Moscú sin visa

 Reseña sobre el libro de Jorge Queirolo Bravo

Por Juan Cameron

 

Siempre resulta género curioso, éste, el de los libros de viajes. La narración, entre crónica y diario de vida entrega al lector a una idea distinta del medio matizada, por qué no, por la propia visión de mundo de quien escribe.

¿Y yo me pregunto, qué derecho tiene este lector, ese entrometido con arrogancias de juez, para intervenir con su opinión en la rica experiencia allí relatada? ¿Y, por qué no? Después de todo es el destinatario del objeto libro y ninguna norma literaria ni ética podría resolver una mera cuestión de mercado.

La confrontación surge cuando este último conoce el paisaje descrito y compara, desde su propia óptica, si lo afirmado por el escritor corresponde a la verdad. Pero, más allá de su simple opinión, o de la respuesta que de esa comparación surja, este encuentro entre productor y consumidor produce en ambos una amable sonrisa. El “yo estuve ahí” constituye el primer signo de un lenguaje secreto para los protagonistas de la comunicación escrita.

Revisaba hace algunos días las notas de Escrito en la mar, un texto aún inédito de Eduardo Bravo. Este autor, como oficial de marina mercante, nos cuenta que en cierta oportunidad desembarcó en La Rochelle, lugar en el cual -dice allí- hubo una base de submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando este hecho histórico es “confirmado” por ese clásico de la filmografía alemana “El submarino”, el novelista crece ante nuestros ojos: “ese tipo sí que sabe”, afirmamos; y nos dan ganas de correr y avisarle.

El escritor profesional tiene muy presente este fenómeno. El poeta Eduardo Parra, el mismo de Los Jaivas, nos señala en La puerta giratoria que Todo hombre joven puede leer a Shakespeare/ Abra la hoja 73/ y déle el pésame/ a Hamlet. El libro fue editado en 1968; no tiene otra referencia sino aquélla.

También se produce una cercanía entre quienes han vivido o atravesado Europa y el libro de crónicas Balkan Express, de la escritora croata Slavenska Drakulic. La suerte del emigrante, su rostro expuesto al ojo avizor del habitante de la tierra, la desconfianza mutua y la carga que toda pérdida significa, se cruzan en la memoria de quien lee, junto a hermosos paisajes, a ratos destruidos por la guerra. Ella nombra Vukovar y recordamos una fotografía de Aldo Francia, que hace un par de días ilustraba una mesa en un pub del Cerro Alegre.

Con certeza podemos afirmar que el encuentro con el lector es el mayor logro a que puede aspirar un escritor. Y en el género referido –el libro de viaje- éste se da un más de una oportunidad. Tal ocurre en Moscú sin visa, de Jorge Queirolo Bravo. El libro, cuya cuarta edición aparece en enero de este año, por Ediciones Altovolta, es una amena monografía (tiene 72 páginas) de un muchacho ecuatoriano que regresa desde Dinamarca a Chile, donde reside su familia, y aprovecha la oportunidad de pasar por la capital rusa.

Jorge Queirolo Bravo nació en Guayaquil, Ecuador, en 1963, y en el intertanto ha residido en Alemania, Israel, Estados Unidos, Argentina y Chile, donde vive actualmente.

En una de esas enrancias ocurre la anécdota. Y los lugares donde el escenario se instala son, a veces, irremediablemente conocidos. La campiña danesa, Aarhus, la península de Jutlandia y sus navegaciones, reaparecen como tantas veces con su vastedad y ese invierno tan presente.

Copenhague y el Tívoli y la oficina de Aeroflot vuelven a la imagen de muchos lectores, así como una simpática finlandesa que recomienda a Queirolo embarcarse en Estocolmo, vía Shannon y Miami, y no aburrirse casi un día en el aeropuerto moscovita. Por lo demás, advierte, la visa diaria habrá de costarle 120 Dólares, un precio superior a un buen hotel y a una mejor comida. Nuestro autor, que no tiene ni el dinero ni las ganas de desembolsarlo, insiste en esa vía y prefiere, por conocer, volar 16.500 kilómetros hasta Santiago. Y parte sin visa.

Nuevamente nos encontramos con él, un sábado por la tarde, a bordo de un flygbåt mientras cruza entre Copenhague y Malmö: las calles estaban más o menos concurridas con gente dedicada a comprar; contrariamente a lo que pensé casi no había nada de nieve, yo me imaginaba que el invierno en Suecia era mucho más frío, comenta. Habría de verlo en verano, piensa el lector más informado y rememora las Elephant y otras cervezas del estío nórdico. ¿Y se habrá cruzado con alguno de nosotros?

Más allá de los ciento veinte dólares, cuanto preocupa a Queirolo es la rigidez de la burocracia rusa, la cual atribuye a alguna obscura herencia del estalinismo. Piensa, por entonces, que la disolución de la Unión Soviética habría traído una mayor apertura en este aspecto. La mirada desde aquí resulta curiosa. Porque, para el lector que ha vivido en los países del norte, se sabe que tal rigidez es propia de la zona y del clima, y no es solamente un legado administrativo. Es más, quien desembarca por vez primera en Helsinki, se sorprende ante la imponente arquitectura pública y la estatuaria en sus plazas; y un ligero temblor le recorre al ver a los soldados finlandeses que cargan fusiles Máuser y usan gruesos abrigos y gorros de piel con una estrella blanca sobre la visera. De haber sido una estrella roja, la imagen de una película norteamericana sobre la ya mentada Rusia, sería la misma.

Queirolo nos aporta una mirada particular, amena y sonriente de ese mundo a veces tan lejano, a veces tan mísero o curioso. Nada más triste que un Mac Donald cerca de la estatua de Pushkin; ya lo sabemos. Su aventura, que es cierta y es también increíble, aporta a nuestra pequeña historia un triunfo fenomenal. El haber entrado a Moscú, sin visa y por veinticuatro horas, es el triunfo nietszchiano sobre la kantiana marca de la administración y la seguridad nacional. Y eso, al lector, lo hace secretamente feliz.