Fragmento del libro
Al
principio no había nada. Las tinieblas sin alumbrado público
y sin veredas por donde caminar, ni calles por las que circular los
automóviles, la 40 Sur era únicamente un espacio dentro
del cosmos capitalino.
No había nomenclatura para orientar a los perdidos, ni antejardines
en las casas donde domesticar el césped y los rosales.
Todo se inundaba con las lluvias, por mansas que fueran, convirtiendo
el barrio en un aguazal por el que había que dar saltitos, como
cuando jugábamos a la rayuela.
Las manzanas se sucedían de mala gana, excepto las de nuestra
cuadra, casi una calle mocha en forma de L, que nos ponía
a resguardo.
Todo había de ser creado en aquella época primordial
en la que llegamos. Habíamos vivido un par de años
amontonados en un cuarto que Rosaura, la prima de mamá, nos
prestó en
su casa por caridad. Y pudimos salir de ahí, por un hecho
jamás
imaginado: ganamos una casa en un sorteo del Instituto de Crédito
Territorial.
La rifa entre los postulantes tuvo lugar el primer miércoles
de agosto, justo mi cumpleaños. Haber sido tocados ese día
por el dedo de la fortuna me otorgó una difusa dimensión
providencial a los ojos de mamá.
Nada ni nadie, hasta ese día, la había hecho sentir
en carne propia la emoción sublime de un sueño convertido
en realidad.
Y menos todavía, uno de esta naturaleza, porque tener en las
manos, de un momento al otro, las llaves de una casa propia, era
sin dudas un milagro.
Ese día, cuando el hombre del megáfono gritó el
número bienaventurado, mamá sufrió un vahído
de éxtasis. Tuvieron que revivirla con vapores de amoníaco.
El albur de aquella vez se había instalado en la familia.
El azar tiene maneras de manifestarse, y siempre ordenadamente, de
modo que aquel 7 de mi nacimiento fue el número que nos bendijo.
También, el que en ese mismo instante nos abandonaba.