Arqueología de un retorno

Ernesto Langer Moreno

 

 

 


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© Ernesto Langer Moreno

Primera Edición 2004

Inscripción Nº 34.721

Impreso en Chile / Printed in Chile


Mis agradecimientos a

Ninoska Adroves,

Jorge Flores

y Roberto Rivera,

por su paciencia y

ayuda en la escritura

y corrección de

este texto.



 

Primer capítulo

A Martín Fernández la brusca caída de la noche le hizo recordar los duros días de invierno en Europa, en donde a las 6 de la tarde en una ciudad de provincia todo es oscuridad, frío y soledad. Pero, no eran las 6 de la tarde, sino las 8:30, y aún se veía mucha actividad. Las calles estaban llenas de gente que iba y venía; alguien que atravesaba la calle haciendo señas con su mano; estudiantes conversando en las esquinas mientras compartían un cigarrillo; personas paseando sus mascotas con paciencia mientras éstas olfatean los troncos de los árboles.

En realidad la noche recién estaba comenzando, abriendo sus puertas. Pensó que el bullicio del tráfico lejos de molestarle le gustaba. Toda esa acción nocturna le resultaba agradable, liberadora, como si viniera de un convento donde lo hubiesen tenido encerrado en silencio durante muchos años.

- Nada es igual aquí que allá - se dijo, y se estremeció pensando en los 10 años de su vida vividos tan lejos de su patria, en ese otro continente, distante de su tierra, sus costumbres y los suyos. Sí, de los suyos, de aquella gente más entusiasta y alegre, con el alma graciosa, llena de imaginación. Del diarero ese que vende su diario gritando en una esquina, bromeando mientras ofrece sus papeles al otro lado de las ventanillas de los autos detenidos por el semáforo. O de ese otro que ofrece flores esperando


 

encontrar algún enamorado romántico que meta su mano al bolsillo y compre su perecedera mercancía hecha de tallos y hojas.

- Todo es tan diferente, continuó, mientras sentía como el alma casi se le salía por la boca de sólo ver ese alboroto que lo arrastraba a reencontrarse con sus raíces. No más gente impertérrita y aburrida transitando como si los otros no existieran, no más extraños en su horizonte hablando en un idioma diferente, no más niñitos rubios, flacos, pálidos, de humor dudoso y apáticos, cruzando las calles con inconfundible disciplina. Podía respirar profundo llenando sus pulmones del aire de su patria, mientras los pensamientos casi se le arrancaban. Era como haber cambiado de pronto de dimensión y de piel, un aire distinto, otra cosa. Algo impagable, soñado por mucho tiempo, guardado celosamente en su corazón.

- De nuevo en mi casa, es lo mejor que me ha pasado- se dijo.

El taxi se internó finalmente por las estrechas callejuelas de la comuna de San Joaquín que lo llevarían hasta la casa de su madre donde se hospedaba desde hace tres días. El auto, un viejo Peugeot del año 70 tenía un enorme tajo que dejaba ver la espuma de relleno como si fueran las tripas de un acuchillado. El chofer del taxi era un hombre joven, que sonreía cada vez que le dirigía la palabra. Pensó que éste no tenía la facha de un chofer de taxis europeos, y seguramente su taxímetro estaría arreglado, pero era uno de los suyos y en ese momento era lo que más le importaba.

Mientras lo miraba conducir reflejando sus ojos en el espejo retrovisor buscó el botón para bajar un poco el vidrio y se encontró con una de esas viejas manillas que lo obligan a uno a ejercitar su brazo, dándoles vueltas y vueltas. Le dio varias vueltas y luego, por un momento, sacó la cabeza para sentir el viento de la noche en la cara y disfrutarlo.

Menos de cinco minutos después el auto transitaba por lugares conocidos; el grifo amarillo a la izquierda y luego el pasaje, nuevamente a la derecha y allí estaba la casa de la familia. Se conocía el camino de memoria, nada había cambiado, esos eran los pasajes de sus correrías de joven, las esquinas donde se juntaba con sus amigos a conversar y fumar marihuana a vista y paciencia de todo el mundo con desenfado. Que ahora le parecía irresponsable. Pero que en ese entonces había sido su rutina diaria,


 

la mejor manera de espantar los fantasmas y disfrutar de su placentera y alocada juventud.

Martín se despidió a través de la ventanilla y, respirando fuerte, como si quisiera llenarse los pulmones de algún espíritu conocido, dio unos pasos hasta abrir la reja de la casa, ese esqueleto de fierro rechinante

- Por fin llegas le dijo Cristina, su madre, mientras lo abrazaba y daba besos como cabro chico, sin poder ocultar la alegría que sentía al tenerlo de nuevo a su lado. Para eso había esperado por años. Porque una madre, según le dijo, tiene que aprovechar cada momento como si fuera el último, sobre todo si a su hijo no lo ve todos los días y vive lejos.

Antes de liberarlo de su abrazo le dijo:

- Te llamó el Pato Mancilla, dejó un número de teléfono para que lo llamaras esta misma noche; que te esperaba con una magnífica sorpresa.

Ah, si, el Pato, pensó. El Pato. Qué será de ese compañero de curso, loco de remate, falto de escrúpulos, mujeriego empedernido, pendenciero. Todo eso lo tenía más que claro, pero al fin y al cabo era su amigo, porque como amigo en sus tiempos no había habido otro como el Pato. Cosas como las que pasamos juntos, se dijo, no son fáciles de olvidar.

En un principio se habían escrito, pero rápidamente las cartas se fueron distanciando hasta desaparecer. Lo último que supo de él era que estaba a punto de separarse de la Lucy que ya no le aguantaba su desfachatada afición por las mujeres y el trago.

Seguramente no ha cambiado nada, se dijo Martín, y al enterase que había llegado lo estaba llamando habiéndole preparado quizás qué reventón.

- Ya, gracias mamá, le dijo, -dándole otro cariñoso beso en la mejilla, respondiendo su abrazo, haciéndola feliz-, después lo llamo, pero ahora quiero darme una ducha. Tomó el papel donde estaba anotado el número de teléfono de su amigo, se quitó la chaqueta y se dirigió al baño para darse una ducha.

Todo iba muy rápido sin que hasta ahora pudiera hacer siquiera una pequeña síntesis de lo que le venía aconteciendo. En la ducha de nuevo pensó en lo diferente, en lo hasta ahora incalificable y sorprendente que le parecía su país. Se había impresionado ya al


 

llegar al aeropuerto y atravesar la ciudad. Encontró las calles sucias, grises, los autos viejos y la locomoción colectiva desordenada, agresiva. Esa fue su primera impresión. Tan diferente al orden y limpieza del lugar de donde venía y en donde estaban ahora su trabajo, una compañera y unos cuantos conocidos. Pero también lo había impresionado el hecho de que todos hablaran en las colas; en las colas del pan, en las colas de la parafina y hasta en las colas de los bancos. Aquí en Chile - pensó - todos hablan con todos sin siquiera conocerse. No recordaba esa extraña familiaridad popular, en la que basta cualquier pretexto para entablar rápidamente una conversación. No existía algo así en Saint Brevins les Pins donde la gente era más bien retraída, encerrada en si misma. Allá las colas eran silenciosas y aburridas. No había comparación.

Cuando salió de la ducha le pasó la mano al espejo para quitarle el vapor desempañándolo y poder entonces peinarse y afeitarse, porque quería estar impecablemente limpio. Aún no sabía para qué, pero sentía esa necesidad como si eso fuese capaz de augurarle sólo algo positivo, algo que esperaba que ocurriera esa noche y no tenía la menor idea de lo que pudiera tratarse, aunque todo en su interior lo esperaba ansioso llenándolo de un enorme y agradable presentimiento.

Apenas le habían aparecido unas puntas de bellos casi imperceptibles, pero igual decidió afeitarse pensando en que por mucho que se hubiese afeitado en la mañana ya su rostro le parecía una lija. Quería tenerlo verdaderamente suave, limpio, preparado para cualquier acontecimiento.

Pasadas las diez de la noche sonó el teléfono mientras Martín y su madre conversaban plácidamente sentados en la pequeña sala de estar alumbrada apenas por la luz amarilla de una lámpara de mesa. Ella se levantó a atenderlo. Antes de partir encendió otra lámpara y dejó a Martín mirando un alto de fotos familiares. Desde la pieza escuchó a su madre riendo y hablando sobre él con alguien al otro lado del auricular. ¿Quién podrá ser? Trató de averiguar, disponiendo su oído a las palabras entrecortadas que se podían escuchar, aunque no lograba escuchar bien, sino las risas de su madre que resonaban en la habitación. En realidad aquello no tenía ninguna importancia, porque después de todo era normal que la familia llamara para preguntar sobre su suerte.


