros caballos voladores en troncos de raulí que cayeron estrepitosamente al mar.
—¡Capitán!—dijo Lanza de Oro asomado por la borda del Caleuche—¡hombre al agua!
El capitán ordenó a la tripulación que subiera a aquél extraño ser que aleteaba desesperadamente en el mar. Lo subieron a cubierta y la sorpresa fue mayúscula cuando se percataron de que era el Invunche. Estaba extenuado, boquiabierto y tenía dos agujeros rojos en la pierna derecha. No sabía nadar, pero había conseguido arrastrarse hasta la playa y lanzarse temerariamente al mar. No deseaba seguir siendo más el esclavo de los brujos.
El capitán, al igual que Daimine, logró ver en sus ojos, al niño que había en su interior y que deseaba ser libre otra vez. Apoyó su tridente en su hombro, y mágicamente, le devolvió al Invunche su aspecto real. El hombre bestia se transformó en un hermoso niño, delgado, de cabello oscuro y liso, piel morena, ojos pardos. Ya no estaba herido, pues el Millalobo había anulado el veneno del Basilisco con sus extraordinarios poderes de sanación. El niño se puso de pie, miró sus manos, tocó sus piernas y con una sonrisa de felicidad abrazó al capitán y agradeció a todos el maravillosos milagro.

     Los niños cumplieron con su parte del trato y ofrecieron al capitán los hermosos tesoros que habían sustraído del túmulo. Vaciaron las mochilas frente a toda la tripulación; El Millalobo quedó estupefacto con el brillo centelleante de las copas, cálices, rubíes, collares y monedas de oro que tenía frente a él. En honor de sus audaces y generosos huéspedes, dio una gran cena, con calamares, centollas, abundantes peces y mariscos, los frutos del mar que Meliki y Daimine saborearon con gran satisfacción. El capitán del Caleuche decretó, además, tres meses de celebraciones a bordo del buque.
Terminada la cena, llegó la hora de la despedida. El Millalobo cumplió igualmente su parte del trato y giró con fuerza el timón para emprender rumbo a la costa en donde los había recogido la noche anterior. Lanza de Oro y Hans invitaron al niño en que el Invunche se había transformado, a venir a vivir con ellos a la orilla del lago. Este sonrió, agradeció y se paró al lado del Millalobo.
—¿No vendrás con nosotros?—dijo Daimine mirándolo tristemente hacia arriba.
Este le sonrió, se inclinó frente a ella y la acarició tiernamente en la cabeza.
—No es posible gatita —dijo con dulce voz—. No soy de tu mundo. Pertenezco aquí, a lo que algunos llaman mitos o leyendas. Me quedaré a bordo de este buque, bajo las órdenes del capitán. No estés triste, Daimine; gracias a ti y al Millalobo, ahora soy libre otra vez y navegaré los siete mares guiado por las estrellas, tal como siempre soñé.
Comprendieron que el niño era feliz con su nueva vida a bordo del Caleuche y anhelaba convertirse en un gran marino. Lo abrazaron y luego subieron al mismo bote en el que se habían embarcado la noche anterior y que el Millalobo había incautado. Mientras la tripulación del buque tiraba de las sogas que hacían descender el bote, el Millalobo y su nuevo grumete les deseaban suerte desde la borda.
—¡Siempre serán bienvenidos abordo, amigos! —gritó el capitán—. ¡Y por favor no olviden guardar nuestro secreto!
—¡Lo prometemos! ¡Adiós y Gracias!—exclamaron todos.
El Caleuche giró, una espesa niebla cubría el mar y sus luces desaparecían lentamente en el horizonte. Hans y Lanza de Oro comenzaron a remar de vuelta a la costa.
Mecidos por las olas del mar, apoyados el uno contra el otro, Meliki y Daimine dormían profundamente en un rincón del bote, exhaustos de la larga e increíble jornada. ¡Cuantas aventuras, peligros y misterios habían descubierto en este fantástico viaje!
De pronto...Clac!, seguido de una irónica risita...
—¿Qué sucede? ¡Esa risa burlona yo la conozco!—se dijo Meliki para sí, todavía semi dormido, sin atreverse a abrir los ojos, aún luego de recibir una nuez directamente sobre la cabeza
Clac, Clac, Clac!
Tres nuevos impactos. De lleno en la cabeza.
—¡Ay!—protestó Meliki abriendo un ojo y mirando a todos lados. Sorprendido, se dio cuenta de que había amanecido y que ya no estaba sobre el bote, sino que a los pies de la cabaña. Con la cabeza apoyada en sus patas delanteras, Daimine dormía plácidamente a su lado.
—¡Daimine, Daimine, despierta! ¿Dónde está el bote, el niño Invunche y los brujos malvados?—Le preguntó sin lograr comprender cómo habían llegado de vuelta.
—¿Qué brujos? ¿qué botes? ¿de qué estás maullando?—respondió de la gata.
—¿No lo recuerdas?, ¿ayer, cuando fuimos transportados a bordo del Caleuche, el barco fantasma del capitán Millalobo?—añadió el gato confundido.
La gata no prestó mayor atención a las chifladuras que contaba Meliki, probablemente producto de su imaginación, alimentada por los cuentos que el Amo Hans solía leerles. Siguió durmiendo tranquilamente. Meliki seguía sin entender. ¿Acaso aquél extraordinario viaje a la isla del tesoro no había sido nada más que un sueño?
Clac! Una nueva nuez en plena cabeza, y la ardilla con un ataque de risa en la copa del árbol. Meliki bufó y se alejó corriendo hasta la playa. No había rastros del bote, ni del Caleuche ni de nada de lo que había visto la noche anterior, sólo se oían los graznidos de las gaviotas y el rugir de las olas del mar. Decepcionado, convencido de que todo no había sido más que producto de su gran imaginación, dio media vuelta cabizbajo. Fue entonces cuando, justo allí, en la húmeda arena, distinguió algo que brillaba con un intenso fulgor. Escarbó con agitación y su descubrimiento lo dejó atónito, perplejo. Contuvo el aliento; ...¡era una magnifica moneda de Oro de El Dorado!