(fragmento del libro)
Nadie se da cuenta
del momento exacto en que sale del salón, baja las escaleras
y cruza el pasillo en busca de su abrigo.
Las muchachas de la guardarropía no alcanzan a reaccionar cuando
ella aparece, sorprendiéndolas, a esa hora todavía temprana,
cuchicheando mientras se encuentran relajadas en dos cómodos
sillones, sin el más mínimo atisbo de la elegante compostura
con que les habían recibido hacía ¿dos, tres
horas antes? Una de ellas quiere recuperar la prestancia, levantándose
de prisa, arreglando su piocha corrida, apagando el cigarrillo con
tanta prisa que la mitad de las cenizas cae en la alfombra espesa
del vestíbulo. Pero ella no está para nada preocupada
de esos detalles, le pasa el ticket a la chica, recibe su abrigo,
agradece, dudando un instante antes de alargarle un billete.
Nunca ha sabido si debe darle propina a todos los que la atienden.
Le ocurre lo mismo con los camareros, con los taxistas y hasta con
su peluquera. No sabe bien las reglas del protocolo, pero eso no le
interesa en este instante. Casi arrastrando su pesado abrigo, sonríe,
se da vuelta y camina con rapidez hasta alcanzar la puerta. Un viejecito
le abre, haciéndole una inclinación de cabeza un tanto
gastada, mecánica, algo sombría. Le gustaría
saber quién es ese viejecito, de dónde ha aparecido,
qué tuvo que ocurrir en su existencia para que justo ahora
tuviera que levantarse de su silla, caminar dos pasos y abrirle la
puerta de este salón. Pero ahora no podría siquiera
detenerse en esas cavilaciones. Sale. El aire está frío,
demasiado frío. Se arropa en su abrigo y baja los peldaños
de la escalera hasta alcanzar el camino empedrado que la conduce hasta
la entrada de la casa. Son catorce escalones, los cuenta. No ha logrado
superar esa molesta manía de contabilizar detalles inútiles,
de tener siempre presente números que a nadie le importan.
Cuando pequeña, mientras su mamá la llevaba de compras
o al médico, ella contaba todos los vehículos azules
o rojos que pasaban por la calle, ajena por completo a las conversaciones
de los demás, de su madre o de sus amigas, encerrándose
en su propia burbuja. Después contabilizaba uno tras otro los
automóviles
verdes o blancos que pasaban delante suyo hasta que se aburría,
cambiando su rutina por las baldosas, tratando de llevar la cuenta
exacta de cuántas no había logrado pisar mientras caminaba
presurosa, tratando de llevar el ritmo de los mayores. Más
tarde se obsesionó con las formas de las nubes y después,
entrada la adolescencia, con llevar la cuenta matemática de
cada vez que alguien cruzaba delante de la puerta de su casa, ella
observando desde el segundo piso, sin poder salir a la calle porque
estaba enferma y cada una hora la venían a cuidar distintas
personas, todas preocupadas de su salud. Y ahora ha contado los escalones,
catorce, exactamente catorce desde el inicio de la escala hasta tocar
la primera piedra del camino que han dispuesto hasta llegar a la reja.
La casa tiene ese aspecto de calidez que ella tanto añora en
su hogar. Los ventanales iluminados, las cortinas descorridas, dejando
ver a los invitados que están riéndose o bailando en
el esplendor de esta noche tan helada. Ha salido apresurada. No aguantaba
más el vértigo de la conversación insulsa, los
comentarios repetidos hasta la saciedad, las miradas de soslayo de
sus amigas (¿amigas? debería corregir su apreciación,
aunque a esta hora ya todo eso carece de importancia) y el ir y venir
de los mozos con sus bandejas con tragos finos y canapés que
ella detesta. De seguro su marido comienza a extrañarla. Piensa
ahora en Andrés, lo imagina de pie sonriendo a quienes le rodean,
impecable, enfundado en su traje azul recién comprado, con
su camisa a tono, coronada con la corbata que trajo de Argentina,
sus zapatos relucientes. Lo ve en la sala como se podría ver
a un actor de cine poco conocido que pretende acaparar una foto, que
ansía al menos ser reconocido, que necesita con urgencia ser
admirado para poder reafirmarse en ese salón tan elegante,
donde cada uno lleva tenidas importadas, se bebe bien y se come mejor.
Andrés. Mi querido Andrés, piensa. Ni siquiera tiene
la posibilidad de imaginar lo que ella siente mientras está
caminando apresuradamente por esta vereda de piedras tan bien escogidas
que rematan justo en la calle. Su vestido apenas roza el pasto y sus
pisadas resuenan mientras ella casi corre hasta llegar, al fin, a
la reja. La abre. No puede dejar de sentir como un alivio.