DANIEL CARRILLO (Valdivia, 1981). Periodista y escritor, coautor del libro de perfiles “Gente de Los Ríos” (2008) y de “Sueños que se vuelven música” (2009), sobre la Orquesta del Centro Integral Familia Niño (Cifan), para menores en situación de vulneración de sus derechos.
Ha obtenido diversos premios literarios, entre ellos el primer lugar del Concurso Nacional de Poesía y Cuento Joven 2009 de la Universidad de Valparaíso, mención narrativa, y el Premio Conarte 2010, área Literatura, de la Corporación Cultural Municipal de Valdivia. Este último reconocimiento hizo posible la publicación de “Manual de ambigüedades”, su primer libro de ficción (cuentos).

 

CUENTOS DE DANIEL CARRILLO (MANUAL DE AMBIGUEDADES)

HUELLAS EN EL BARRO

Grité su nombre varias veces, pero las palabras parecían, simplemente, escaparse a la mudez, volar hasta la vacía zona del silencio, sin que ningún árbol ni menos el espeso muro del bosque, sin que ni siquiera una mísera hoja hiciera amago de detenerlas ni de obstaculizarles el paso hacia la sorda e inconmensurable nada.
Ya se había hecho de noche hacía una hora y el agua fangosa comenzaba a congelar mis pies, apenas cubiertos por unas penosas zapatillas de lona.

- Podríamos desaparecer, ¿no te parece?- me dijo al poco rato de habernos sentado en un banco del jardín botánico, mientras yo rompía con los dientes un extremo de la bolsa de cola de mono que habíamos comprado en el CTL (Centro Tecnológico de la Leche).
- ¿Qué onda? ¿Ya quieres que nos vayamos?- le respondí extrañado, escupiendo al suelo, inconciente, un pedacito de plástico que podrían encontrar algún día mis nietos o incluso los nietos de mis nietos, si llegaran a pasear por ahí y si llegara alguna vez a tener la edad y las agallas para convertirme en abuelo.
- Desaparecer, irse de aquí, cambiar de vida y de mundo, pero en ningún caso a cambio de otra vida u otro mundo- prosiguió, generándome una leve turbación mientras mi garganta iba recibiendo el terciopelo aguardentoso de esa leche que a cada trago parecía dar una vuelta completa por mi cuerpo, como si se me inyectara directo a la sangre y recorriera con ella todos mis órganos y vísceras.
- No sé qué tonteras estás diciendo, y eso que ni siquiera has empezado a tomar- le dije, estirando mi brazo para ofrecerle ese suero dulce y pavoroso.

Nos conocíamos del primer año de la carrera, pero aún no sumaban ni tres meses desde que habíamos establecido cierta complicidad al huir de las horripilantes clases de Estadísticas, capeando la hora de las tardes sentados en ese parque, bebiendo cola de mono.
Un mayo demasiado frío se volvía además húmedo entre tanta vegetación, más todavía por el barro de las orillas frente al río.
Acabamos la bolsa lentamente, con pausas que podrían haberse llenado de palabras de no haber sido porque el silencio estaba instalado cómodamente entre nosotros.
Sígueme, me dijo, y comenzamos a caminar cuando eran casi las siete y yo pensaba que podría estar ya tendido en mi cama tratando de terminar esa tortura de libro de James Joyce que casi todo el mundo en la facultad decía haber leído, mientras mis pensamientos reales iban a estar moviéndose sin duda entre la opción de pan con margarina o algún lujo de un par de tajadas de mortadela fina.
Lo seguí durante horas, adentrándonos en el tupido bosque y en la noche, sin que tuviera noción de la existencia del primero y como si no existiera nada más que la segunda.
Él sólo caminaba, como un poseso, con los ojos demasiado fijos para estar mirando realmente algo, sino que más bien seguían la sombra que se ocultaba y que las nubes dejaban ver a ratos, cuando habrían un claro en el cielo negro y la luna iluminaba alguna minúscula porción de esa realidad cenagosa que me tenía los pies húmedos y la espalda mojada.
De pronto el rayo de luna iluminó la cabeza de un pájaro extraño que parecía observarnos detenidamente, parado en una pata sobre un coligüe, en medio de una gran piscina de fango.
Podríamos desaparecer, repitió, y yo sentí como si hubieran pasado miles de años desde el momento en que había lanzado esa invitación estúpida y la verdad es que sus palabras me volvieron a aturdir y no atiné a hacer nada cuando lo vi perderse en el barro, primero las rodillas, después la cintura y al rato el cuello, él con sus brazos estirados, con la esperanza ciega de coger a esa ave que siguió ahí, silenciosa y vigilante, luego de que él desapareciera por completo.
“Quiso bajarse del mundo y se dejó tragar por el fango”, dije en voz alta, sin percatarme de que ensayaba un epitafio para mi amigo desaparecido, cuyo nombre seguía, no obstante, gritando a voz en cuello.
Pero el ave había dejado hacía rato de mirarme y sólo la luz de la luna, que se posaba cada tanto sobre el barro de ese desconocido humedal, me recordaba que alguna vez mi amigo había estado por ahí, pisando sobre esa trampa de suelo blanduzco.
Y así fue como me quedé gritando, afiebrado de miedo, dándole la espalda a esa zanja y al endemoniado pajarraco, con temor a ver de nuevo esas marcas sobre el barro, las malditas huellas que aún siguen señalando el camino hacia esa otra parte, el otro lugar posible que es desaparecer y perderse, temiendo justamente pensar si no sería mejor también seguirlas.