 

Seguramente sería alguna tía que enterada de su llegada intentaba ponerse de acuerdo con su madre para hacerle una visita. Nada más. No pudo sin embargo evitar sentir un poco de curiosidad y tuvo que esperar a que su madre volviera para enterarse de quien había llamado.

Cristina volvió a la sala haciendo gestos graciosos con las manos y se sentó a su lado en el sofá.

- Era la Chelita, ¿te acuerdas de ella? la prima de tu padre. Supo que habías llegado, quiere venir y presentarte a Marilú, su hija. Me contó que la niña quiere viajar y que le sería muy conveniente conversar con alguien de más experiencia como tú. Es linda. Le dije que viniera mañana a almorzar. Espero que no te importe.

- No, mamá, no me molesta, le respondió. Mañana entonces, sonrió condescendiente.

Un rato después alguien golpeó a la puerta. Esta vez fue Martín quien se apresuró a ponerse de pie e ir a abrirla. Apenas abrió se encontró frente a frente al Pato Mancilla que un poco más moreno a como lo recordaba lucía una sonrisa enorme y había abierto sus brazos de par en par para abrazarlo. No había cambiado mucho, tal vez estaba un poco más guatón y más viejo, pero al parecer el mismo espíritu chacotero y travieso de su juventud permanecía intacto. Era el primer amigo que veía después de tantos años.

El abrazo que el Pato le dio casi lo asfixia, pero sobre todo lo hizo sentirse un poco incómodo al recibir ese afecto impetuoso que le daba su amigo, después de haber estado tantos años sin siquiera comunicarse. Aunque a decir verdad ya empezaba a recordar que entre su pueblo las emociones son para expresarse y que debía irse acostumbrando a compartir con personas mucho más extrovertidas y cariñosas que sus anfitriones franceses.

En Francia lo acogieron a su modo, un modo de ser que hasta había aprendido y compartía en la práctica, pero que sin lugar a dudas era, siempre lo había pensado, más calculador y frío, impersonal y a veces hasta apático.

Sin embargo, él había podido entrar en ese juego, habiéndole éste, incluso, cambiado su modo de ver las cosas, mimetizándose, actuando como esos europeos tributarios de una cultura con sus vicios y virtudes, en muchas cosas más prácticos e independientes


 

que los latinoamericanos, al extremo de olvidar a menudo cualquier demostración espontánea de cariño hacia sus semejantes.

- Pero, estás igualito, ni siquiera un pelo menos o una cana-, le dijo el Pato mientras duró el cerrado abrazo,- Compadre, continuó, esta noche nos reventamos porque le tengo preparado como bienvenida un panorama inigualable.

- Espera, entra hombre, conversemos un poco antes, saluda a mi madre, fue lo que Martín le respondió, impresionado aún por aquel efusivo encuentro, consciente de que tendría que averiguar primero los planes de su amigo, no fuera ser otra de sus locuras para las cuales ya se sentía más viejo y menos dispuesto.

Cristina le ofreció un café al Pato y éste aceptó. Durante todo el rato Martín lo notó un poco inquieto, no paraba de hablar y de fumar. Parecía ser el mismo Pato de hace 10 años, acelerado y ansioso. Muy pronto estaba tomando su tercer café y entre conversación y conversación, de esas que son un verdadero acontecimiento entre personas que se encuentran después de mucho tiempo, de pronto Cristina se despidió para dejarlos tranquilos.

Hay que permitirle que se encuentre con sus amigos, que salga a redescubrir el Chile que tanto añoraba, que para eso vino. A lo mejor le gusta y se queda, pensó Cristina, y se levantó con el pretexto de que tenía que arreglar algunas cosas, esperando en lo más profundo de su ser que esto ocurriera y su hijo no volviera a partir.

Una vez solos tomaron unos sorbos de café en silencio, durante un par de segundos y

- no más palabras - dijo de repente el Pato, lo tomó del brazo, le pasó su chaqueta que estaba colgada en el respaldo de una silla y se lo llevó.

Afuera la noche estaba embarazada de estrellas. Martín volvió a respirar y suspirar profundamente, después de acomodarse la chaqueta.


 

Segundo capítulo

Tenía fama de complicada. Los hombres eran fácilmente atraídos por su belleza, una belleza exótica, su pelo ondulado con finas cintas de colores, ojos azules y ropa ceñida al cuerpo, especial alegría y gracia en sus formas femeninas; primero eran encantados, pero luego de conocerla mejor cambiaban de opinión, eran ahuyentados, a causa del modo tan extraño que tenía de comportarse a veces.

Joven, linda e inteligente, Marilú ya había hecho varios intentos por encontrar su camino en los estudios. Bachillerato, fotografía, periodismo y cursos de un cuanto hay que no habían logrado sin embargo encausarla hasta hacerla llegar a buen puerto. Corriendo el tiempo, se había convertido en un verdadero picaflor de los estudios.

En todo caso lo que le interesaba ahora era la poesía. Le gustaba escribir y se atrevía a hacerlo, combinando esta nueva afición con largas sesiones de lectura que la habían convertido en una verdadera devoradora de libros.

Debido a esto mismo se había ido apartando aún más de la gente y día a día, su ya conocida insatisfacción por las cosas de este mundo iba creciendo, incubando en su espíritu un carácter todavía más huraño y complicado que el habitual.


 

- Me importa un bledo, se decía, lo que los otros piensen de mi. Cada uno debe buscar su propio camino, por muy difícil que parezca. Yo no voy a ser igual a esas que sueñan con encontrar un buen partido, casarse y formar una familia, para después darse cuenta que se han convertido en esclavas de sus responsabilidades y que no han hecho nada de lo que hubieran querido. Yo quiero salir y conocer el mundo, ir a Europa, vivir en una buhardilla en un viejo edificio de París donde hagan nata los artistas, y escribir, y escribir, y escribir hasta que me dé puntada.

En ese pensamiento estaba cuando entró a la pieza su madre, a contarle que había hablado con Cristina.

- Y que no era medio raro ese tipo - preguntó - Marilú.

La Chelita no respondió.

Claro que era raro, pensó después la Chelita, si nunca se supo porqué de la noche a la mañana se fue del país. Algunos decían que estaba metido en política con esos comunistas que ponían bombas durante el gobierno militar, y que se comían las guaguas.

Aunque a ella no le constaba eso en lo más mínimo, además que sus padres lo negaron desde un principio.

En todo caso había quedado siempre una sombra de duda en torno suyo. Duda que tal vez ahora sería el momento de aclarar.


 

Tercer capítulo

El barrio alto de Santiago lucía su habitual decoro de grandes avenidas y letreros publicitarios iluminados con luces de neón. Grupos de jóvenes se apiñaban a las entradas de las discotecas y el ambiente era festivo.

A Martín le pareció que este sector de la ciudad se parecía mucho más a un barrio europeo de lo que él hubiese siquiera podido imaginar. Era como si en ese momento descubriera que existían dos Chile, uno moderno, limpio, iluminado, decoroso y próspero, y otro rasca, sucio, estancado y pobretón.

- Cómo estás encontrando Chile, le preguntó el Pato.

- No sé, cambiado.

- Si pues, harto cambiado, nada que ver como cuando estaban los milicos, ahora estamos en D E M O C R A C I A, pronunció lentamente el Pato, gesticulando. Ahora no hay toque de queda, pero hay poca plata, se la han robado toda los políticos. Aunque no falta donde ni como pasarlo bien, concluyó.

El Pato pensaba conocer bien a Martín y no creía que hubiese cambiado, lo veía aún como uno de sus compañeros de parranda. Sabía que no era un mojigato, por eso estaba seguro que no se iba a alarmar con el panorama que le tenía preparado. Sobre


 

todo le van a gustar las minas -se dijo- de eso estoy seguro, sé que después me lo va a agradecer.

En la Villa el Dorado, al final de Vitacura, el auto se detuvo frente a una casa de color blanco cercada por una reja de madera a medio traer. El jardín estaba descuidado y algunos de los pastelones del camino de la entrada estaban sueltos.

Martín vio a alguien mirando por la ventana, detrás de las cortinas, y de pronto escuchó abrirse la puerta de la casa.

El Pato lo instó a entrar y cuando lo hizo éste ya tenía abrazada a la Piti, una mujer rubia, cuarentona y a juzgar por sus gestos, coqueta. La besaba y le tenía sus dos manos puestas en el traste desde donde la empujaba atracándola contra su cuerpo.

