Cuentos de Eugenio Mimica Barassi

 

Cuentista, novelista, cronista y articulista, Eugenio Mimica-Barassi es autor de los libros Comarca fueguina (1977), Los cuatro dueños (1979, reeditado en 1991), Quién es quién en las letras chilenas (1981), Travesía sobre la cordillera Darwin (1983), Un adiós al descontento (1991) y Enclave para dislocados (1995). Autor además de la Agenda de efemérides magallánicas (editada entre 1993 y 1997) y de la obra teatral Una dama para Juan (1978), que fuera presentada en dobles funciones durante una semana en el teatro Municipal de Punta Arenas.

Su libro de cuentos Los Cuatro Dueños fue merecedor veinte años atrás al Premio Municipal de Literatura de la ciudad de Santiago, en tanto desde el año 1990 es Miembro Correspondiente en Punta Arenas de la Academia Chilena de la Lengua.

 

EL HACEDOR DE COLORES

El viento se encarga de arrear las nubes que pueden ser blancas o grises, aisladas o compactas, haciendo que cambie la luminosidad ambiente. Las aguas de un lago o del mar varían entonces desde un azul profundo hasta un celeste suave, de un verde oliva a un calipso, de un marrón a un café, de un ceniza a un lila acentuado. Estos colores pueden todavía descomponerse en una variedad inimaginable de tonalidades, en cosa de minutos.

- Papá, la profesora me dio la tarea de dibujar y pintar el mar - le dijo un día el niño a su padre, y el padre lo llevó en su automóvil hasta el faro de entrada a la bahía.

- Ahí lo tienes, es todo tuyo - le dijo el papá, y el chico se puso a dibujar sobre su cartulina un piélago limitado por unos cerros de fondo. Luego se dedicó a matizar lo trazado. Coloreó los cerros de verde oscuro con vetas blancas que bajaban desde las cumbres, para asemejar a la nieve. Pero cuando quiso pintar el mar no supo qué tinte ponerle. Usó primero el verde turquesa, porque así se veía, pero luego siguió con el gris porque se había vuelto de ese color. Al rato usó el celeste y enseguida el blanco por las olas que espumaban en la superficie, sin embargo de pronto desaparecieron las olas y el agua se volvió quieta, de azul petróleo con filigranas adamascadas. Una hora y media estuvo el niño intentando en darle un matiz definitivo a su obra y lo único que consiguió fueron manchones de todo tipo y pigmentación, como si estuviera pintando repetidamente un proyecto de arco iris.

- Yo creí que era azul - dijo desanimado, a punto de llorar.

- En verdad todos lo son, menos éste - lo consoló su padre - pero no te preocupes que no es culpa tuya sino del viento. Es él quien fabrica las distintas tinturas del agua que tanto te han complicado. Te propongo volver más tarde, una vez que se canse de soplar. Entonces te aseguro que podrás pintar tu mar como son normalmente todos los mares del mundo.

 

 

EL ORDEN ESTABLECIDO

Quiso poblar su mundo con palomas y tener junto a él a esas aves símbolo de concordia, de paz, de apariciones mágicas en manos de algún ilusionista. Llevó a las cuatro primeras, dentro de una jaula, hasta su casa solitaria. Les fabricó un palomar adosado a su vivienda y las alimentaba con granos de trigo y migajas de pan. Pobladoras permanentes de parques y plazas, anodinas defecadoras sobre cabezas y hombros de próceres y padres de la patria, solaz para ancianos y jubilados que descansan su cansancio en los escaños, eran por tal amistosas y confiadas, hasta de los niños que suelen corretearlas con intenciones que nunca se saben ni se han sabido cuales son.

Estaba feliz con sus palomas. Pero una madrugada aparecieron los caranchos. Fueron tres que llegaron planeando sobre los cañadones, batiendo lento sus alas casi a ras de los coironales, buscando, observando, investigando, atentos a qué atrapar y engullir. Las ingenuas afuereñas trataron de emprender la huida y en el revuelo se olvidaron de la protección que podría darles el palomar.

No tuvieron suerte. A veinte metros de altura las cogieron, las imantaron, las atenazaron las patas engarfiadas de los caranchos. Cuando éstos aterrizaron, para darse el manjar de sus vidas, ya estaban muertas, acaso por la impresión. El viento se encargó de limpiar el sitio del suceso. Ni siquiera sus plumas quedaron como testimonio de la masacre. Fueron llevadas y esparcidas lejos, muy lejos, transportadas por ráfagas violentas y desperdigantes, para que nadie osara invadir con palomas ese mundo a contramano de las costumbres ciudadanas.

 

 

 

ANTINATURA

Ya no le servían la almohada, los recuerdos, la recopilación mental de las horas junto a Isabelina. El alejamiento era una tormenta que sólo se apaciguaba con ella, con su aroma, con ese bálsamo tan íntimo y particular, y con su cadencia y sus recodos. Pero estaba lejos. No se volverían a reunir hasta después de las fiestas de fin de año, tras cumplir con ese ritual, con esa farsa, con esa intrascendencia de estar en el campo, en casa de su familia, durante aquellos días que antes, en su infancia y adolescencia, fueron añorados y que ahora eran siglos, más que siglos, eternidades.

Sí, visitar a su gente, permanecer con ellos acompañándolos durante Navidad y Año Nuevo, era ya un rito deplorable, fingido. Extrañaba a Isabelina, y sin nada que hacer en medio de la soledad circundante salía a caminar, dejándose empujar por el viento, recordando a la amada que también estaría recordándola allá, en la ciudad ultramarina, ultracapitalina.

Las noches se le hacían insoportables, porque le asaltaban sin piedad los destellos de posesión amatoria. Por eso se levantaba temprano y salía a recorrer los potreros, caminando sobre la llanura amarillenta, reseca y ventosa. Andaba kilómetros. A veces corría, y corría tanto, como huyendo de su propio ardor, como intentando dejarlo atrás, que terminaba por caer, cansada y jadeante entre los matorrales.

Fue en uno de esos descansos que le llegó patente el aroma de su amor. No era su imaginación, no era el recuerdo. Estaba allí, presente, real. Lo podía oler, provenía de un calafatal enano con flores a punto de abrir sus pétalos amarillos. Se acercó a él hasta rozar su nariz con las ramas, para impregnarse entera con ese aroma, que era igual al de Isabelina, y el deseo la invadió como nunca antes. Despojándose de sus ropas inferiores se sentó sobre el pequeño arbusto, que era la reencarnación de la amada. Se restregó y restregó, y gimió y gimió, hasta que las espinas del calafatal le dieron la satisfacción contenida durante tantos días. Luego volvió a casa, reposada y feliz. Rasgada y sangrante, pero feliz.