CUENTOS DE GONZALO RODAS*

 

EL CARTERO

El cartero de la isla

De tanto caminar, no supe cómo llegué a una isla solitaria.
Eso fue en los primeros años, en que ya desempeñaba el oficio de repartir la correspondencia. Al comienzo, mantuve en mi poder cada carta durante muchos meses. Lo que más me interesaba era que no se me perdiera ninguna. De todos modos, empezaron a sufrir deterioro. Recuerdo que los sobres estaban cada día más amarillentos, y a punto de desintegrarse. Las cuidaba celosamente, por miedo a entregarlas en forma equivocada. Aún no había hecho llegar ninguna carta a su destino, pero no perdía la esperanza de lograrlo algún día.
Con el tiempo, fui aprendiendo a arreglármelas cada vez mejor. Me resultó difícil porque, habitualmente, me encargan encomiendas extrañas, de distintas clases y formas. Es común que algunas mercancías vengan envueltas de muy mala manera, mientras otras traen un bello envoltorio de regalo y una rosita de papel. Igual, todas llegan deterioradas a destino. Recuerdo algunas que venían sin envolver. Hay gente que manda las encomiendas sin un miserable papel que la contenga. O no le ponen remitente. Eso sería lo de menos, lo peor ocurre cuando tampoco le escriben la dirección del destinatario.
De repente necesito parar un poco a ordenar mis pensamientos. Entonces, voy a la playa, solo, a ver si me encuentro con mi razón de ser. Mirando el mar y escuchando el ruido de las olas me doy cuenta de lo que soy y de lo que quiero ser.
Así como hay gente que lleva libros a la playa, simplemente para entretenerse, yo prefiero leer en la arena, los mensajes escritos en ella. Nunca he sabido quién los puso ahí. Realmente, no sé con quién me estoy encontrando. Quizás con alguien como yo, que también escribe cartas que nunca nadie leerá. Vivo así, buscando y buscando, hasta morir sin encontrar. A veces me digo que no he venido al mundo a encontrar, sino solamente a buscar, que no es lo mismo.
Me gustaría poder decir que todas las cartas que reparto las he tenido que ir a buscar previamente al correo. Es que eso sería lo lógico. Pero, la realidad es bien diferente. Muchas de las misivas y mensajes que hay en mi maletín los tuve que recoger del suelo.
Eso pasa porque mi trabajo es algo que no termina nunca. Cuando voy por la calle, no tardo en ver un papel en el suelo. Un papel que, en ningún caso es basura, sino una carta que alguien escribió. Para mí es importante hacer llegar ese mensaje. No puedo evitarlo. Parece ser mi misión.
A lo mejor, sería preferible que algunas cartas no llegaran nunca. Pero, eso yo no lo puedo decidir. De cualquier manera, es mil veces preferible que llegue lo que no tendría que llegar, con tal que no se queden en el camino esos otros mensajes que, imperiosamente necesitan arribar.
Las cartas que encuentro tiradas por la calle, tengo derecho a leerlas, pues vienen abiertas y sin sobre. Son mensajes que buscan a su destinatario, y soy yo el que tengo que descubrirlo. Por supuesto que no es fácil. Hasta cartas de amor he encontrado en las baldosas, siempre cerca de un árbol. La primera vez que vi una esquela en plena vereda, no pude resistirme y la recogí. Quise leerla pero no estaba completa. Era apenas un trozo, lleno de misterio. Me dolió esa carta porque mostraba una situación como de ruptura, aunque el mensaje estaba escrito en términos de acogida. Una contradicción que a mí no me correspondía aclarar.
Cada vez tengo más claro que mi misión es hacer llegar los mensajes. Ya sabrá la otra persona qué hacer con el resto que falte.
Para ir a buscar el correo proveniente de otras islas, salgo en mi débil bote a recorrer el archipiélago. Voy contento, pensando que en mi equipaje debe ir la gran carta que le mejorará la vida a alguien. Al final, siempre me decepciono, quizás porque mis expectativas son demasiado abultadas.
Remo con dificultad, muchas veces con el viento en contra. Una vez había tiburones y tuve que volver.
Necesito pasar, con la máxima naturalidad posible, entre medio de las guerras que se están llevando a cabo entre ciertas islas, por la supremacía del océano. Voy esquivando cañonazos y tratando de que no me hagan prisionero. Afortunadamente, soy también el encargado de llevar información secreta, como las palabras claves, las que cambian todas las semanas. Me viene bien así porque demoro siete días en aprendérmelas.
Empiezo a darme cuenta que lo que busco en la vida es alguna carta para mí. Una de ésas que no se quedan en el camino. Casi diría que estoy seguro de esto. Aunque se trate de una comunicación agresiva o frustrante, quiero que llegue, pues hasta eso es preferible antes que la duda, y desde luego, mucho mejor que la indiferencia. Quiero saber lo que la gente tiene para decirme.