- Este es mi amigo Martín del que te he hablado, viene llegando de Francia.

- Comment allez vous, monsieur?, dijo ella en un muy mal francés. Martín le sonrió y la besó dándole un beso en cada mejilla a la usanza francesa.

- Cómo va la cosa, le preguntó el Pato a la Piti.

- Vienen en camino, llamaron hace un rato, pero igual, yo tengo algo.

- ¿Y la Florencia?

- También está que llega, no te preocupes.

En ese preciso momento, después de escuchar ese breve diálogo, Martín intuyó que en ese lugar se jugaba con fuego, pero continuó como si nada. Se imaginó estar viviendo en esos viejos tiempos de juventud en que el riesgo y la aventura eran lo más importante.

Acaso no era para eso que había vuelto a su país, a reencontrarse consigo mismo, a recordar y tratar de entender la línea ya trazada de su vida.

Esa juventud perdida era también parte de su historia, además, ¿quién podía decir que no seguía perdido aún, solamente que con más tristezas en el alma y unos kilos de más en el cuerpo? No tenía por qué ser pecado portarse ahora un poco mal. Después ya vería -se dijo- no va a ser difícil volver a la senda correcta.


 

La decoración era extremadamente sencilla, con algunos muebles de mimbre y algunas imágenes como las del che Guevara, Mahatma Gandhi y Jesucristo colgadas en la pared. Unas cortinas de crea cruda con algunos vuelos y alfombras artesanales. Lo invitaron a sentarse en torno a una mesa de madera hecha de palos quemados, con sillas de estilos diferentes, y antes que alguien pudiera decir algo el Pato dibujó varias líneas de polvo blanco sobre la mesa separándolas unas de otras con una tarjeta de crédito. Luego, como para dar el ejemplo, tomó una hoja de papel que enrolló haciendo un pequeño tubo con sus manos y aspiró el polvo de una de las líneas dando una fuerte inhalación.

- Dale que es de la buena-, le dijo.

Por curiosidad Martín no rechazó la invitación e hizo lo mismo llenando sus pulmones de la poderosa diosa blanca.

Después le tocó el turno a la Piti quien lo hizo lentamente, estremeciéndose entera cada vez que lo inhalaba.

Para sellar el despegue siguieron unos vasos de pisco y unos pitos de cogollos verdes, enormes, que Martín no había visto hace mucho, pero mucho tiempo.

- Ya va a llegar la Florencia amigo mío, le dijo el Pato a Martín, ahora mucho más acelerado que antes, con la lengua pastosa y los ojos saltones, mientras fumaba tomando pequeños y repetidos sorbos de pisco.

- Piti... ¿a qué hora dijiste que iba a llegar la Florencia?

Una hora después no había llegado la Florencia y se habían acabado el pisco, los pitos y la coca. La Piti hizo varios llamados por teléfono en los que no logró comunicarse. El Pato se veía más nervioso fumando siempre un cigarrillo tras otro y Martín comenzó a sentirse un poco mal.

¿Quién lo había mandado a meterse en ese asunto?, se preguntó, y deseó de pronto estar lejos.

Esa parecía ser la historia de su vida; estar en algún lado sin querer estarlo y verse imposibilitado de cambiar su situación. Recordó entonces las noches de angustia de los primeros años en Francia, cuando soñaba, anhelaba poder volver a su país, sin poder decírselo a nadie, solo en el silencio espantoso, a tantos kilómetros de distancia, sintiéndose impotente, desamparado en


 

tierra extraña, aguantando como un hombre esa angustia mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Además, el Pato y la Piti se pusieron cariñosos de repente y él sintió que estaba de más. Quiso entonces salir arrancando de esa casa, disparado hacia cualquier otra parte, pero sin embargo apretó fuerte el cojín que tenía a su espalda, como si su mano fuera una garra que aprieta su presa, y resistió. Otra vez resistió, porque según parecía a Martín Fernández Sepúlveda no le quedaba en esta vida más que resistir.

El Pato se dio cuenta de que su amigo no estaba bien y no halló nada mejor que maldecir a esos estúpidos que no llegaban con el paquete, y a esa Florencia que ¡quien sabía que chuchas le pasó!

Tomó de nuevo a Martín del brazo, como lo había hecho antes en la casa de su madre, y lo llevó a la calle donde se sentaron en la cuneta bajo la luz de un farol. No quería por ningún motivo que su amigo se aburriera, quería que su amigo recordara luego esa noche como una buena noche en su país. Pero, tampoco podía irse y dejar botado el negocio, por lo que lo mejor era tomar un poco de aire. Así que encendió otro cigarrillo y escupió el humo hacia las estrellas de esa noche.

No se habían contado mucho, pensaba que contarle su desordenada y tormentosa vida sólo le aburriría. Muchas veces se había preguntado el por qué no partió con él a Francia. Por miedo tal vez, o porque la Lucy su esposa todavía lo amarraba tanto en ese tiempo, se quedó en Chile sin ninguna explicación muy convincente hasta ahora. Mil y una vez había pensado que por eso mismo era un idiota, mientras su amigo Martín gozaba de los beneficios de una nación que a sus ojos además de ser antigua con una gran historia, era económicamente poderosa y extremadamente culta.

Por eso también había dejado de escribirle, porque no tenía cosas interesantes que contarle, cosas como las que Martín le relataba en sus cartas. Cosas extraordinarias, entretenidas, novedosas, mientras él solamente podía contarle de la represión, de los milicos en las calles, del general amenazando a la gente por la televisión. - ¡Y al que no le guste...¡-


 

Después se metió en la droga y pensó que esto era aún menos digno de contarse, así es que no escribió más y el flujo de cartas entre Martín y él con el tiempo se rompió.

Mientras pensaba todo esto, sacó de su billetera un papelillo, cogió un poco de coca con la punta de la misma tarjeta de crédito que había usado para separar las líneas anteriormente, y le dijo a Martín, ofreciéndole:

- Toma, con esto te vas a sentir mejor.

Luego caminaron, porque no hay nada mejor que caminar y fumar por las calles en silencio mientras la mente corre a un millón de revoluciones por segundo y los dientes permanecen apretados, imposibles de relajar.

Llegaron a Vitacura, donde se veía aún bastante agitación. Autos que circulaban con jóvenes que sacaban la cabeza por la ventanilla, víctimas de una evidente intemperancia. Mujeres, o tal vez travestis, que esperaban algún cliente fijos de planta en una esquina, dejándose ver cada vez que un auto reducía la velocidad. Una que otra micro y varios taxis a la caza de algún nocturno pasajero.

En esa caminata nocturna y bien drogados el Pato se sinceró. Le contó que estaba metido en esto del tráfico de coca y que tenía ahora un círculo de amigos muy importantes a quienes proveía continuamente. Le contó también que con la Lucy hacía tiempo que ya no pasaba nada, que ella vivía sola con el Patito, después de haberlo engañado con un pelotudo futbolista, aunque él no le reprochaba nada en absoluto, ¿cómo podría hacerlo?, si su engaño fue uno contra cientos que él tenía a su cuenta. Además que ya era tarde para arrepentimientos y reconciliaciones, a esas alturas de la vida cada uno intentaba rehacerla a su manera.

- No es una vida buena -le dijo- al menos no como la tuya, Martín. Qué bueno que estás aquí- remató, dándole una buena chupada a su cigarrillo.

Pero, ¿estaba allí? ¿realmente estaba allí? No había sido transportado 9 ó 10 años en el pasado, al escuchar que su amigo consideraba que su vida, la suya, era buena, correcta, atinada, imaginando quizás qué cosas.


 

Su vida también había sido dura. Qué sabía el Pato por lo que él había pasado, un extranjero tratando de instalarse sin siquiera entender lo que se dice, a la buena de Dios viviendo de la caridad de organismos internacionales, compartiendo en hogares especiales para refugiados, junto a orientales que llenaban los pasillos de olores insoportables, y donde había que hacer caca en cuclillas porque los inodoros eran asquerosos.

Pero a él no le estaba permitido sincerarse con su amigo, debía callar si quería seguir siendo un tipo respetado por su familia e interesante a los ojos de aquellos que conocía. No podría jamás confesar su condición de refugiado político ni de los trucos y mentiras que se había visto obligado a decir para no ser expulsado.

Todo eso debía callarlo teniendo que inventarse una pantalla, un cuento, otro yo hecho de miedo y falsedades.

¿Buena su vida? ¡Tampoco! La suya tampoco era un modelo para nadie.