 

LITERAL

El moreno y la rubia se miraron cómplices en aquella plazuela mal iluminada. Sácatelo todo, le ordenó él al comprobar que estaban solos, sin pensar que al poco rato terminaría arrepintiéndose al ver que junto al corsé y las bragas de encaje iban cayendo también las  piernas, los senos, los pulmones e incluso la cabeza de la muchacha, que se había tomado la orden demasiado al pie de la letra.

 

EL BLUES DE LA NOCHE DE SAN JUAN

Estilando, prácticamente mojado hasta los calzoncillos y con los huesos como témpanos de hielo, Roberto entró a su casa a eso de las dos de la mañana.
Llegó directo a avivar el carbón que aún agonizaba entre la ceniza del brasero. Estrujó su ropa y se acostó desnudo, dispuesto a olvidar todo lo que había pasado.
Era Noche de San Juan.
Roberto había caminado casi cinco kilómetros con su guitarra al hombro, hasta llegar justo a la medianoche a aquel misterioso cruce de senderos ubicado entre unos cerros de Mississippi, en la costa de Mariquina, casi al lado de donde cincuenta años atrás muchas personas se salvaron de las olas gigantes del maremoto del 60.
Se paró justo en la mitad del crucero, y mientras cerca de su hogar su hermana se lavaba las manos en el agua de una vertiente para mantenerse joven y su mamá dejaba tres papas debajo de la cama antes de dormir, comenzó a tocar la guitarra como un loco en medio de la soledad del campo.
La luna llena, que parecía haberlo seguido hasta ese cruce, de pronto se escondió y un diluvio casi bíblico se le vino encima a Roberto, empapándolo sin piedad.
Traspasando el umbral de la fiebre, el joven porfió en seguir aporreando las cuerdas, derramando su escaso repertorio y su mediocre técnica, que el aguacero, en todo caso, terminó haciendo completamente inaudible.
            Aburrido de la rutina campesina, estaba convencido de que tarde o temprano aparecería el “cachúo” para quitarle el instrumento de las manos, afinárselo y darle así un talento inigualable como guitarrista.
Se acordaba de la historia de un negro, tocayo suyo, que le había relatado su  profesor de música poco antes de que muriera su taita y tuviera que dejar obligadamente el colegio del pueblo, ubicado a un par de kilómetros, para hacerse cargo de los escasos animales y las siembras.
Claro que, inquieto como era, no puso atención a la leyenda completa y nunca supo que aquel músico de color tocaba blues y no guarachas ni rancheras y que el lugar exacto para invocar al coludo parecía estar a miles de kilómetros de ahí, si es que algo de cierto tenía ese cuento.
Exactamente, aquel cruce lo situaban entre la autopista 61 y la 49, cerca de una localidad llamada Clarksdale.
Es cierto que el poblado estaba en Mississippi, pero no se trataba en ningún caso de la aldea del mismo nombre levantada frente a Mehuín después del terremoto, con la ayuda de los gringos, sino que en el Mississippi original, en Estados Unidos.
“Le fui a vender el alma al diablo y el muy desgraciado no quiso comprármela”, terminó maldiciendo Roberto, entre tiritones y escalofríos, mientras una mueca de pavor se dibujaba bruscamente en su cara al ver que su guitarra se iba hinchando para finalmente quedar inservible, con su caja arqueada y el puente despegado.
Todo por culpa de la lluvia y de una leyenda que le dejó la fiebre como ínfima primicia del infierno.

 

