LA COSTRA
Luis Alberto Acuña

Y
más encima, a la guagua de moledera le da por fregar en las noches. Dale y dale con el llantito. No me deja dormir en paz.

Que pasearla , cambiarle los pañales, darle la mamadera,, para que se calle cinco minutos y empiece otra vez a berrear: Está apensionada seguramente, porque no creo que le hayan hecho mal de ojo: ¿Quién le va a tener tirria a la criatura? Y a mí, menos.
Debe ser por la ausencia de la Jacinta.

Le pone a uno los nervios de punta: Cualquier noche me acrimino.

Si no la corta pronto, se me encrespan los dedos de ganas de estrangularla. Pero, a veces, cuando sonríe con esos ojos angelicales y hace pucheritos, me viene una ternura tan grande que me pregunto si en realidad no es mía, y, mientras la mezo en los brazos, me pongo a pensar en tantas cosas como las que soñaba años atrás, y que uno, cuando es joven, no se las cuenta a los amigos, porque lo considerarían medio amariconado, y
hay que ser bien macho y pasarse tomando, y haciendo bromas sobre las mujeres y el amor, y sentándose en todas las cosas. Pero, en el fondo, uno es bien debilucho y necesita que lo quieran y que una mujer lo mime y esté enamorada de uno, y no solamente sirva para meterla en la cama.

¿Qué se habrá hecho el Sergio? Patiperreando con la cabrería para imitar al mayor... A esta hora de la siesta sólo logro ubicar a la Ramona, que le da por jugar a las muñecas. Las calles están vacías y no se oye otro ruido que el que yo hago con el hacha, trozando los palos de tamarugo y haciéndome pedazos el corazón con los recuerdos. Tengo que hachar a esta hora, porque después vienen las viejas y debo abrir el despacho. La leña, el paquetito de té y el medio kilo de azúcar. ¡Qué me costó aprender a hacer los envoltorios! Las compradoras alegaban que se les caía el arroz. Me quedaban como mamarrachos. Recién al mes me la pude con los dobleces y hasta hacia girar con elegancia los paquetes de puntas tiesas.

Ahora esas cosas me tienen aburrido, Creo que me moriré haciendo envoltorios, y hundiendo la poruña en los cajones y cortando leña como malo de la cabeza, sentado en este pisito bajo y con la pata enferma bien estirada.

A veces me dan ganas de mandarme a cambiar al sur. Siglos que no veo un río. Quiero volver a contemplar uno antes de morirme. Y no solamente verlo, sino meter en él los pies y todo el cuerpo. Que el agua me cubra y sienta el olor del barro del fondo.
Aquí todo es tierra y sol; nunca una llovizna que le humedezca a uno la fachada y le refresque por dentro. La tierra empapa las ropas, el sol reseca la piel y hasta evapora la sangre.
Yo creo que los huesos de uno se van poniendo amarillos antes de que lo lleven al cementerio. Se llega joven, rosado y alegre, y la pampa lo seca a uno como lo hace el sol con los huiros varados en la playa. Si no fuera porque hay que moverse, y caminar y darle la mamadera a la guagua, sería uno como esas momias que aparecen en el desierto de vez en cuando.

Uno dice que va a ser para un año. Y pasa el año y otro y otro, sin darse cuenta, embrutecido con el ripio y las barretas, y el trago de las cantinas, y las andanzas con el mujerío. Ni siquiera se va a Iquique. Al principio uno lo hace. Es la gran aventura. Se baja con los bolsillos llenos de plata y se vuelve el lunes sin ni un cinco, con un tufo que ni uno mismo aguanta y el recuerdo de los pesos botados a manos llenas en los prostíbulos. ¡Que era harto buena la china! ¡Que parece que bramaba con uno, que seguramente se ha quedado pensando en el pampino fornido y joven, cuando le dice que vuelva pronto a verla, porque le ha gustado mucho. Y el tonto que es uno saca billetes y los desparrama como descosido.

Después se consigue alguna hembra en la pampa y uno se va quedando y dándoselas de conquistador. El puerto se hace distante, el mar parece de película, y lo único que cuenta es el caliche, que hay que hacer parir del suelo a punta de barretazos, y los "callos" que lanzan los costrones de "chuca" por los aires. Y vamos pegando, para embolsillarse los sábados los pocos pesos que uno deja en las cantinas escondidas.

Y están las mujeres, que lo van haciendo olvidar los paisajes del sur, porque ellas, con sus polleras floreadas y el rojo de sus labios y el negro de sus ojos, son el único paisaje de la pampa. Y cuando se las ha probado uno se siente más macho, porque ellas son tan hembras.

¡Tan calladita la Ramona! ¿Estará con la guagua? Es una niña tranquila y hasta le encuentro algún parecido conmigo. ¿Será hija mía? Pero también la tuvo la Jacinta justo a los nueve meses de haberse pasado su acostumbrada temporadita en Iquique con la parentela.

Era harto buena la Jacinta. Todavía está interesante. Los hombres se la comen a miradas cuando menea el trasero al caminar, y ella se da cuenta y le brillan los ojos de placer. Si me hubiera encamado con esa mujer como con las otras quizás no me hubiera casado. Pero era lista. La cama con libreta, decía. Y no pude nada con mi cuerpo gigantón, mis grandes mostachos y mi fama de conquistador.

Se me puso entre ceja y ceja que tenía que conseguirla. Era una batalla de macho contra hembra. Ahora me doy cuenta que la parte más difícil es la de ellas: aguantar y aguantar las ganas para que el hombre no emprenda las de Villadiego.