En la casa los estaba esperando la Piti sin ninguna novedad. Un poco más decaída y bajoneada, pero sin ninguna novedad. Se había cansado de llamar por teléfono. Era como si a los dos sujetos que esperaban, Humberto Garrido y el Lucho Derrida, se los hubiera tragado la tierra. La ausencia de Florencia no importaba, ella nunca le había caído bien y no era más que una de las voladas del Pato, una mina para otro de sus amigotes, eso era todo. Lo importante era el negocio, y la mercadería que no llegaba.

Desde que les abrió la puerta, Martín se dio cuenta que a la Piti le había cambiado el genio. Como no quedaban cigarrillos se fumaba las colas de los ceniceros, y cuando el Pato se quiso poner cariñoso y besarla le quitó la cara.

- Algo anda mal, le dijo al Pato, y volvió a telefonear sin ningún resultado. Quizás los pillaron a estos huevones, continuó, es lo único que falta para matar esta noche desgraciada, que de pronto lleguen aquí los tiras y nos vayamos todos en cana.

El ambiente comenzó a ponerse tenso, el Pato daba vueltas nervioso en el living, como un león enjaulado. Martín también comenzó a sentir una ansiedad terrible y pidió algún trago para calmarla.


 

La Piti lo miró no con muy buena cara, pero se fue a la cocina y volvió con una vaso de vino tinto.

- Toma, es lo único que hay.

- Gracias.

Martín observaba la situación mientras se empinaba el vaso de vino. Había viajado miles de kilómetros para de pronto encontrarse ahí en medio de un drama de traficantes desavenidos. Pero, pensó luego, eso era en realidad el Chile que a él le tocaba. Porque por algo había llegado ahí y se encontraba ahora observándolo todo como si aquello fuera un perfecto melodrama criollo. Su amigo, la Piti, la noche, esa casa, los discos de Silvio Rodríguez, la ausencia de la famosa Florencia, la espera, las drogas. Todo eso formaba parte de la experiencia chilena y no iba a renegarla de ningún modo. Cualquier cosa que sucediese tenía para él la importancia de suceder en Chile. Sabía que era de su interés atesorarlo en su corazón, como quien guarda preciados recuerdos porque sabe que después llegará el momento de pasarles revista y disfrutarlos.

Alguien tocó a la puerta y entre todos hubo un momento de tensión donde se miraron a los ojos.

El Pato masacró una colilla en el cenicero y levantó la mano como señal para que se quedaran tranquilos y en silencio. Luego, se acercó a la ventana y haciendo a un lado apenas la cortina espió hacia fuera.

- Es el Humberto, dijo de repente, y se apresuró a abrir la puerta.

Un relajo les sobrevino a todos.

Humberto contó que habían tenido problemas y que el Lucho iba a llegar después con el paquete. El se había adelantado para avisarles.

- Pero, tienes algo..., le preguntó enseguida la Piti.

Sin demora Humberto trazó varias líneas sobre la mesa. Y además, luego puso una botella y cigarrillos.


 

Después de haberlo presentado le ofrecieron el turno a Martín, pero éste no aceptó. Ya era mucho para una sola noche. Sentía que no podía seguir adelante, que había alcanzado su límite, que lo mejor era terminar allí y despedirse. Eso sí aceptó un vaso de pisco que se tomó al seco.

El Pato quiso convencerlo de que jalara otro poquito, pero no hubo caso.

Después Martín se quiso ir y argumentó como pretexto, por decir algo, que la Florencia ya era caso perdido, que no tenía sentido esperarla, que no vendría, y que lo demás no era de su incumbencia.

Encendió un cigarrillo y se despidió levantando la mano, a pesar de la insistencia del Pato para que se quedara otro rato.

- No te preocupes le dijo, me puedo perfectamente ir solo. A ti te quedan todavía cosas pendientes.

Y abriendo la puerta salió de nuevo a la noche y al silencio.

Caminó unas tres cuadras fumando, cada vez más contento de haber abandonado esa casa.

Caminaba leyendo los nombres de las calles y cuanto letrero se le ponía por delante, cuando de repente escuchó la bocina de un auto que chillaba a sus espaldas.

Era el Pato que había decidido acompañarlo.


 

Cuarto Capítulo

El Pato lo dejó en la puerta de su casa y se marchó dándole un buen apretón de manos.

Pero Martín no entró y prefirió dar una vuelta por el barrio. No iba a encerrarse ahora en una habitación a mirar el techo sin poder cerrar los ojos, porque sabía que le asaltarían mil preguntas a las cuales no tendría respuestas, preguntas que no lo dejaban en paz y que bastaba unos instantes de soledad para que rápidamente, reclamen su atención.

Martín se puso en movimiento tranquilo, aunque por dentro todavía estuviera agitado. La ansiedad que produce la droga aún le afectaba, así que no paraba de frotarse una mano contra la otra y de pronto sus pasos alcanzaron un ritmo acelerado.

Echó de menos un cigarrillo y aunque por un momento pensó en buscar donde comprar una cajetilla, enseguida desistió a hacerlo para no tener que alejarse demasiado. Prefirió quedarse allí observando lo que le sugerían las sombras.

Cuando iba rumbo a Brasil en el avión donde haría escala para seguir luego hasta Madrid que sería su puerta de entrada al viejo mundo, Martín se estremeció pensando en lo que estaba haciendo. Estaba dejando atrás sus sueños, su madre y sus amigos, lanzándose hacia el vacío sin más armadura que unos cuantos


 

pesos que se habían encogido atrozmente al cambiarlos a dólares y que llevaba escondidos en un cinturón especial muy ceñido a la cintura, como si fuera parte de su cuerpo.

Había intentado acomodarse en la estrecha butaca de clase turista y tratar de conciliar el sueño, pero después de varias horas moviéndose de un lado para otro en ese mismo lugar, resultaba casi imposible.

Era la primera vez que viajaba en avión y no podía dejar de ponerse nervioso pensando que iba por los cielos en un aparato que podía precipitarse a tierra debido al menor desperfecto. Era como si todo ese presentimiento de fatalidad que solía poseerlo a veces le hubiese asaltado de pronto sin querer dejarlo. Pero ya estaba allí y no le quedaba más que rezar, repensar una y otra vez sobre el plan que había tramado para escapar de su país y radicarse en el extranjero.

Tenía todos los papeles que le habían aconsejado que llevara, los certificados de nacimiento y de estudios, el permiso de conducir internacional obtenido en el Automóvil Club de Chile, y la carta aquella que le habían entregado, donde decía que en su país era perseguido por la dictadura, una mentira del porte de un buque porque como él se decía a sí mismo, en Chile a lo más lo perseguían los boys scout o los bomberos. Pero, había sido una verdadera oportunidad, la oportunidad de abandonar esa tierra sin futuro, de dejar atrás ese pesado ambiente represivo que asfixiaba a sus compatriotas sin remedio bajo la bota de los militares. ¿Quién podría culparlo de arrancarse de tal forma de aquella pesadilla?. Ante el horroroso panorama de la dictadura casi cualquier cosa era legítima.

Le contaron de la movida y sin pensarlo dos veces había vendido calladamente sus cosas, juntado la plata para conseguir la carta y para que lo incluyeran en la famosa red de escape hacia ese otro mundo más promisorio.

Esa carta entonces era de suma importancia, debía presentarla donde y cuando le dijeran aquellos que irían a recibirlo, estando una vez en el país que había escogido para el refugio. País donde entraría sin embargo con una simple visa de turista.

El avión fue víctima de algunas turbulencias y se estremeció, causando temor en Martín y espantándole definitivamente el sueño.

Quiso sentirse seguro y confiado de que todo lo que hacía estaba correcto, pensando en que nada malo podía pasarle, porque


 

después de todo su pasaje era de ida y vuelta con una duración de 90 días, igual que su visa de turista, así que si algo salía mal, siempre podía regresar y hacer como si nada, como si volvía de un viaje de placer, visitando museos en Europa, caminando por esas grandes avenidas de los Campos Elíseos en París.

Todo según él estaba bien pensado, no estaba nervioso por eso, lo que si lo incomodaba y le ponía a ratos los nervios de punta era ese avión, el miedo, el miedo a no llegar y desaparecer antes de empezar siquiera la aventura. El miedo a desintegrarse y quedar hecho polvo entre miles y miles de pedacitos esparcidos en el mar.

Tomó una revista y la ojeó con prisa mientras el tiempo parecía que no pasaba, detenido allá arriba sobre las nubes.

