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PRIMER CAPÍTULO

La primera vez que vi al iluminado fue en una foto borrosa que llegó a mi computador, mandada por mi editor, dos minutos antes de que éste entrara a mi cubículo, dándome órdenes de que debía tener todo listo para viajar en las próximas veinticuatro horas a Uganda, en el corazón de África, a reportear a este extraño personaje que convulsionaba a un pueblo pobre e incomodaba a los grandes conglomerados con sus visiones y palabras esotéricas.
Al Habi Rushdie apareció públicamente la primera vez en España, bajo el nombre de Servando Martín de Agüero, hablando en un perfecto español castizo, y exigiendo que el gobierno hispano no apoyara a Estados Unidos en su invasión a Irak, tras el desastre de las torres gemelas. Predijo atentados en el metro con milimétrica precisión, tanto en la península como en la isla del Reino Unido, pero nadie lo atendió mayormente, perdiéndose en la vorágine de los acontecimientos a las pocas semanas. Se habló muchas veces de este vidente que trató de advertir los hechos y se le buscó, a través de la CIA y Scotland Yard, sin éxito. Se dijo que era un hombre sin identidad y, por supuesto, el único Servando Martín de Agüero registrado, había muerto en 1974, a la edad de ochenta y dos años, y en nada se parecía a ese hombre relativamente joven que convulsionó aún más ese nefasto momento de nuestra civilización. Sin embargo, su foto circulaba por todas las agencias y un hombre con su misma apariencia reaparecía hace unas semanas en la mitad del continente más pobre.
Al Habi Rushdie, era el nombre de un niño egipcio desaparecido a finales de los ochenta, a la edad de tres años. El mito decía que era un niño muy especial, con habilidades telepáticas, gran oratoria, sobre todo por su corta edad, y que ya manejaba cuatro idiomas además del egipcio, a saber, español, inglés, italiano y un dialecto no identificado totalmente, que parecía ser de las tribus maoríes, propias de Nueva Zelanda en la Polinesia, lugar que por cierto nunca había visitado ni él ni sus ascendientes. Había sido visto por última vez, luego de pedirle a sus padres conocer la pirámide de Keops, donde se extravió. Pasaron treinta años sin que nada se supiera de él y ahora aparecía en Uganda, hablando del fin de los tiempos, de la salvación de las almas y de los pocos privilegiados que podrían presenciar la venida del Salvador.
No debo mentir, el tema de los grandes misterios, en especial los esotéricos, siempre me ha atraído, y como reportero en terreno, solían darme los casos de parapsicología barata que nunca convencían a nadie, y por supuesto, además de recorrer el país de sur a norte, o salir apenas a los territorios vecinos de Sudamérica, a saber Perú, Bolivia, Argentina, y alguna vez a Brasil, jamás había cruzado el Pacífico, ni el Atlántico a Europa, ni menos a África. Pero esta vez era diferente, porque el aparecido Al Habi Rushdie, en una de sus enigmáticas oratorias públicas, había nombrado a Chile, específicamente al desierto de Atacama, al archipiélago de Chiloé y a Rapa Nui, como santuarios sagrados de la tierra, algo así como tierra santa, donde podría aparecer el Salvador. Y no es que fuéramos nada especial, pues también había mencionado Machu Pichu, varios lugares de Egipto, India tibetana, Australia, algunas islas de Oceanía, y los alrededores del Amazonas. Era mi oportunidad, pero creo que mi editor, más que confiar en mí, no tenía a quien más mandar a esa región perdida, y lo hacía por mera curiosidad periodística, sin ninguna fe en el tema en cuestión, pensando en reportear un loco más, en primer plano. Pero yo... yo sabía que algo grande estaba por desatarse.
Esa noche del tres de diciembre, luego de haber estado toda la tarde recogiendo información de Internet, y de las agencias noticiosas de España, Brasil, Italia y EEUU, acerca del personaje aquel, y luego de haber recibido a última hora el mensaje de Ernesto Vallejos Vera, mi editor, que mi visa de corresponsal de El Mercurio ya estaba en orden para poder ingresar a Uganda, pude chatear con Natalia y decirle que me iría por unos días. Solamente entonces me di cuenta de lo lejos que estaba de ella, aunque viviera apenas al otro lado de la ciudad. Mi pequeña hija, a la que veía cada quince días, me amaba y yo a ella, sin embargo, el último tiempo había estado presionado en el trabajo, y solo había podido estar con ella una semana, a finales de enero, en la playa, antes de que se fuera con su madre y su nuevo padrastro a Estados Unidos, por ya un mes, a recorrer varios puntos de la Florida, incluido el mundo lleno de maravillas de Disney, disfrutando de las vacaciones soñadas que ellos podían darle. Que distinto a unos pocos días en la caleta de Tongoy, pero igual lo disfrutamos, porque Natalia no era como su madre, gozaba de todo, y no solo de lo snob, de lo lujoso, de lo material. Natalia sabía que unas buenas cosquillas llenas de risas y caricias de su padre, podía ser una de las instancias más felices de este mundo. Y a mí también me lo parecía, pero eran tan de vez en cuando...