 

LA ESPERANZA

Desde hace unos pocos años empecé a llevar regularmente las cartas a la residencia de Dios. Esto es lo más notable que ha pasado en mi vida. O lo fue, por lo menos, hasta anoche.
Voy todos los días, aunque no tenga casi nada para entregar. Prefiero no guardar ningún papel para el día siguiente.
Es una casa hermosa y grande, de tres pisos, en lo alto del monte. Las numerosas ventanas me hacen pensar que allí debe vivir mucha gente.
A media mañana llego, cada día, hasta ese lugar, una cima amplia llena de vegetación. Me acerco lentamente a la casa, disfrutando su cercanía. Toco el timbre, y al poco rato me abre la puerta un tipo gordo y sonriente. Es un simple empleado, pero lo respeto porque representa al dueño. Todos los días lo miro con cara de estar listo para escuchar de él una palabra acogedora, como “Adelante” o “Pase”. Sin embargo, todos los días debo aceptar su tácita negativa a dejarme entrar.
Resignado, abro mi maletín. “Cartas para el Señor” dice la etiqueta pegada a la franja de papel que las mantiene a todas amarraditas. Se las tengo que entregar al simple empleado, quien las recibe con una sonrisa suficiente.
Mi secreta esperanza es ser invitado a entrar, algún día, y poder conocer la casa por dentro, recorrerla entera, y conversar con el propietario. Pero, una y otra vez he debido irme, así no más, y bajar hasta la playa pensando que, ya habrá otra oportunidad.
Hoy es un día diferente. Vengo lleno de felicidad, y ya imagino la cara que pondrá el simple empleado cuando me vea llegar y me abra la puerta. Es que anoche sucedió algo muy especial cuando salí en el bote. Divisé una figura a lo lejos, que parecía el fantasma de algún pirata atrapado para siempre en la inmensidad del mar. Me dio un miedo salvaje. No hallaba para donde ir porque la visión parecía perseguirme. No quería mirarla. Hasta que tuve que rendirme a la situación que yo no podía controlar.
Levanté la cabeza. Dejé de remar y miré. No era fantasma. Ni pirata. Ni nada por el estilo. Era Jesús que caminaba sobre las aguas y venía hacia mí.
Me habló. Sí, y me dijo que cambiaría un poco mi profesión, mi forma de vivir el oficio de cartero. Ya no tendría que seguir llevando cartas a Dios. Ahora me ha sido permitido repartir sus respuestas.