Trece horas más tarde, después de un viaje que le pareció haber durado una eternidad, llegó a Barajas, tan cansado que si no hubiese sido por la enorme curiosidad que lo embargaba, se habría tirado allí mismo, sobre un banco del aeropuerto, a descansar.

Pero abrió los ojos y forzó sus músculos obligándolos a despertar y revivir. Porque después de todo estaba en España, la madre patria, por primera vez.

Pasó su pasaporte para que fuera timbrado por un oficial de aduanas, quien lo obligó a completar el formulario de ingreso al país que le habían entregado en el avión.

Luego se fue directo a retirar su maleta y a preguntar qué hacer, porque no tenía entonces la menor idea hacia dónde ir ni cómo hacerlo.

- Pero, ya estoy en España, -se había dicho-, ...y a salvo.

Minutos después Martín asomaba su maltraído cuerpo al calor aplastante del verano europeo, y con su maleta a cuestas se acercó a preguntarle sobre la tarifa de transporte hasta la Puerta del Sol, a uno de los choferes de taxis que se amontonaban en la vereda a la salida del aeropuerto.

En todo momento no pudo dejar de temer al engaño, desconfiado como era, de sentirse a la deriva en una situación que se presentaba entonces, por decir lo menos, compleja.


 

- ¿Cuánto es hasta la Puerta del Sol?

- Cuatrocientas pesetas, señor.

Recordó que el dato que le habían dado en Chile sobre las tarifas de los taxis hablaba de una cifra muy inferior a la que pretendían cobrarle. Comenzaba a transpirar y decidió volver a entrar al gran salón del aeropuerto a preguntar a un policía sobre la legalidad de esa tarifa.

Cuando el policía le escuchó decir lo que dijo, le pidió que lo acompañara a identificar a quien calificó como un verdadero estafador, pero el chofer ya no estaba, se había hecho humo. Seguramente advertido por mirones invisibles que podían estar en todas partes, como en su patria. Entonces, el policía llamó a otro taxi y lo recomendó a su chofer, acordando con éste la máxima cantidad de pesetas a pagar por ese recorrido. Y le tomó la patente.

- Me salvé, pensó, mientras viajaba. Me quisieron hacer leso desde mi llegada. ¡Vaya madre patria!

El Cervantes, hotel de dos estrellas, con aire acondicionado, a pocas calles de la Puerta del Sol y del Corte Inglés sirvió para que por fin descansara sus alicaídos huesos. Allí en una habitación con una sola cama de un hotel madrileño Martín logró dormir un poco, luego se duchó y salió a conocer las supuestas maravillas de esa gran metrópolis.

Entonces fue cuando al pasar a depositar la llave de su habitación en el hall del hotel, escuchó de los labios del conserje la frase aquella que no olvidaría nunca, y que se convertiría además en una de sus principales anécdotas de viaje:

- ¡Señor, tenga cuidado, cuide muy bien su billetera, mire que sus compatriotas andan muy bravos, robando a medio mundo!

Después, ocupó su tiempo en pasear, en conocer parques y museos durante dos largos días en los que había decidido detenerse antes de seguir a su destino.

Para mal o para bien no se topó con ningún chileno, apenas dijo una o dos veces 'olé' mientras comía una paella en algún pequeño y atractivo restaurante lleno de mesas con manteles color


 

rojo, y ya estaba en un asiento del tren que lo llevaría hasta París después de viajar toda una noche.



 

Quinto capítulo

Cuando el tren se detuvo en la estación Austerlitz de París, pensó que el corazón se le saldría del pecho, sin que pudiera detenerlo. De ahora en adelante deberían pasar muchas cosas importantes para cumplir con su propósito de quedarse en esas tierras.

Bajó del tren y comenzó a caminar por el andén mientras escuchaba una lengua para él incomprensible, hasta que llegó a un gran salón repleto de personas.

Gare d'Austerlitz; día miércoles 27;17:30 horas; hall principal de la estación. Esas eran las instrucciones. Allí debía esperar. Así que se sentó en un banquillo ocupado por otras dos personas y esperó.

Veía como la gente pasaba de un lado para otro. No entendía ni una palabra de lo que decían, pero estaba seguro que con el tiempo, en algún día no muy lejano, llegaría a comprender. Le llamaban la atención el carácter melódico de la lengua y el persistente sonido gutural del francés. Sobre todo las 'r' carraspeadas como si estuviera preparando un gargajo.

Cuando dieron las 18 horas y nadie llegaba a recibirlo, se aventuró a cruzar el enorme salón en busca de la oficina de informaciones, con la esperanza de llamar por micrófono a quienes


 

ya deberían haberlo contactado. Marcelo Farías era uno de los nombres que tenía escrito.

Pero, al llegar hasta la ventanilla todos los intentos que hizo por comunicarse resultaron infructuosos. La mujer detrás de ella sólo hablaba francés y después de un rato de intentar entender lo que Martín trataba de decirle, cambió súbitamente de actitud y simplemente lo ignoró.

Desconcertado, Martín desistió de su propósito y volvió a sentarse en el banquillo que ahora se encontraba vacío, por lo que aprovechó para estirarse.

- Después de todo son chilenos - se dijo - aunque estemos en París. Los chilenos nunca hemos sido puntuales para nada.

Cerca de las 8:30 Martín comenzó a inquietarse y a pensar que nadie llegaría a buscarlo. Que todo no había sido más que una vulgar estafa en la que había caído fácilmente. Porque, ¿de qué le serviría la carta sino sabía qué hacer con ella ni mucho menos dónde dirigirse?

Por un momento llegó a sentirse abandonado y obligado por las circunstancias a cambiar de planes. Es decir, a seguir el plan B y disfrutar del viaje como un simple turista.

Sin embargo, cuando ya se decidía a darlo todo por perdido sintió que alguien ponía una mano sobre su hombro.

- ¿Martín Fernández? preguntó el hombre.

- Si, él mismo - Marcelo Farías, supongo.

- Siento la tardanza, pero más vale tarde que nunca, dijo sonriendo.

- Qué chistoso, le contestó Martín, y yo que pensaba que me estarían esperando.

- No se preocupe amigo, yo lo llevo ahora a un hotel y planificamos las cosas. ¿Trajo la carta?

- Por supuesto.

El hotel estaba cerca de la famosa Plaza de la Bastilla y cuando llegaron ya casi oscurecía. Marcelo hizo de traductor y lo dejó instalado prometiéndole pasar por él al otro día a primera hora. Además, le hizo entrega de un número de teléfono más unos cuantos francos 'por si acaso', como le dijo.


 

La habitación era amplia, con vista a la calle desde donde provenían las inagotables sirenas de las ambulancias que no pararon de sonar durante toda la noche.

Anchas cornisas y un papel mural con motivos antiguos le daban a la habitación un dejo de otro siglo.

El baño era amplio y limpio, pero estaba equipado de manera muy curiosa. El agua caliente se pagaba aparte, estaba sujeta al depósito de monedas de 5 francos en una ranura especialmente implementada para tal efecto.

Martín no tenía idea, recién lo vino a descubrir al meterse a la bañera y cuando vio que el agua caliente se agotaba. Cada tantos litros, 5 francos. Así era el asunto.

No fue una grata sorpresa, pero el hecho de ser algo nunca visto y espectacular ayudó a aplacar su ánimo y a conformarlo.

Luego prendió el televisor y se acostó sobre la cama hasta que se quedó dormido.



 

Sexto capítulo

Su sueño esa noche, como lo sería después muchas otras noches, fue una mezcla de ansiedad con imágenes de una realidad difusa, resbalosa, inalcanzable.

Soñó que estaba y no estaba allí en la Ciudad Luz, que aún permanecía en su casa de Santiago y que los deseos de viajar y conocer Europa lo embargaban. Soñó que todavía no había dejado su país y que una mala racha de extrañas circunstancias no le permitía partir, ahogándolo, aplastándolo, haciéndole sentir impotente, con ganas de llorar.

Se despertaba por un momento para encontrarse completamente transpirado y volvía a dormirse para caer otra vez en ese mismo sueño.

Era un permanente no estar allá ni acá, de estar envuelto en una dimensión transitoria donde el espíritu aún no termina de asumir un cambio ya ocurrido.

Así, por la mañana, Martín tenía la sensación de haber sido triturado emocionalmente, sentía que una pequeña angustia le oprimía el pecho. Intentaba reponerse, cuando alguien golpeó a la puerta y él, en español, le dijo que entrara.

- Votre petit dejeuneur, monsieur.


 

Café, mantequilla, mermelada, panes tostados y un vaso de jugo de naranjas.

- Merci-, se le ocurrió decir.