En eso se entretiene uno cuando es joven y no sabe cómo la tierra y el sol de la pampa le van formando una costra en el cuerpo que luego le cubre hasta el corazón. Y esa costra no es como la chuca que se hace saltar con los tiros y termina de arrancarse a barretazos. Esta se forma de a poco y después no se la puede sacar de encima, porque ya es parte de uno, y cuando alguien, aburrido como yo lo estoy, se planta un dinamitazo en la cabeza, hasta la sangre es más negra y espesa, y se coagula al instante. El resultado es que a uno lo entierran con costra y todo.

En esa fotografía del velador luzco como nuevo. Estaba recién llegado en el enganche. Paso a los demás por dos cuartas mínimo. Tengo aire de roto chileno, apoyado en el combo, en medio de la pampa, con la cota enrollada en la cintura, el pecho amplio y los músculos poderosos al aire. Era pintoso de joven, pero la Jacinta no me aguantó. Y cuando le propuse matrimonio, porque no había otra forma de meterla en la cama, empezó con exigencias y a mirarme en menos. Que ella tenía comodidades en su casa, que vestía bien, que lo que yo ganaba no iba a alcanzar ni para comer. Que por qué no ponía un despacho, como su padre. Linda idea, pero, ¿con qué plata?


Me acuerdo que me fui picado y a grandes zancadas. En ese tiempo, por supuesto, tenía mi pata buena.

Uno se aburre cuando lo pasan picaneando todos los días. Besos van, caricias... y el resto, aguántate. Casémonos, entonces, Jacinta. Y vuelta a la letanía de que uno es un pobre diablo y que no tiene porvenir.

¿Qué haría yo detrás de un mostrador? Dejando que los músculos se atrofien en actividades de mujeres; sacando cuentas, con lo bueno que era yo para sacarlas. Por último todo estaría bien: ganando plata a montones se compensan las cosas. ¿Pero con qué dinero iba yo a poner el despacho?

Recuerdo lo horrorizada que quedó Jacinta, el día que le dije, por broma, que me dejaría cortar el dedo gordo del pie por la polea de un motor, y con la plata que me diera la compañía iba a instalar el negocio. Se impresionó, lloraba a mares. No podía convencerla de que todo eso era un chiste de mal gusto.

Las mujeres no se apartan nunca de lo que han creído en un momento, aunque uno se lleve una semana diciéndoles que se trata sólo de una broma.

Pero todo pasa. Jacinta creyó hasta el final que yo había hablado en serio, pero después se le borró la impresión. Era una tontería, es claro, sin embargo los pesos se aprovecharían bien, y un dedo no es nada: ni siquiera impide caminar.
Yo trataba de hablar de otras cosas, y ella , dale a lo mismo. Averiguó que había gente
que se había dejado accidentar y no estaban arrepentidos. Eran unos valientes, decididos, corajudos.

Uno va quedando así como un pelele. Se le pica el amor propio. ¡Cómo no se va a tener
el valor de adelantar un poco el pie, sólo un poquito! Por algo uno es hombre.
Cuando tímidamente le dije que lo estaba pensando en serio, vuelta a las lamentaciones...y a quedarse pensativa, para decir al fin que, después de todo, aunque absurda, sería una solución para lo nuestro.

Si uno se aficiona a una mujer y no la puede conseguir, es capaz de todo, hasta de adelantar un poquito el pie hacia la polea. Por desgracia las máquinas son ciegas y traidoras. No sólo me comió el dedo gordo, sino todos los dedos y la mitad del pie.

Si una mujer lo ahoga a uno en lágrimas cada vez que lo visita en su cama de enfermo, Si grita y se lamenta de que por culpa de ella uno ha hecho esas cosas. Que no había necesidad, que nos hubiéramos casado igual, para vivir pobremente pero felices y sanos,
bueno, se piensa que realmente a uno lo quieren.

Con el dedo no habría sacado casi nada. Con la mitad del pie obtuve algo.. No fue fácil montar el despachito: hubo que encalillarse. Después de casados el padre de Jacinta me apuntaló y estuve mucho tiempo trabajando casi para él.

Pero, las cosas se ven distintas de afuera. Nunca esto fue un pozo de plata .Ni siquiera con la romana que entregaba novecientos gramos por el kilo. Yo lo sabía, pero no la arreglé adrede. Estaba así y me di cuenta un tiempo después. ¡ Qué la iba a estar componiendo! No había en la oficina salitrera quién lo hiciese. Nunca tuve intenciones de robar a nadie. Y, ¡ caramba que duele que a uno lo traten de capitalista, de burgués y ladrón.! Que le pinten con letras negras insultos en la puerta del negocio los que han sido compañeros de uno, porque en la huelga no les fiaba. ¿ Y con qué capital les iba a fiar? Casi toda la plata que entra es para mercaderías. Queda muy poco, y lo que resta sirve para que Jacinta se vaya a Iquique a pasar una temporadita con los parientes. El despacho no prospera.

A veces dan ganas de irse al sur, para trabajar en la tierra que lo vio a uno nacer. Pero, ¿ y la pata ¿. Para morir siquiera en una tierra verde, sin polvo, con lluvias que le aflojen a uno la costra de la piel y quede más liviano. Jacinta no se interesa en mí. Yo ya no la quiero, aunque la siga deseando. Soy el cominillo de la oficina y todos los mozos arrogantes se ríen de mí, tal como cuando yo era joven me burlaba de los pobres infelices a quienes sus mujeres engañaban .

Quizás alguno de los niños sea mío. A lo mejor ninguno. Pero si liquido todo y me voy – ¡ A dónde! –, o suelto el hacha con que estoy astillando la leña y agarro un paquete de dinamita para ponérmelo en la cabeza, ¿ Qué será de estos pobres huachos?

Maldito sol. calienta, enceguece, le hace a uno dar ganas de llorar.


del libro “La Noche larga”
1967