El cartero antiguo

Con los amigos del correo vamos en las noches a tomarnos unas copas. Ahí hablamos todos nuestros problemas, aunque nadie más nos escuche. De todos modos, nos sirve para desahogarnos. Muchos de ellos ya no van al bar. A los más viejos, que ya no están, los echamos de menos. Cuando jubilan dejan también de ir a compartir con los amigos. Es que los temas de conversación ya no les pertenecen.
Muchas cosas aprendí del antiguo cartero, que siempre se desvivió por enseñarme el oficio, y se vio superado por los adelantos que ya ocurrían en esa época en que yo llegué, El era muy anciano, y atento, con su pelo blanco y ralo. Le tomé cariño. Al principio, tuve que aguantar la risa un par de veces porque era tan arcaica la manera de trabajar que él tenía.
Recuerdo que, en ese tiempo, las ventanillas del correo tenían unos barrotes de bronce, de sección cuadrada. Había buzones rojos en las esquinas, y hasta se usaban. Eran el orgullo de mi antecesor.
Este hombre me contó que en su juventud tenía que dibujar pacientemente cada estampilla en cada sobre, y pintarla de varios colores. Y lo hacía con tal precisión, que era imposible distinguir una de otra. Mucho cambió la vida después. Hasta él mismo se tenía que reír al recordar sus comienzos.
Había caminado varios miles de kilómetros a lo largo de su vida. Un día de otoño me vio llegar a mí, lleno de ideas nuevas. Con estampillas prefabricadas. Era cuestión de pegarlas, no más, y para eso uno tiene lengua. Además, yo venía con mi maletín volador.
Todo esto es muy parecido a lo que me está pasando a mí ahora, después de los años. Vienen los muchachos nuevos con otros métodos, tan distintos a los que yo aprendí. La rapidez es lo más preciado, y eso a mí no me resulta, en absoluto. Me dicen “Mueve las cartas, no te muevas tú”. ¿Y cómo querrán que uno pueda hacer eso ?
Nada saco con hablarles de mi maletín volador, que me permite llegar a muchos lugares. No me creen si les digo que cuando lo abro y me meto en él hasta las rodillas, me basta mover un poco los zapatos, y el maletín se eleva.
Mientras toma velocidad, me voy leyendo el diario. Cuando llego a destino encojo los dedos de los pies y bajo hasta el nivel de las ventanas. Igual, hasta yo mismo me quejo de la lentitud de mi limitado maletín. Es de corto alcance.
El caso es que me tuve que retirar cuando yo no encajaba en los impetuosos planes de estos muchachos jóvenes. No tienen ninguna experiencia estos niños nuevos que están llegando. Si parece que todavía estuvieran jugando a ser adultos.
Miro mi pelo canoso, el poco que me queda. Entonces recuerdo a ese joven que era yo, cuando reemplacé al antiguo cartero, quizás el abuelo de aquel que lo está vengando hoy.
Caminaré sin tener cartas que llevar. Lo único que sé es que no puedo vivir si no ando recorriendo las calles.
Mañana en la noche me echarán de menos en el bar.