La camarera lo miró con simpatía, mostrando una pequeña sonrisa.

Como a las 9:30 Marcelo Farías había pasado a buscarlo y se dirigían a realizar su primera diligencia.

Lo primero era ir a declarar su intención de refugiarse en Francia a una oficina de la policía.

Martín estaba nervioso, pero Marcelo logró calmarlo diciéndole que aquello era un mero trámite, que no había nada que temer. Que él estaba acostumbrado, que lo había hecho cientos de veces antes ayudando a otros compatriotas.

En la estación de policía gente de todas las nacionalidades y razas formaban una cola interminable. Era una cola de Babel que según Marcelo se formaba igual todos los días del año. La gente venía a Francia escapando de una guerra o dictadura, esperando encontrar en ella una mejor vida, lejos de las pesadillas.

Los franceses eran famosos por su tradición de 'Terre d' asile', a la que hacían honor abriendo sus puertas a los extranjeros perseguidos de todo el mundo, a pesar que había gente en contra, a causa del desempleo y los millones y millones de francos que se gastaban al mantener a miles de refugiados políticos.

Cuando le llegó su turno Martín llenó un formulario ayudado por Marcelo. Mostró su pasaporte y recibió una especie de recibo que guardó en su billetera por instrucciones de su compatriota.

- La carta la muestra más tarde, cuando yo le diga.


 

Séptimo capítulo

Después de pasar casi toda la noche caminando y haciendo memoria, Martín volvió a su casa a tomar desayuno, entrando por la puerta de atrás sin hacer mucho ruido. Se preparó un buen café, bien cargado, y desde la ventana de la cocina vio llegar el amanecer. Un amanecer chileno, donde poco a poco va apareciendo en el este la cordillera, y sólo después de ella el sol.

No se sentía realmente fatigado, así que prefirió tomar una ducha y cambiarse de ropa, dispuesto a enfrentar el nuevo día sin haber pegado un ojo.

Cuando su madre estuvo en pie él terminaba de mirar las fotos que habían quedado sobre la mesa del living. Ella se extrañó de verlo despierto y vestido tan temprano, cuando era de suponer que después de la salida de anoche iba a dormir a lo menos hasta medio día.

Se alegró de aquello que consideró positivo. Debía aprovechar lo más posible su estadía en Chile. Una estadía demasiado corta para su gusto de madre. Ella hubiese deseado tenerlo más tiempo a su lado, ordenarle su ropa y prepararle la comida con ese amor que la desbordaba. Era toda sonrisas para su hijo, esperando que cada cosa suya le agradara. Estaba decidida a hacerlo sentir cómodo y en familia. Así podría ser que decidiera volver a vivir entre los suyos y con ella.


 

En un principio no había logrado entender, cuando Martín partió hace años y después avisó que se quedaba.

Se suponía que ese era sólo un viaje, al que ella misma había contribuido ayudando a vender sus cosas y entregándole sus pocos ahorros.

Su padre, entonces vivo, había sospechado, pero fueron sospechas que ella no tomó en cuenta para nada, segura de que eran sólo aprehensiones de su marido.

Pero ese era el pasado. El triste pasado envuelto en géneros oscuros. Como visto detrás de los lentes oscuros del general que lo sabía todo. Un pasado malogrado para tantos chilenos y para ella, que vio a su hijo partir y no había vuelto a tenerlo hasta entonces. Aunque después de todo, con el tiempo comprendió que su hijo había tomado esa decisión porque no le quedaba otra, porque el país estaba hecho un asco era lógico que intentara buscar oportunidades que en su tierra le negaban.

Hacía tiempo que podía entender eso sin problemas. Desde entonces incluso dejó de llorar por su partida, y le dio gracias a Dios por darle un hijo capaz de atreverse a buscar por sí mismo una mejor vida en otra tierra.

Así se dieron las cosas -pensaba- pero ahora era diferente, la dictadura había terminado y los nuevos gobiernos civiles podrían ser una nueva esperanza para Chile. Ya podían volver los que se fueron. Su Martín, si lo quería, iba a encontrar una oportunidad y se quedaría en Chile.

- De todos modos... ¡despacio, mujer! -se dijo, calmándose a sí misma-, ...si apenas ha llegado.

Como a las diez se acordaron de que habían invitado a la Chelita con su hija a almorzar, y Cristina se apresuró en ir de compras para tener con que agasajar a sus invitadas.

- Pero si esta niñita está hecha toda una mujer-, fueron las palabras de Cristina al recibirlas.

Martín también pensó en que Marilú era toda una mujer, bien que esperaba encontrarse con una chiquilla. Y una mujer bella, desenvuelta, atrevida. Esto último cosa rara entre las chilenas -pensó- comparadas con las francesas.


 

Las francesas ya habían tenido hace rato su revolución sexual y el sexo dejó de ser para ellas un tema lleno de pudores e hipocresía como lo es todavía para la mujer chilena. En Francia no había de qué extrañarse en materia sexual. O te encuentras con una mujer que rápidamente te quiere llevar a la cama, o es una lesbiana que te confiesa su desviación sexual como si nada, en cualquier conversación.

¡Las chilenas no -estaba seguro-, a las chilenas hay que pololearlas!

Tenía su francesa, Chantal, a quien -sin estar enamorado- quería y sentía respeto, pero había algo en aquella relación que le preocupaba. Tal vez la excesiva independencia de su amiga y su amarga impotencia de macho para adaptarse a esa forma de vivir en pareja. Demasiada libertad lo ahogaba, haciéndole sentir inseguro.

- Así que tú eres Martín -le dijo Marilú- y ahora estás de paseito en Chile, ¿no es así?

La pregunta sorprendió a Martín, quien asintió con la cabeza. Aunque, sin dudas, él no estaba de paseito en Chile. ¿Qué es eso de un paseito? En realidad ni él mismo tenía muy claro el por qué de su venida.

Tal vez porque nunca se le quitaron las ganas de regresar. Jamás nada ni nadie se lo había impedido, pero durante mucho tiempo se quedó pegado, incapaz de tomar la decisión y volver, aunque fuera de visita. Eso, hasta el día aquel en que llevado por un impulso, después de 10 años, compró el billete de avión y llamó a su madre para anunciarle su llegada. Espontánea y sanguínea, tal como cuando se había ido, fue su toma de decisión.

Pero, de paseito en Chile sí que no estaba, porque esa experiencia del retorno era para él muy, pero muy importante.

Marilú, quien intuyó que algo ocurría y que algo se había detonado en la mente de su anfitrión

- No lo tomes tan a pecho -dijo- si es sólo una manera de decir. Algo así como que estás de vacaciones. ¿o es que piensas quedarte por aquí?


 

Martín no lo sabía, y hubiese querido no tocar ese tema entonces, inseguro de sus intenciones como estaba. Por el momento tenía que esperar y dejar que las cosas o se dieran o pasaran.

- Yo quiero volar -continuó Marilú- salir, descubrir el mundo. Vivir tal vez en París, en una buhardilla, vecina de artistas y poetas. Casi lo tengo decidido.

Bella, pero ingenua y desinformada, pensó Martín, otra persona más que se imagina que en París se vive de nada, de sueños; que cree que caminará por sus calles como caminaron Bretón y Víctor Hugo; se juntará en algún café con sus amigos y hablarán no más que de poesía en un ambiente infectado por el humo de los cigarrillos.

El conocía bien que la cosa no era así. Que la vida no es fácil en ninguna parte del mundo, ni mucho menos en París. Esa no era más que una visión romántica de Francia, la que siempre terminaba en desgracia, ahogando a sus ingenuos soñadores. Ya conocía algunos de ellos viviendo vidas no muy fáciles, complicadas.

Pero, ¿tenía que contradecirla?

Hermosa y decidida, se veía una mujer de armas tomar. Así es que sólo le dijo:

- Bueno, te puedo ayudar en algo. Y le sonrió.

El almuerzo fue un espacio donde cada cierto tiempo la Chelita lo acosó con preguntas sobre su vida en Francia. Quería saber como lo trataban los franceses, si las francesas eran bonitas, cómo se ganaba la vida, si se la ganaba, y si echaba mucho de menos.

Eran tantas cosas que Marilú se sintió obligada a interrumpir.

- Pero, mamá -le dijo- lo estás atorando.

- Pero si sólo quiero saber algunas cosas, como la criatura más inocente. Saber si es que hubo personas que se fueron como refugiados y que se han aprovechado viviendo como reyes.


 

Martín se disculpó mientras se levantaba de la mesa, antes que la Chelita continuara. Sabía reconocer cuando había segundas intenciones. Y ahora alguien pretendía hurgar en sus secretos.

