Cuentos de Gudmani

Claudio Gudmani nace el 21 de Noviembre de 1965, estudia Licenciatura en Arte en la Universidad Católica de Chile con mención en Pintura entre los años 1986 y 1991, donde tiene como profesores a Gonzalo Cienfuegos, Eduardo Vilches, Gaspar Galaz, Hernán Miranda, entre otros. También participa en los Talleres Literarios de Enrique Lafourcade, José Luis Rosasco y Marco Antonio De la Parra. Su creación es silenciosa, introspectiva y apartada de los círculos del arte y la literatura. Sin embargo, expone de vez en cuando como una forma de exorcizar sus imágenes internas, en diferentes lugares y ha publicado un libro de cuentos, del Taller de Isabel Edwards, en conjunto con otros creadores (“Nos vemos el viernes”, 1994).

 

 

ARREBATO

 ¡Qué importa donde fue!... Tú ya no podrás saberlo. Ella era mucho más joven que tú y eso, a mi edad, es suficiente para apasionarse. Además cuando se viaja solo, uno está más tentado a buscar estas relaciones. No tenía un rostro muy aventajado, pero su cuerpo se ofrecía exuberante... ya sabes, “la carne es débil”... La primera noche que pasé con ella fue muy excitante, pero luego, poco a poco, cada vez que me la topaba en ese pueblo, me era más intolerable. La humedad del clima me empezó a agobiar. Ya sólo me quería ir de ahí, pero no podía. Tú sabes, en viajes de negocios hay que sacrificarse. Cuando mis clientes firmaron los papeles sentí alivio. Ya podía irme, pero ella tuvo que venir aquí, siguiéndome, tras mi dinero. Porque, en realidad, yo ya estoy viejo y no soy atractivo para una jovencita como esa. Al regresar venía feliz de volver a verte después de un mes afuera. Siempre te he querido, tú lo sabes, pero ella tenía que arruinarlo todo. Averiguó donde vivía y, lo que es típico en las mujeres, comenzó a hacerme una serie de peticiones estúpidas. Yo, por mi malforma­ción profesional, creí que un poco de dinero lo arreglaría todo, pero no fue así. Dijo que me amaba y aunque me sentí halagado, no le creí ni una pizca. Por supuesto la rechacé, por ti y por mí. Empezó a amenazarme con decírtelo. Eso era intolerable, no podía dejar que lo arruinara todo. Además yo tengo mi carrera política. Fue así que un día apareció en mi oficina y yo, para evitar el alboroto, la cité a un motel. Le dije que todo se arreglaría y así fue. Para ti y para mí. Ella me besó, pero no pudo seducirme, yo soy un hombre integro, cuando decido algo lo hago, así es que, sin meditarlo más la apuñalé. Y ahora resulta que tú lo averiguaste. Claro, si la gente nunca se queda callada. Lo ven a uno por ahí con una mujerzuela y creen que uno va a arriesgar todo por ella. Y tú aquí llorando y pidiendo explicaciones como ella. Estoy cansado de mujeres así. Ya no soporto más, si no te callas, tendré que hacer lo mismo contigo. Y sigues y sigues con lo mismo y yo que ya lo decidí, mejor solo que mal acompañado. Adiós querida, que descanses en paz.

 

ECUACIÓN

El verano casi había llegado. Sólo faltaban las últimas pruebas del año. La profesora de matemáticas mezclaba números con palabras, letras al cubo, consonantes al cuadrado y otras relaciones abstractas que el niño no entendía. Javier era tímido, pero a pesar de su poca comprensión de la clase particular, preguntaba de la forma más inteligente posible para ver como los hermosos ojos de ella se sorprendían. Su sola sonrisa por un logro mínimo, que para él era toda una odisea, le provocaba un escalofrío agradable en la piel. Pero, a veces, cuando su concentración era vaga, no respondía bien y la profesora, con gran impa­ciencia, lo retaba enérgicamente manifestando toda su ascendencia alemana. Él, con tristeza, bajaba la cabeza y se sumía en el silencio más absoluto hasta el fin de la clase.

–Quiero que hagas todas las tareas que te dejé y, si no entiendes algo, anótalo para que me lo preguntes la próxima vez.

–Sí, señorita Rohthauser.

Ella tomaba los libros con las dos manos cubrién­dose su pequeño busto con ellos. El vestido suelto y largo no permitía ver en ella ningún encanto, pero Javier se la imaginaba, desnuda, delgada, fina. Su piel absolutamente blanca y el cabello marrón, suelto, sin ese moño opresor. Así, aquellas ensoñaciones que eran habituales durante la clase y al final de ellas, provocaban en el rostro del niño una expresión plácida, tonta.

–¿En qué piensas, Javier?

–No, en nada, en los números y letras de la ecuación. Son como peras y manzanas, ¿no es cierto? –preguntó, mirando fijamente los insignificantes pechos de la mujer.

Ella, sintiendo la extraña actitud del niño, contestó nerviosa.

–Sí, eh..., ¿las letras, dices tú?, sí, bueno, son como peras y manzanas.

–Nos vemos el Jueves, Srta. Rohthauser –despidió añorante Javier.

–Eh, sí, así es, el jueves a las cinco.

Ese día, a esa hora, hacía calor. La sala donde se realizaba la clase era iluminada por el sol que irrumpía por los ventanales. Sobre la mesa, los cuadernos y otros útiles escolares resplandecían y la profesora, esta vez, debido a la alta temperatura, llevaba una solera sin mangas y una falda ajustadita en la cintura y suelta hacia abajo. Esta vez no había que imaginar tanto al mirarla. Javier babeaba entre cada explicación aritmética que ella hacía.