En todo caso no puedo dejar de comentar que mi hija, a sus nueve años, era en su justa medida, muy parecida al niño Al Habi, sabía muchas cosas y tenía muchas habilidades, sobre todo sensoriales. Mucho más de lo que yo pude heredarle de mi genética, ya que mi infancia fue más bien pava, ordenada y casi sin expresión, de un niño retraído y miedoso de la vida. Me despertó de mis pensamientos, el sonido eléctrico y desentonado de mi celular. Era Ernesto, con su voz carrasposa de quien fuma y bebe mucho café negro.
-Todavía despierto, hombre. Mañana debes estar a las 6:45 en el aeropuerto. El avión sale a las 9:00 a.m. con destino a Sao Paulo, y ahí debes esperar como hasta las seis de la tarde, para tomar el vuelo a Johannesburgo, ya que no hay vuelo directo a Kampala. Debes hacer ese trayecto en bus o en una avioneta, y en el mejor de los casos, son como cinco horas más, así que no quiero que llegues en calidad de bulto, -descansa, mandó sin darme respiro.
-Estaba ordenando las últimas cosas.
-No hay nada que ordenar, guíate por tu intuición de rata, tú tienes un don para estas “cosas alternativas”.
-Pero, ¿no me has dicho quién será mi contacto allá?
-Mira, Daniel, contacto, así lo que se llama contacto, no hay, pero tengo un amigo, un chileno patí perro, tú sabes, siempre hay uno donde menos se espera. Se llama Leopoldo Varas, el Lopo, que se fue como misionero a África, y se encamó con una negra. Cayó lueguito de su nube celestial a la tierra virgen de ébano. Como me dijo una vez en un e-mail: “no tenía dedos pal piano pero sí pal trombón”. Él te servirá de guía y traductor.
Sonreí. Ernesto sabía decir las cosas con humor y hacer de la desgracia humana una comedia irónica.
-Bueno, entonces hablemos de los morlacos... ¿Con qué dinero me muevo?
-Mañana en el aeropuerto estará el Peta. Tendrá efectivo y una tarjeta de crédito del diario, de esas doradas, con buen cupo, que debes rendir a la vuelta, así que guarda todos los comprobantes, porque si no te los descuentan.
El Peta, Pedro Talameo Ruiz Rosales, era un tipo alto, delgado y, por ende, gibado, para poder estar a tu altura. Era como una jirafa con melena rizada. De movimientos lentos y desgarbados, pero por sobre todo, un flaco buena onda. Algo así como el encargado de hacerte la vida fácil del departamento de prensa. Un aprendiz de periodista que se quedó por su buena disposición más que por su talento. Me tenía los pasajes, el pasaporte con acreditación de prensa, no más de doscientos dólares en efectivo y, como había dicho Ernesto, la tarjeta dorada.
-Mi madre dice que el egipcio habla con la verdad. Me sorprendió antes de despedirnos. Ella es de campo y cree en los signos de la Pachamama, -dijo convencido.
-Ojala sea sólo un charlatán, dicen que habla puras barbaridades, que profetiza un mundo muerto, no sería bueno que dijera la verdad.
-¡No, claro!... todos queremos seguir divirtiéndonos. La cosa no está tan mal por aquí.
-Cierto, siempre se puede estar peor.
El Peta, casi intuyendo mi mal estado de ánimo, me abrazó y se despidió diciendo:
-Recuerda que tú tienes tu pedazo de cielo aquí en la tierra. Natalia merece un padre feliz.
Era cierto, yo tenía una deuda con ella. Y para hacer válida la teoría de las sincronías, mi celular sonó.
-¡Papá, hola!, voy llegando a Chile, estamos aterri-zando.
-¡Nati, linda!... no lo puedo creer. Yo estoy aquí en el aeropuerto, me voy por unas semanas a reportear una noticia a África. ¿En cuánto rato más llegas? -pregunté mirando el reloj Casio, antiguamente analógico, que seguía manteniendo en mi muñeca, casi como una reliquia ochentera.
-Como en veinte minutos más, la aeromoza me está mirando feo, parece que tengo que cortar el celu...
-Linda, te quiero... pero yo no podré esperarte, tengo que embarcarme ya. Nos vemos a la vuelta... -dije sin tener la certeza de que pudiera haberme escuchado algo de esta última frase. Al otro lado, había un sonido sordo, algo así como la nada.