No era posible. Qué podía saber ella -se dijo- típica señora que no sabe dónde está parada; que cree que porque vio algo en la televisión eso es verdadero; y que anda tratando de averiguar todo para después chismear de buena gana.

Pidió disculpas y se retiró, marchándose a la calle.

- ¿Dije algo malo?, preguntó la Chelita.

Marilú también se puso de pie después de hacerle unas muecas de desaprobación a su madre.

Martín no la esperó. Marilú tuvo que correr para alcanzarlo.

- Espera, no le hagas caso -le dijo, cuando logró alcanzarlo y seguir el ritmo de sus pasos-. No se da cuenta de lo que dice. Es una señora que no piensa mucho.

Pero, ¡detente! -le dijo de pronto, cansada, tomándolo con sus dos manos del brazo-. Conversemos, aún soy tu invitada ¿no es cierto?

Martín reaccionó y se detuvo, mirando el rostro hermoso de Marilú que lo instaba con un tono enérgico al reposo.

Reanudó su caminata, pero esta vez mucho más despacio.

Después de caminar en silencio, con Marilú tomada de su brazo, llegaron a una plaza donde se sentaron en el pasto, apoyando sus espaldas en el mismo árbol.

- A mi no me importa cómo se fueron los que dejaron este país, dijo Marilú. Lo importante es que se fueron. A algunos los obligaron y para esos debe haber sido espantoso, pero otros deben haber estado asustados o simplemente tan aburridos como lo estoy yo ahora e hicieron sus maletas. A quién le importa. -continuó-, a mi me tienen hasta la coronilla con eso. Siempre mirando hacia el pasado, juzgando sino al uno al otro.

Lo encuentro injusto. Igual que las preguntas camufladas que te hizo mi madre. No tenía derecho. Pero, perdónala, ya te dije, este país está loco. La gente está desorientada.


 

Martín la tomó de la mano y cambiando de tema le dijo:

- Sabes que somos medios primos. Ahora que recuerdo yo te conocí cuando tenías pecas y chapes y te vestían con trajes con vuelitos.

Ambos rieron.

A Martín decididamente no le molestaba estar en compañía de esa joven bella e inquieta, quien además mostraba ahora una inusual reflexión sobre las cosas que le acontecían.

Y a Marilú le parecía que por fin podía compartir con alguien capaz de comprenderla, alguien con más mundo y que había hecho hace mucho lo que ella ahora pretendía.

No volvieron a la casa, estuvieron juntos toda la tarde. Martín la condujo hasta al cerro Santa Lucía y desde su gran terraza observaron el crepúsculo. Marilú no paraba de hablar de su poesía y sobre el como instalarse en otra tierra.

Ya oscuro Martín comenzó a sentirse fatigado y decidió volver. Primero se ofreció para ir a dejarla, pero ella quería seguir mostrándole Santiago y tantas cosas que estaba segura que desconocía por completo. Muchas cosas cambian en una década.

- Te lo agradezco - dijo - has sido muy buena conmigo, pero estoy agotado. No he parado desde que llegué.

- Si no hay remedio..., dijo Marilú.


 

Octavo capítulo

La carta fue entregada más tarde ese mismo día, a cambio de un permiso de residencia provisorio, en otra oficina de París, donde tuvo que someterse a una entrevista en que dos personas esperaban amablemente a que él les respondiera. Una de ellas era el intérprete, un tipo delgado, de pelo corto, vestido con jeans y polera que hablaba un español de España pronunciando todas las zetas. La otra era una funcionaria de esa organización internacional que vestía pantalones, una blusa azul de seda con un enorme prendedor y que se encargaba de llenar un cuestionario.

Allí dijo lo que le habían dicho que dijera. Que como decía la carta, emitida por una supuesta agrupación por los derechos humanos que portaba, él era un hombre que corría peligro en su país, perseguido por los organismos de seguridad de la dictadura, quienes veían en él un activista del marxismo internacional, a pesar de que les había asegurado una y otra vez que no tenía nada que ver con esos asuntos y que no era más que un ciudadano común y corriente.

La carta decía también que había sido víctima de llamados telefónicos, amenazándolo de muerte si no terminaba con sus actividades subversivas, y él entonces aprovechó para dramatizar este pasaje buscando un mayor efecto en quienes lo interrogaban.


 

- Cada día por las tardes sonaba el teléfono y alguien me insultaba amenazándome. Después de eso, ustedes saben, les había dicho, después de eso es muy difícil dormir, sentirse tranquilo.

La entrevista fue corta y durante ésta no le fue difícil mentir. Casi no se dio cuenta de que no decía la verdad y jugó su papel de maravilla.

- Señor Fernández, le comunicó el intérprete, desde este preciso momento usted es aceptado en nuestro país como solicitante de asilo político. De aquí a unos seis meses usted tendrá la respuesta definitiva, de si su petición de asilo es o no aceptada.

Esto, que cualquiera podría haber llamado un buen principio, fue para Martín su primera piedra de tropiezo en la consecución de un sueño que ahora veía más complicado. Esa condicionalidad oficializada, consideraba él, desestabilizaba el control de sus planes, y lo ponía en una difícil situación.

Por un lado estaba seguro que le concederían el refugio y le permitirían radicarse en el país, pero, -¡y si no lo hacían! - si investigaban y descubrían que todo lo que les había dicho no era verdad. Que él era únicamente uno de esos compatriotas que sufría una violencia encubierta, no declarada. Esa violencia que se sufre cada día frente al noticiario de televisión cuando el general o alguno de sus esbirros amenaza sin escrúpulos a todos los chilenos. Aquella violencia que no se puede mostrar con marcas en el cuerpo porque las marcas quedan en el espíritu.

Para él, sin embargo, había sido más que suficiente el no haber querido continuar bajo la bota del dictador. Eso era todo. Y en estas circunstancias la carta y las mentiras no eran más que un subterfugio necesario. El objetivo era quedarse.

Desde ese momento, Martín quedó bajo la protección del gobierno francés y fue enviado al Hotel San Martín, en un barrio periférico de París, con comida y unos cuantos francos para el bolsillo.

Había entrado en el sistema.


 

Noveno capítulo

Desnuda en su tina, cubierta de espuma, Marilú decidió soñar despierta en todas las posibilidades que tenía por delante. Pasó revista a esa tarde con Martín quien a sus ojos era como un enviado del cielo para ayudarla a cumplir su sueño.

Muchos habían intentado acercársele, pero ella los había corrido. No quería hombres a su lado, por eso era siempre fría como una estatua, cargante y hasta insoportable. Se alegraba cada vez que veía a uno de ellos desistir en su conquista y abandonar su empeño hasta desaparecer por completo. La aburrían. No valían la pena. Los veía insensibles, siempre buscando lo mismo, ignorando por completo su vida interior e inquietudes.

Pero, Martín era diferente. Había sido ella quien corrió a su encuentro, y recordó también cuando éste le tomó la mano en la plaza haciendo que se crisparan todos los pelos de su cuerpo.

- Además es buenmozo-, dijo de repente en voz alta, contenta.

Luego se jabonó el cuerpo lentamente, con creciente sensualidad, se acomodó en la tina y fue bajando su mano derecha hasta que sus dedos encontraron los rubios y mojados bellos de su sexo. Allí los dejó, haciéndose cariño suavemente, tiernamente, dejándose llevar sintiendo un gran placer procurado por ella


 

misma, hasta que se relajó, quedó rendida bajo la tibieza del agua y las pompas de jabón.

- Martín - susurró....

Haber encontrado en Martín la persona precisa en el momento oportuno no iba ya a dejar su mente. Sentía, como nunca, que estaba en lo correcto. Su intuición de mujer le decía que ésta era la oportunidad que esperaba. Y usaría para ello todos sus recursos disponibles.

Quería que Martín espantara su miedo, que borrara sus temores con el simple traspaso de su experiencia y fuera él quien le abriera la puerta a ese antiguo nuevo mundo con que soñaba.

Pero, hasta el momento sabía tan poco sobre él. ¿Cómo había Martín partido a Europa?, ¿tendría razón su madre al haber sugerido que él podía ser uno de esos que se aprovecharon de las circunstancias y que vivían un exilio dorado, aprovechándose de otros? ¿o había tenido realmente problemas políticos y simplemente no gustaba de andar gritando sus cosas a los cuatro vientos?

No era que le importara, le daba lo mismo, pero quería saberlo, necesitaba saberlo. Y fuera la que fuera, ¿habría hoy otra oportunidad como esa para ella?.