EXTRAÑOS EN LA NOCHE

Es de noche. El repicar feroz del teléfono interrumpe tu sueño. Voz de mujer. Dice que quieren hacerle daño, que se acercan, que ya la atrapan.
­­– ¿Quiénes? –preguntas con la voz pastosa.
– ¿Quién eres? –te corriges de inmediato, antes de oír respuesta alguna, medio dormido aún, aunque también cada vez más nervioso.
– Adriana... –se escucha en un susurro, prácticamente un hilillo de voz que la oscuridad de la madrugada pareciera querer ahogar en su garganta.
– Javier ¿eres tú? –inquiere en sordina la mujer, temerosa y suspicaz, con palabras igual de frágiles, como soplidos o brisas de primavera.
Sí, efectivamente eres Javier, pero estás cien por ciento seguro de que no conoces a ninguna Adriana.
Y casi respondes que sí, “sí, soy Javier”, pero logras retener las palabras en tu boca antes de descubrir la íntima fragilidad de tu alma por la línea telefónica.
Ciertamente no eres el único con ese nombre en la ciudad, “ni el primero ni el último”, reflexionas tontamente, aún en brazos de la somnolencia.
– ¡Por favor ayúdame! ¡No me abandones! –implora la desconocida.
– Tal vez te equivocaste de número –dices, aplicando la pizca necesaria de lógica para resolver aquel desagradable, aunque no por eso del todo incomprensible, incidente telefónico nocturno.
– Quizá la policía... –agregas ya con un tono de mayor naturalidad, casi felicitándote por haber hallado la solución para el sencillo dilema que alborota tu descanso.
Sin embargo, tras un breve silencio, ella se inquieta todavía más y rompe a llorar brutalmente.
– ¿Por qué no lo entiendes, Javier? ¡No puedo confiar en nadie más que en ti! –aúlla desesperada, casi desagarrándote los tímpanos, y cuelga. 
Sentado en la cama con el auricular en la mano, sientes un alivio casi místico y te dejas arrullar por el ruido monocorde de la línea telefónica.
 Miras el reloj que sigue avanzando sin piedad y piensas que todavía estás a tiempo para dormir un par de horas. Cómo olvidar que debes estar lo más descansado y lúcido posible para la mañana siguiente, tu prueba de fuego ante el directorio de la compañía, la presentación del proyecto aquel en el que vienes trabajando desde hace seis meses.
Sin dejar de sentir curiosidad por lo ocurrido y sacudiendo levemente la cabeza, como quien dice “hay cada loca suelta por ahí”, cuelgas el teléfono, apagas la lámpara y te metes de nuevo a la cama.
Pero no pasan ni 30 segundos y una extraña inquietud, mezclada con incertidumbre y culpa, te quita de golpe cualquier amago de sueño.
Intranquilo, miras con detención la pantalla de cristal líquido del teléfono y terminas marcando el número de la última llamada registrada.
Oyes la misma voz, el mismo llanto, las mismas súplicas del sinsentido.
Cuelgas con violencia, te vistes deprisa, coges las llaves del auto y guardas cuidadosamente en un bolsillo el papel con la dirección que acabas de anotar.
“No es tan lejos, pero hace frío”, bajas pensando camino al estacionamiento, mientras silbas como idiota una melodía que nunca antes habías escuchado.

 

RUIDOS NOCTURNOS

Golpearon a la puerta. Mariana, sin sueño aún, pero hace casi una hora tendida en la cama, dudó unos segundos antes de bajar el volumen de la canción de Neil Young que escuchaba en su notebook.
Se sentía como acurrucada por esa nostalgia tan sureña de la voz quejumbrosa del canadiense, que hacía que los recuerdos despertaran en su pecho, mientras afuera la neblina que velaba las primeras horas de la noche iba disipándose para dar paso a la lluvia.
El sonido del Mp3 se hizo mínimo y a cambio invadió el cuarto y sus oídos el ruido del agua castigando el zinc de los techos.
Fue hasta la puerta y observó largo rato a través de la mirilla, sin encontrar a nadie. Tuvo que haber sido la rama de algún árbol empujada por el viento, pensó, antes de volver a tenderse en la cama.
Olvidarlo no había sido fácil, como no le era fácil, en general, olvidar.
La última vez, después del cine, los ojos de ambos volvieron a reflejar la cara del otro y ella sólo atinó a toser para quebrar el silencio espeso que le había llegado a incomodar la garganta.
De improviso, como si perdiera el equilibrio y estuviera a punto de caer, él le puso un brazo sobre los hombros y le dijo cerca de la oreja las palabras que concienzudamente, una a una, había ensayado mientras ambos, sentados en las butacas de la sala semivacía, miraban en la pantalla luminosa una película que hablaba justamente de la caída y la expiación.
Pero ella le dijo que no. Le dio un beso helado en la mejilla, sacó las llaves y entró a su casa sin mirar atrás. Sintió el portazo seco de su ex novio tras subirse al auto y siguió con la imaginación el recorrido del vehículo hasta que el sonido del motor se hizo imperceptible.
De eso había pasado una semana y ahora estaba sola, en un cuarto ajeno, pero muy cerca de él.  
La profesora solterona que le encargaba el cuidado de su casa durante las vacaciones había partido por un par de días a Brasil, dejándola nuevamente a cargo de todo, igual como en ese verano, dos años atrás, cuando apenas le bastó una mirada del joven vecino de la veterana para caer enamorada a sus pies.  
Pero esta vez, en pleno otoño, la soledad parecía haberse instalado en cada rincón, como una animita recordándole que apenas a unos cuantos metros –ocho, diez quizás- su ex novio escuchaba caer la misma lluvia que ella estaba sintiendo ahora. Solo también y sin duda pensando en las palabras que le dijo esa última noche, cuando ella se negó a volver con él.
La puerta sonó otra vez. Mariana pensó que de nuevo se trataba de alguna rama movida por el viento. Sin embargo, de todas maneras se levantó, despacio, apagó la luz, avanzó en puntillas y se asomó a una ventana que daba directamente a la casa de al lado.
Sus ojos vieron a su ex novio apagar las luces y asomarse, como ella,  entremedio de las cortinas.
Alguien también había golpeado a su puerta.