–Si “a” es mayor que “b”, “a²” es mayor que “b²”, ¿Entiendes?

–Sí, eso es fácil.

–Pero hay una excepción. ¿Sabes cuál es?

–No, ¿cuál?

–Los números negativos. Por ejemplo, si “a” es –1 y “b” es –2, “a” es mayor que “b”, pero “a²” es menor que “b²”, porque “a²” sería uno y “b²”, cuatro.

Javier se quedó con la boca abierta. Sin embargo, sorprendió a su profesora con una interesante apreciación.

–Ah, claro. Mi mamá tiene una deuda en el banco y siempre dice que los intereses disminuyen nuestro capital y, a veces, dice que le convendría endeudarse más consiguiéndose un crédito y así tendríamos más dinero disponible.

La señorita Rohthauser rió. No era un ejemplo exacto, pero sí muy ingenioso. Sin embargo, pronto se sorprendería más.

–Me encanta su piel, ¿puedo tocarla?

–¡No! –dijo instintivamente retirando su mano cercana a la de él.

Javier bajó su mirada, avergonzado. Ella, con un sentimiento tonto de culpabilidad rondando en su mente, se acercó a él.

–Está bien, tócame.

El niño tímidamente acarició la mano de la mujer, avanzando luego por el brazo y el hombro. Ella sentía un calorcillo interno, una sensación exquisita, entre nueva y olvidada. Imaginó que esas manos eran de un hombre cuando tocaron sus pechos y cuello. Estaba con los ojos cerrados en una ensoñación maravillosa. Javier, por su parte, sumaba y multiplicaba años, iba elevando al cubo su experiencia varonil, mientras recorría el cabello suelto de la mujer. De pronto, fueron las bocas las que se rozaron. Ella recordó cuando era una muchacha, aquel profesor del cual estuvo enamorada. “Javier, Javier”, repetía en plenitud.

–Aquí estoy –escuchó.

Al abrir los ojos, el niño ya no estaba frente a ella. En su lugar un apuesto hombre le sonreía con todos sus problemas resueltos.

 

 

EL APRENDIZ

El hombre estaba solo, no tenía oficio. Sí, muchos deseos, pero ninguno cumplido. Tampoco tenía mujer. Lo dejaron en aquel pozo para que aprendiera de la oscuridad.

–¡Pierde el miedo! ¡Libérate del hambre y del frío! ¡Controla tus latidos y aprende a ver con el ojo de la intuición! Sólo entonces lograrás que tus pensamientos se realicen. ¡Eso es la magia! –le dijeron los viejos sabios con autoridad.

Trece días estuvo ahí, aislado, en completo ayuno, sin sentir calor ni frío, con el agua hasta las rodillas. Sin embargo, su ojo mental viajaba a través de los espacios y tiempos sin límite alguno. Entonces fue que pensó en salir y en un chasquido de dedos ya estaba afuera. Pero aún no tenía la sabiduría para usar sus poderes y comenzó su larga lista de errores...

Primero la luz del sol lo encegueció. Había estado en tinieblas mucho tiempo. Estuvo vagando así por unos siglos. Luego, cuando pudo ver, se encontró en el hermoso paisaje del mundo. Maravillado, se puso a pensar en todo lo que había esperado por ese momento. Recordó sus deseos y quiso hacerlos realidad. Parpadeando, imaginó su morada en la cima de un monte con vista al mar y de espaldas a un bosque. De pronto todo estaba ahí, tangible. Luego puso en su mente a la muchacha que había amado con la intención de traerla desde el ayer y ¡zas! la mujer apareció vieja y bien muerta después de los siglos pasados. El gimió de horror y sus ojos se desor­bitaron. Pidió una explicación y se la dieron:

–¡Sólo Dios puede revivir a los muertos. Esa es la pena que deben llevar a cuesta los que vivimos más que otros; y los magos somos precisamente de esos!–dijeron los viejos sabios.

El Aprendiz se sentó bajo el árbol del silencio y estuvo ahí por muchos años. Un día despertó con la idea genial de hacer una mujer como siempre había soñado. Esta debía ser hermosamente angelical, delicada y sensible. Imaginó su creación y, en un segundo, ella apareció frente a él y quedó prendado de su belleza. Al principio todo parecía perfecto, pero pronto fue descubriendo su fragilidad. Tan delicada era que no podía hacer ningún trabajo hogareño. En pocas palabras la mujer era una inútil. Como si fuera poco, debido a su sensibilidad, se ponía a llorar por todo. Era solamente una hermosa estatua griega melancólica y enfermiza. El Aprendiz quiso desaparecerla, pero no pudo...

–¡Así como no podemos revivir a los muertos, tampoco podemos eliminar a los vivos, aunque hayan sido creados por arte de magia! ¡Qué esto te sirva de lección! –advirtieron los viejos sabios, y agregaron–¡El secreto de la creación requiere de mucha sabiduría!

El Aprendiz se ofuscó. Quiso vengarse del destino y pasó toda la época del medioevo hechizando mortales por medio de engaños y oscuros pactos que a nada bueno conducían...

Fue así que en castigo, los viejos sabios decidieron encerrarlo en el pozo con el fin de volverlo a iniciar. El Aprendiz pasó cinco siglos ahí hasta que fue liberado. Hoy se le conoce con el apelativo de “hombre de ciencia” y sus poderes ya no se conocen como magia sino como “tecnología”. ¡Quiera Dios, que los viejos sabios no se hayan equivocado!