De pronto se sintió despertar, se dio cuenta que tenía los dedos arrugados por el tiempo que llevaba bajo el agua, se mojó el pelo hundiendo hacia atrás su cabeza y se paró alcanzando una toalla para secarse. Enseguida se puso una bata, dejó una toalla cubriendo la parte superior de su cabeza y salió del baño decidida a encontrar papel y lápiz con que escribir.

Al otro día como a las diez telefoneó a Martín quien aún regaloneaba con las sábanas.

- Te pillé durmiendo, ¡dormilón!

- Es que estoy recuperando fuerzas.

- Juntémonos a almorzar...

- De acuerdo.


 

Casi sin reparar en lo que hacía, Martín se puso en pie y respiró profundo mientras abría de par en par sus brazos. Era otro día en su tierra y a la natural ansiedad del redescubrimiento de su país se le sumaba ahora la inquietud misteriosa que Marilú provocaba en su espíritu.

No había nada entre ellos, ni tenía la intención de que lo hubiera, pero ella le agradaba. Su ternura y espontaneidad le llamaban le atraían, además que su belleza que le hacía el centro de atención en donde fuera.

Ella conocía esos lugares nuevos y atractivos que él hasta hace muy pocos días ni siquiera imaginaba

Hoy iremos al Parque Forestal, y mañana a Viña. Tal vez al museo de Bellas Artes si hay algo interesante.

Por un momento se sintió turista en su propia tierra, y su madre sonrió al escuchar esto al desayuno. Aunque quedó pensativa al enterarse que saldría nuevamente con Marilú. ¿No quería esta niñita irse a vivir al extranjero?

- Volverás en la tarde a comer, preguntó.

- No sé, mamá... te aviso.



 

Décimo capítulo

Cuando salió de su casa ya era mediodía, cuatro horas más que en Saint Brevins, donde seguramente Chantal, su compañera, se encontraba preparando el desayuno para luego ir a trabajar.

Como a las 8:30 ella bajaría del departamento y caminaría los poco más de 100 metros que la separan de la parada de autobús. Allí a las 8:37 en punto subiría al autobús y se dejaría llevar hasta el lugar donde trabaja.

Admiraba y repudiaba al mismo tiempo ese orden casi perfecto, esa exactitud sin excepciones, en un país donde los trenes parten a las 11:07 o a las 23:41, sin fallas.

Nunca había entendido realmente como podía todo eso funcionar. Una flota de buses modernos circulando en un orden espectacular, conducidos por choferes bien pagados y cumpliendo sin problemas con un horario estricto.

Como aún tenía tiempo prefirió tomar una micro en vez de un taxi, esperando una experiencia diferente, más cerca de su gente. Y tomó la 239B que pasaba por la Plaza Italia.

Los frenos de la micro rechinaban y el chofer venía histérico. Unos cuantos paraderos más y la micro se llenó hasta la pisadera. Entonces sintió como si se encontrara en medio de una lata de sardinas y quiso bajarse de prisa aprovechando la primera parada.


 

- Permiso, permiso, perdón, disculpe.

- Pero, oiga, por qué no se fija

- Lo siento, aquí me bajo

Logró descender y arreglarse la ropa desordenada debido a tantos roces y empujones.

Caminó contento, observando cada cosa en su camino sin perderse nada. El día estaba hermoso y la cordillera podía verse a pesar del smog. Caminó silbando, relajado, hasta que descubrió que su billetera había desaparecido. Incrédulo, se buscó otra vez en el bolsillo posterior y como no la encontró siguió con más nerviosismo buscando en sus otros bolsillos, sin encontrarla.

- ¡Chuchas! -dijo de pronto- me robaron la plata, las tarjetas de crédito y el pasaporte.

La micro ya iba muy lejos para seguirla. No se había dado ni cuenta, tenía que haber sido en medio de todos esos empujones y roces al bajarse.

Hizo parar un taxi y le pidió que lo llevara al lugar acordado con Marilú. No tenía intención que esto le arruinara el día. La plata perdida no era mucha, y las tarjetas quedarían bloqueadas en cuanto diera aviso. El único problema era su pasaporte francés, aunque aún conservaba el chileno, con lo que podía moverse sin problemas.

Por esas circunstancias felices de la vida, Marilú había sido puntual, y estaba esperándolo.

- Súbete, me robaron.

- ¿Cómo que te robaron...?

- Algún mano larga metió sus deditos en mi bolsillo. Y ahora me veo obligado a bloquear las tarjetas, denunciar el robo y volver a mi casa a buscar más plata. Aprovechemos el taxi.

Llegaron a la Comisaría y antes de bajarse Marilú tuvo que pagar el taxi. Entraron y al hacerlo el carabinero de guardia, apostado detrás de un gran mesón, les pidió esperar para ser atendidos. Un poco más allá se veían otros carabineros conversando, pero ninguno se interesó en preguntarles por el motivo de su visita.


 

El que estaba de guardia escribía en un libro gordo sin levantar la cabeza mientras se escuchaba una voz entrecortada en un pequeño, pero al parecer potente equipo de comunicaciones. Martín pensó haber olvidado ese olor habitual de los cuarteles policiales. A pesar de que él había sido un frecuente visitante durante la dictadura, detenido innumerables veces por infringir el toque de queda.

Un rato después el carabinero de guardia levantó la vista y sin mirarlos siquiera preguntó:

- ¿Qué se les ofrece?

- Venimos a denunciar un robo.

- ¿Qué robo?

- Me robaron la billetera mientras viajaba en una micro.

- ¿Cuándo, y dónde...?

- Bueno, la micro iba por la Gran Avenida, como a mediodía.

- Su nombre...

- Martín Fernández.

- Carnet...

- Precisamente me robaron el pasaporte, yo vivo en el extranjero. Pero soy chileno - se apresuró a decir

- El de la dama entonces...

Marilú sacó su carnet y lo puso sobre el mesón para que el carabinero lo anotara. El carabinero escribió la denuncia, les pidió que la firmaran y les dijo que en todo caso ellos no podían hacer nada. Que sólo quedaba estampada la denuncia del robo del pasaporte, lo más importante, por si acaso algún vivo quisiera suplantarlo. Acto seguido el carabinero se puso a atender un llamado hecho por radio e hizo como si el asunto estuviera terminado.

- Vamos, le dijo Marilú, aquí no hay más que hacer, vamos ahora a bloquear tus tarjetas de crédito.

Martín se sintió aliviado de dejar la comisaría, donde si no fuera por el supuesto respaldo de la denuncia, hubiese pensado haber perdido el tiempo.

Dieron media vuelta y cuando se disponían a salir, de pronto aparece ante ellos el mismísimo Humberto Garrido, traficante


 

amigo de su amigo Pato Mancilla, esposado, en medio de dos enormes carabineros.

Cuando Humberto vio a Martín abrió grandes sus ojos, pero fingió no conocerlo, y en su lugar no halló mejor idea que ponerse a cantar:

- 'Díganle a la Piti que la estoy queriendo, díganselo rápido'.

Pero, hasta ahí llegó, porque lo hicieron callar con un fuerte manotazo en el pecho.

En todo caso esto había sido más que suficiente, el mensaje había sido recibido y bien comprendido por Martín quien salió de prisa con Marilú tomándola del brazo.

- Pero, qué te pasa ¿viste un fantasma?

- Algo parecido.

Humberto Garrido había sido arrestado no hace mucho y por casualidad, cuando un policía, llamado por el deber, perseguía poner término a una trifulca suscitada por tres hermanos que trataban de darle una pateadura a uno de sus cuñados.

Al ser alertado por los vecinos el policía había apurado el paso y en su recorrido tropezó estúpidamente con Humberto, quien estúpidamente también se pasó una terrible película y cuando se vio con el hombre de verde encima entró en pánico y desesperó.

El policía, que por el costalazo veía como su intención de correr tras los hermanos agresores se desvanecía, se levantó sobándose la cadera y se desquitó con Humberto, sospechando de inmediato de él y procediendo a revisarlo.

Desgraciadamente Humberto portaba dos gramos de coca para su consumo personal, suficiente para ser arrestado y puesto a disposición de los tribunales.

El no iba a decir nada, pero sabía que cuando sus amigos lo supieran se iban a preocupar, temerosos de que abriera la boca. Pero, en todo caso estaba como consumidor, bien que no se sabía porque arreglos muy misteriosos estaba a punto de pasar a manos de la Policía de Investigaciones para ser interrogado.

Así que el encuentro casual con Martín le venía como anillo al dedo. Tenía que prevenirlos.

Continuará