LAS PUERTAS

Acá no hay nadie más que yo. Estoy en una de las tantas salas de espera de un enorme hospital, que ocupa varios pisos. Llegué hace ya mucho rato. Lo extraño es que tampoco hay muebles. Sólo la silla en que estoy sentado. Si llega alguien más no tendrá donde sentarse, salvo que yo acceda a darle la silla.
Necesito que pronto pase algo con el caso que me ocupa. Sigo esperando. Hay una puerta en el fondo de la sala, si es que puede llamarse así, siendo ésta una pieza tan pequeñita. Me digo que es la puerta de la esperanza, porque cada vez que se abre creo que ahora sí será mi turno. No sé muy bien qué hacer, más que esperar. ¿ Esperar qué ? Que se abra la puerta y aparezca alguien.
Cuando se abre, lo hace con un lamento de hospital, y después se empieza a cerrar lentamente, con otro gemido. En mi interior, se inicia una oportunidad para mí. Sale una enfermera, y se va para otro lado, muy estirada, sin mirar a nadie. Va apurada. Todo es apurado en este hospital, menos lo mío. Esta oportunidad no tenía nada que ver conmigo. La puerta termina de cerrarse con un golpe seco, que me posterga la esperanza, por el momento. Así ocurre de nuevo, varias veces.
Después de algún tiempo, me levanto de mi asiento porque ya no puedo permanecer sentado. Camino de un lado a otro. No es mucho el espacio. Toco la manija de la puerta, como queriendo hacerme amigo de ella. La suelto, y sigo caminando. En una de esas vueltas, la abro, con alguna aprehensión. Doy un paso hacia dentro, aunque no se supone que debería darlo. Al otro lado no hay nadie. He llegado a otra sala un poco más grande, sin muebles. Ni siquiera una silla. Sólo veo una puerta, en la pared del frente.
Fuera de perder la posibilidad de sentarme, mi situación no ha cambiado mucho. Me paseo un poco, pensando que alguien va a aparecer por esa puerta del fondo. Es una expectativa que me podría sonreír en cualquier momento.
Después de un rato largo en que no pasa nada, me decido por ir a abrirla. Con la esperanza de encontrar al otro lado a alguien que me atienda, aunque ya no tengo claro de qué asunto era que tenían que atenderme.
Abro la puerta, tratando de paladear de antemano el calor humano que encontraré. Llego a otra sala vacía, más grande que la anterior. Sin muebles. Sin gente. Ahora tengo más espacio para pasearme mientras espero. Así lo hago por unos minutos. Al fondo veo una puerta bastante atractiva. Tanto, que decido ir a abrirla. Es así como logro entrar a otra pieza más grande y vacía que las anteriores. Como siempre, me preocupo especialmente de dejar bien cerrado antes de empezar a caminar.
Más que caminar, tendría que reconocer que casi corro. Ya no me paseo ni me pongo a esperar. Simplemente, atravieso con prontitud todo el largo de la sala hasta la puerta del fondo. Entro a otra pieza más grande y vacía. Me estoy empezando a enojar. Nadie tiene derecho a hacerme esto. Si han de rechazarme, háganlo de frente. A golpes si quieren, pero sin este suplicio.
He perdido la cuenta de las puertas que he abierto, y de las salas vacías que crucé de un lado a otro hasta llegar a la respectiva puerta del fondo. A esta altura del asunto, ya no me preocupo de cerrar ninguna de ellas. Solamente las abro, y así van quedando.
Se me olvidó por completo el motivo de mi búsqueda. En tal emergencia, me detengo un rato a pensar. Transpiro. Mi respiración está agitadísima. Creo que ya lo tengo, al menos mentalmente. Claro, lo único que me queda es buscar uno de esos maestros que se supone tendría que haber en alguno de los recintos. Sí, eso es beneficioso y justifica cualquier sacrificio. Veo que es necesario abrir una gran cantidad de puertas para llegar al centro del mundo.
Deben ser unas veinte o treinta las puertas pasadas. Llego a llorar de rabia e impotencia. Me digo a mí mismo que es por ese estado de ánimo que los maestros no quieren salir a mi encuentro. Sigo abriendo muchas más puertas, y no soy capaz de cambiar mi actitud. Esta soledad es demasiado dolorosa. Me siento rechazado por todo el mundo. Es injusto. Quiero encontrar algo distinto, aunque sea un precipicio. Sin embargo, no ocurre nada que no sea una copia exacta de la última desilusión.
Ahora ya van como cien puertas enemigas.
- ¡ NO ! - es un grito potente que me sale desde la médula, y no va destinado a nadie. Sólo a mí mismo.

 



ESTAMOS AQUI

Los cuerpos dijeron “Estamos aquí”. Y ahí estaban, realmente. ¿Cómo pudieron decirlo si sus labios habían quedado sellados para siempre? Tampoco pudieron hacer ninguna seña, porque tenían sus brazos amarrados. Sin embargo, no sólo hablaron. Gritaron en todas direcciones :
- ¡ Estamos aquí !
Es como para creer en los milagros. Si el dictador los había ocultado para que no aparecieran nunca más.
Los cuerpos dijeron “Estamos aquí”. Y lo dijeron con tal fuerza, que nadie pudo desconocerlo. Ni siquiera los encargados de administrar lo que quedaba de la justicia.
Con mucha energía gritaron, en ese antiguo horno. No tardaron en ser encontrados, y llevados a que se identificaran.
Los cuerpos se mostraron con tanta seguridad en sí mismos, que al poco tiempo ya iban a ser devueltos a sus familiares para que los sepultaran dignamente, con nombre y apellido. Fue una proeza llegar hasta tal punto. Se empezó a preparar el templo para algo grandioso. Muchos deudos acudieron, desde temprano, para estar en la despedida.
Pero, el dictador decidió otra cosa. Pisoteando sus propias estructuras precarias, volvió a desaparecer esos cuerpos que habían dicho “Estamos aquí”.
El encuentro se llevó a cabo de todas maneras, y en un templo mucho más grande. Estaba repleto. Fue un funeral de cuerpos ausentes. Cantamos y lloramos, tomados de las manos, personas que nunca nos habíamos visto antes ni nos volvimos a ver después.
Una sola cosa quedó de manifiesto. Se había llegado al momento más oscuro. De ahí en adelante, tenía que empezar a amanecer.

 



CASI PIERDO EL AVION

Llegué tan atrasado al aeropuerto, que casi perdí el avión. Alcancé a subirme de pura suerte, cuando ya empezaban a retirar la manga. Sentí un gran alivio cuando me senté en mi asiento, hace ya un rato, y aun trato de relajarme.
Debe hacer unos veinte minutos que el avión despegó. Ya estoy más tranquilo. Las dificultades quedaron atrás. Tomo mi pequeño teléfono y marco el número de mi casa, para contarle a mi mujer que ya estoy en camino y que pronto estaré con ella.
- Hola mi amor - alcanzo a decirle, mientras ella me habla a torrentes. Me está contando que un avión se acaba de estrellar contra una de las torres gemelas de nuestra ciudad natal.
- Habrá sido un accidente - le digo, sin dejar de pensar que yo mismo estoy en pleno vuelo, en este preciso instante.
- No creo, porque estoy viendo el . . . . televisor . . .
- ¿Qué pasa, Lucía, que no hablas?
- ¡Oh, no!- le escucho gritar -. No lo puedo creer. Otro avión, . . . contra la otra torre.
- Entonces son secuestros - atino a decir, alarmado, y bajo la voz, porque en este momento dos tipos se están parando de su asiento, esgrimiendo cortaplumas. En una fracción de segundo, mi mente toma nota de estar viviendo momentos finales. Me salta el corazón. Alcanzo a comprender por qué el destino me quería sacar de este vuelo, y yo el porfiado, no me dejé salvar. Le relato a Lucía lo que está pasando. Reconozco que estoy asustado. No es para menos.
- Te quiero, Lucía - alcanzo a gritar por el celular, cuando un tipo me lo está quitando. No hallo cómo decirles a los demás pasajeros que este asunto va en serio y que tenemos que jugarnos porque ya no nos queda nada que perder.
La voz me sale apenas. A nadie le interesa lo que yo pueda decir. Están todos paralogizados.
Nunca fui peleador, ni siquiera en el colegio, pero esta vez va a ser la primera. Y la última. Le pego al tipo, con la mano empuñada, y me duele más a mí que a él. En un esfuerzo de locura logro quitarle el cortaplumas y darle una estocada en el vientre.
No recuerdo nada más. Me parece que el tiempo se ha detenido. Ya no estoy en condiciones de hacer nada por impedir lo inevitable. Solamente evoco escenas que no sé si ocurrieron recién o hace ya mucho rato. O quizás, aún están por suceder. Fueron dos los cuchillos que me clavaron, no sé si antes o después que abandoné mi cuerpo. Me voy hacia la parte alta de la nave, mientras mi cuerpo cae al suelo.
Ahora estoy afuera del avión. Quisiera tomarlo con mis manos, pero me está vedado. Mientras camino por el aire, lo veo estrellarse a lo lejos, cerca de la carretera. Ningún ruido llega hasta mí. Sólo una brisa gris que me arrastra suavemente.


* Rodas Nació en Santiago de Chile el 27 de Junio de 1945. Estudió en el Liceo Alemán y en la Universidad de Chile, titulándose de Ingeniero Civil Electricista. Actualmente reside en Santiago, y se dedica a la literatura. Imparte un Taller de Narrativa, en modalidades Presencial y Virtual.